Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Llegaron las canciones, matemáticas, melodiosas, variando con lentitud sus complicadas pautas. Algunas podían ser cantadas como cualquier tonada humana. Weber contó, sensible a las llamadas y sus réplicas, cada una un solo contra un coro masivo. Perdió la cuenta al cabo de una docena, inseguro de dónde agrupar y dónde separar. Cada compleja frase melódica era identificable, aunque él no podía identificar ninguna. Más suave, en segundo plano, oía el sonido de los coches que pasaban por la autopista interestatal 80, un zumbido como de globos desinflándose.

Abrió los ojos: seguía en Kearney. Una anodina zona comercial en la que destacaba un bosque de secuoyas metálicas que sostenían discordantes y alegres anuncios. La habitual gama de franquicias -motel, estación de servicio, tienda abierta las veinticuatro horas y comida rápida- aseguraba al peregrino ocasional que se hallaba en un sitio indistinguible de cualquier otro. El progreso acabaría por lograr que todos los lugares resultaran familiares. Atravesó el cruce y se dirigió instintivamente al centro de la población.

Unas manzanas más adelante, la árida franja comercial cedió el paso a edificios victorianos con porches ovalados. Más allá se encontraba el casco antiguo. El fantasma de un puesto de avanzada en la pradera, de alrededor de 1890, todavía miraba desde las altas fachadas cuadradas de ladrillo que allí albergaban las tiendas. La luz se intensificaba. Ahora Weber podía leer los carteles en los escaparates: «Celebremos la Congregación de la Libertad»; «Exposición de Corvette»; «La fe en el Tour por el Jardín Florido». Pasó ante un local llamado The Runza Hut, cerrado y oscuro, ocultando su propósito a los forasteros intrusos.

La pequeña ciudad se despertó. Tres o cuatro personas caminaban por la acera de enfrente. Vio un monumento dedicado a los caídos del lugar en las dos guerras mundiales. El conjunto del retablo le hacía sentirse inquieto. Las calles eran demasiado anchas, las casas y tiendas demasiado amplias, había demasiado terreno desaprovechado entre ellas. Kearney había sido concebido a una escala excesiva, en la época en que se concedían tierras gratis, antes de que resultara claro el verdadero destino del lugar. Sus vías urbanas consistían en una cuadrícula de calles y avenidas numeradas, como si hubiera corrido el peligro de surgir como toda una Manhattan para combatir la épica desolación que la rodeaba.

Weber se sentó en un banco ante el monumento, y revisó mentalmente los dos últimos días, en busca de lo que le había afectado tanto. Pensó en Mark Schluter, en la confianza sin fisuras ni reflexión que aquel hombre tenía en su yo quebrantado. Pero detenerse a pensar en Mark se reveló un error. Allí, en la calle demasiado espaciosa, Weber volvió a ser presa del vértigo. Algo crucial le eludía. Se había hecho vulnerable a alguna acusación. La acera se ensanchaba y ondulaba bajo sus pies. No había ninguna explicación racional.

Se puso en pie y caminó otras dos manzanas, buscando algún local que estuviera abierto a esa hora tan temprana. Un restaurante barato apareció al otro lado de la calle. Weber cruzó la calzada y empujó la puerta, haciendo sonar un colgante en forma de pez contra el vidrio. Retrocedió, al tiempo que un badajo que pendía de la manecilla interior anunciaba su presencia. Cuatro hombres curtidos, con prendas vaqueras y gorras que lucían logotipos de semillas híbridas, sentados a una mesa central, se volvieron a mirarle. Weber entró en el local y se dirigió pausadamente a la barra, donde se detuvo al lado de la caja registradora. Esperó allí hasta que una mujer le dijo desde la cocina: «Siéntate, cariño».

Fue a sentarse a una mesa alejada de los granjeros. En cuanto se dejó caer en el asiento esponjoso y rojo, la penosa experiencia de la noche pasada cruzó de nuevo por su mente. Era exactamente la clase de agitación de bajo nivel que respondía muy bien a la medicación contra la ansiedad que ahora sus colegas recetaban a mansalva. Conocedor de la rapidez con que el organismo dejaba de fabricar sustancias aportadas externamente, Weber procuraba no tomar nada más fuerte que un complejo multivitamínico. Incluso eso se lo había dejado en casa, así que no había tomado nada en los tres últimos días, pero un cambio tan ligero no podía explicar lo que le había ocurrido.

Sus dedos tamborilearon en la superficie de formica gris de la mesa. A medio metro por encima de ellos, observó cómo tecleaban. Una risa se alzó burbujeante de su abdomen contraído y se derramó sobre él. Puso fin al tecleo de los dedos y se cubrió una mano con la otra. El diagnóstico le miraba a la cara. Él, el último científico que se había conectado a la Red, padecía los efectos de no entrar en su correo electrónico.

Llegó la camarera vestida como un personaje de una extraña película, mitad enfermera de hospital y mitad agente controladora de infracciones de aparcamiento. Debía de tener la edad de Weber, treinta años demasiado mayor para servir mesas. Él le sonrió, como un idiota cuya ejecución ha sido suspendida. La camarera sacudió la cabeza.

– ¿No necesita una licencia para estar tan contento antes de haber tomado el café?

Sostenía dos cafeteras Pirex. El señaló la que no era de color naranja.

Había olvidado cómo eran los oriundos del Medio Oeste. Ya no podía interpretarlos, por más que aquellos habitantes de la gran ruta migratoria central fuesen su gente. O más bien las teorías que ideara acerca de ellos, elaboradas durante sus veinte primeros años de vida, habían perdido su validez por falta de datos longitudinales. Según diversas estimaciones, eran más amables, más fríos, más apagados, más astutos, más directos, más encubiertos, más taciturnos, más precavidos y más gregarios que la media. O tal vez ellos constituían esa media: en la gráfica del país, la parte plana en el centro de la curva que se disolvía en las dos costas. Aunque, por hábito y nacimiento, Weber era uno de ellos, se habían convertido en una especie extraña para él.

Se restregó la zona calva y sacudió la cabeza. Con un poco más de impaciencia, ella le preguntó:

– ¿Qué puedo servirte, cariño? -El miró a su alrededor, confuso. La camarera exhaló medio suspiro, el primero de una larga jornada-. ¿Quieres el menú? Tenemos de todo.

Él enarcó las cejas.

– ¿Crêpes de espinacas?

La boca de la mujer apenas se tensó.

– De eso no hay, pero tenemos de todo lo demás.

Cuando la camarera se fue con el pedido de huevos fritos y salchichas, Weber se sacó del bolsillo el absurdo teléfono móvil. Era como llevar en el bolsillo un sincronizador de ciencia ficción. Se lo había metido en el bolsillo al salir de la habitación, ya con la idea de caer un par de veces en el vicio. Consultó su reloj y añadió una hora más en Nueva York. Seguía siendo demasiado temprano. Prestó atención a lo que decían los hombres curtidos sentados a la mesa central, pero sus pocas palabras estaban comprimidas en una taquigrafía tan brusca que era como si hablaran el lenguaje de los indios pawnee. Uno del círculo, de cara bulbosa y con abundantes pelos en las orejas y la nariz, en cuya gorra roja como la sangre figuraban las siglas de la empresa empaquetadora de carne, IBP, se escarbaba los dientes, convirtiendo el palillo con sus diestros incisivos en un diminuto tótem.

– No puedes ponerte gallito -dijo el hombre-. Esos árabes cruzarán un desierto para vengarse de un espejismo.

– Bueno, la Biblia casi dice lo mismo -convino su compañero de mesa.

En verdad, no era necesario que Weber alarmara a Sylvie. Su mujer no podría decirle nada. De haber ocurrido algo, ella se lo habría mencionado la noche anterior. Además, si le sorprendía usando el móvil desde un lugar público para mitigar su nerviosismo, no le permitiría olvidarlo jamás.

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