Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Mark dirigió una pícara mirada a Daniel, relamiéndose como para quitarse las plumas del canario de los labios.

– Bueno, podríamos intentarlo. Puramente por razones de investigación médica.

Barbara pasó por su lado en dirección a la cocina, esforzándose por quitarse el abrigo mientras tendía la mano a Daniel.

– Hola de nuevo.

– Es… espera un momento. ¿Me estás diciendo que los dos os conocéis?

Ella echó atrás el mentón y frunció el ceño.

– Ese es el sentido que suelen tener las palabras «Hola de nuevo».

– Pero ¿qué diantres está pasando? Todo el mundo conoce a todo el mundo. ¡Cuando los mundos colisionan!

– Vamos, hombre, cálmate. En esta vida todo tiene explicación, ¿sabes?

Barbara le habló de la sesión pública y de lo mucho que le había impresionado la intervención de Daniel. La explicación tranquilizó a Mark. Solo Daniel no estaba convencido.

– He de irme -dijo con nerviosismo-. No sabía que estabas esperando compañía.

– ¿Te refieres a Barbie? Ella no es lo que se dice compañía.

– No te vayas -le dijo Barbara-. Esto no es más que una visita social.

Pero algo en Daniel ya había emprendido la huida. Camino de la puerta, le dijo a Mark:

– Pregúntaselo a ella. Es una profesional de la salud.

– ¿Preguntarle qué? -replicó Mark.

– Sí -terció Barbara-. ¿Preguntarme qué?

– Si puede tomar olanzapina.

Mark hizo una mueca.

– Ella parece creer que la decisión solo depende de mí. -Cuando Daniel cruzaba la puerta, Mark le gritó-: ¡Eh! ¡No te hagas de rogar tanto!

Solo cuando Daniel Riegel, que había sido un rastreador durante toda su vida, estuvo de regreso en su apartamento y puso el contestador automático, recordó dónde había oído por primera vez la voz de Barbara Gillespie.

* * *

Las aves regresaron a mediados de febrero. Una noche, Sylvie y Gerald Weber vieron un reportaje sobre las grullas en el noticiario de última hora, acostados en su casa cubierta por la nieve de Setauket, en Chickadee Way. Mientras la cámara recorría las orillas arenosas del Platte, marido y mujer miraban azorados.

– ¿Es ese tu lugar? -le preguntó Sylvie.

Resultaría muy extraño que no comentara nada.

Weber rezongó. Su cerebro se debatía con un recuerdo bloqueado, algún problema de identificación que le molestaba desde hacía ocho meses. Pero, cuanto más la perseguía, más alejaban sus pensamientos la posible solución. Sylvie interpretó mal su ensimismamiento. Le acarició el brazo con los nudillos. No pasa nada. Los dos estamos más allá de la simplicidad. Todo el mundo está hecho un lío. También nosotros podemos estarlo.

La mujer que estaba ante la cámara, una neoyorquina algo torpe fuera de su elemento urbano, parecía amilanada ante tanto vacío, y relataba la historia como si fuese una noticia.

– Está considerado como uno de los espectáculos de la naturaleza más grandiosos del mundo, en el que participan medio millón de grullas. Empiezan a llegar el día de San Valentín, y la mayoría ya se habrán ido para el día de San Patricio…

– Son unas aves inteligentes -dijo Sylvie-. Y grandes observadoras de las festividades religiosas. -Su marido asintió, sin desviar los ojos de la pantalla-. Todo el mundo es irlandés, ¿eh?

Su marido no dijo nada. Ella apretó los dientes y le restregó el hombro con un poco más de intensidad.

El Día de los Presidentes, Mark se despidió de todo el mundo y empezó a tomar la medicación. El doctor Hayes duplicó la dosis del caso australiano: diez miligramos cada noche, una cifra todavía conservadora.

– Entonces, ¿debería haber una mejora en dos semanas? -inquirió Karin, como si la palabra de un médico fuese legalmente vinculante.

El doctor Hayes le dijo, en latín, que ya se verían.

– Recuerde nuestra conversación. Es posible que el paciente experimente retraimiento social.

No puedes retraerte, le dijo ella, en inglés, si no estás ahí de entrada.

Cuatro días después, a las dos de la madrugada, el teléfono sacó a Daniel y Karin de un profundo sueño. Daniel, desnudo y tambaleante, fue a responder. Musitó unas palabras incoherentes, o bien la incoherencia era de Karin, que escuchaba desde la cama. Daniel regresó a su lado, perplejo.

– Es tu hermano. Quiere hablar contigo.

Karin cerró los ojos con fuerza y se espabiló de golpe.

– ¿Ha llamado aquí? ¿Ha hablado contigo?

Daniel volvió a acostarse. Por la noche apagaba la calefacción, y su cuerpo desnudo empezaba a sufrir hipotermia.

– Yo… nos hemos visto. Hemos hablado, hace poco.

Karin forcejeó con la lúcida pesadilla.

– ¿Cuándo?

– No importa. Hace unos días. -Agitó la mano en un gesto efusivo: el tiempo corría, el teléfono esperaba, la historia era demasiado larga-. Quiere hablar contigo.

– ¿Que no importa, dices? -Apartó la gris y áspera manta militar-. Es cierto, ¿verdad? Le querías. Es decir, le amabas. Él ha sido la única razón por la que… -Se cubrió los hombros con la manta de lana y le dio la espalda, dirigiéndose en la oscuridad hacia el teléfono-. ¿Mark? ¿Estás bien?

– Sé lo que me ocurrió durante la operación.

– Dímelo -le pidió ella, todavía soñolienta.

– Me morí. Fallecí en la mesa de operaciones, y ninguno de los médicos se dio cuenta.

– Vamos, Mark… -replicó Karin con un hilo de voz y en tono suplicante.

– Eso aclara muchas cosas que no tienen sentido. Por qué todo me parecía tan… lejano. Me resistía a la idea porque… bueno, era evidente que alguien se daría cuenta, ¿no?, de que no estaba vivo. Entonces lo comprendí: ¿Cómo iban a saberlo? Quiero decir, que si nadie se percató de ello… en fin, se me acaba de ocurrir, ¡a mí, que soy el que está en medio de todo!

Karin habló con él mucho rato, y si al principio razonaba, luego se mostró irracional y tan solo trató de consolarle. Mark era presa del pánico; no sabía cómo estar «adecuadamente muerto». Afirmaba que había echado a perder la transición («He desordenado la baraja») y que ahora no parecía haber manera de hacer que las cosas volvieran a la secuencia apropiada.

– Voy a verte ahora mismo, Mark. Resolveremos esto juntos.

Él se rió, como solo los muertos pueden reír.

– No te preocupes. Pasaré de esta noche. Aún no he empezado a pudrirme.

– ¿Estás seguro? -insistió ella-. ¿Seguro que estarás bien?

– Peor que muerto no puedes estar.

Ella tenía miedo de colgar el aparato.

– ¿Cómo te sientes?

– Bien, de veras. Mejor de lo que me sentía cuando aún creía que estaba vivo.

De regreso en el dormitorio, Daniel sostenía abierto uno de los libros de neurociencia que Karin siempre estaba sacando de la biblioteca pública.

– Lo he encontrado -dijo al cabo de un rato-. Se trata del síndrome de Cotard.

Ella extendió la manta de lana gris sobre la cama, se acostó y se cubrió con ella. Lo había leído todo al respecto, se había pasado un año explorando cada uno de los horrores que permitía el cerebro. Otro delirio causante de errores de identificación, tal vez una forma extrema del síndrome de Capgras. La muerte no reconocida: la única explicación posible para sentirse tan alejado del prójimo.

– ¿Cómo es posible que se le haya declarado eso ahora? ¿Al cabo de un año? Precisamente cuando acaba de iniciar el tratamiento.

Daniel apagó la luz y se acostó al lado de Karin. Le puso la mano en el costado. Ella se estremeció.

– Tal vez se deba a la medicación -sugirió él-. Tal vez esté sufriendo alguna clase de reacción.

Ella se volvió para mirarle en la negrura.

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