– No comprendes. Jamás quise que pensaras…
– Oye, ten relaciones sexuales con quien te parezca. Solo se vive una vez, en general. -Y entonces, sin ninguna transición, pisaron de nuevo el camino trillado-. Pero ¿puedo preguntarte por qué ella? No me malinterpretes. No tengo nada que reprocharle. Por lo menos, aún no me ha hecho daño, pero… esto no tiene nada que ver conmigo, ¿no es cierto?
Daniel intentó decírselo, decirle por qué ella. Porque con ella no tenía que ser nadie más que quien siempre había sido, porque estar con ella le procuraba una sensación de familiaridad, como la de volver a casa.
Mark echó por tierra la explicación.
– Eso pensaba. ¡La estás utilizando en lugar de mi hermana! Dormir con ella te recuerda a Karin, los viejos tiempos. Sí, tío, el recuerdo. Cada vez que lo haces, disfrutas tirándote al recuerdo, ¿eh?
– Así es -convino Daniel.
– Bien, pues eso es lo que tienes. Lo que sea con tal de pasar la noche. Pero no olvides que el amor viene y se va. Un día despiertas y te preguntas qué ha pasado. Supongo que no es necesario que te diga eso. Bueno, dime, ¿a qué has dedicado tu vida? -La risita que soltó entre dientes parecía el sonido de un afilador de herramientas accionado por una correa- En los últimos quince años. Dímelo en doscientas palabras o menos.
Daniel le hizo un resumen de sus actividades, maravillándose de lo poco que había cambiado desde la infancia y lo poco que realmente había conseguido en tan largo tiempo. Apenas podía oírse a sí mismo por encima del ruido del pasado.
Mark quería que le hablara del Refugio.
– ¿Es una especie de Dedham Glen para pájaros?
– Supongo que sí. Algo por el estilo.
– Bueno, eso no puede hacerme daño. Karin Dos dice que estáis luchando contra ese Disney World en el territorio de las dunas, esa especie de campamento para observadores de las grullas.
– Luchamos, sí, pero estamos perdiendo. ¿Qué te ha contado ella?
– Los técnicos de esos promotores han estado por aquí, husmeando. Me parece que se han fijado en mi casa, que pretenden requisarla.
– ¿Estás seguro? ¿Cómo puedes saber que eran de…?
– Un equipo de tíos con esos aparatos de agrimensor. Forasteros, de esos que pescan con dinamita.
Daniel se estremeció. Los promotores estaban realizando un estudio del impacto ambiental. La inversión de capital ya estaba en marcha.
– Escucha, Mark, ¿podríamos vernos? ¿Puedo ir a tu casa?
– Vaya. Para el carro, tío. Te lo dije hace mucho tiempo. No soy de esos.
– Tampoco yo lo soy -replicó Daniel.
– No, si está bien. Este es un país libre. -Mark hizo una pausa, pero no estaba alterado-. Dime una cosa, tú que sabes tanto de los pájaros. ¿Es posible adiestrar a una de esas aves para que espíe a alguien?
Daniel sopesó sus palabras.
– Las aves te sorprenderían. Las urracas pueden mentir. Los cuervos castigan a los individuos que engañan a los demás miembros de la bandada. Las cornejas hacen ganchos a partir de alambres rectos y los usan para sacar objetos de agujeros. Eso es algo que ni siquiera pueden hacer los chimpancés.
– De modo que seguir a la gente no sería un problema para esos pájaros.
– Bueno, no estoy seguro de cómo se conseguiría que se transmitieran la información.
– Bobo. Eso es lo más fácil. La tecnología, minúsculas cámaras inalámbricas y esas cosas.
– No sé -replicó Daniel-. No soy muy ducho en esas cosas. Nunca he sido muy bueno para distinguir entre lo posible y lo imposible. Por eso he terminado dedicándome a la conservación del medio ambiente.
– La cuestión es que no son solo… ya sabes, cabezas de chorlito, ¿no es así?
Daniel permaneció inmóvil al percibir el sonido, el Mark de diez años, el amor de su adolescencia que siempre se fiaba de la autoridad libresca de Daniel. Instintivamente habían entrado en la cadencia olvidada.
– Resulta que sus cerebros son mucho más potentes de lo que la gente siempre ha creído. Tienen mucha más corteza, pero con una forma distinta a la nuestra, por lo que no podemos verla. No hay duda de que son capaces de pensar y de ver pautas. Hay quien ha adiestrado a palomas para que distingan un Seurat de un Monet.
– ¿Corteza? ¿Quiénes son esos a los que pueden distinguir?
– Los detalles no tienen importancia. ¿Por qué me lo preguntas?
– Es una idea que se me ocurrió hace meses. Pensé que… podrías estar siguiéndome. Tú y tus pájaros. Pero eso es demencial, ¿verdad?
– Bueno -replicó Daniel-. He oído cosas más demenciales.
– Ahora comprendo que, si alguien me sigue, es el otro bando. Esa gente del puesto de avanzada natural. Y en realidad no van a por mí. A nadie le importa un carajo que yo viva o muera. Probablemente lo único que desean es mi finca.
– Me encantaría hablar contigo de esto -dijo Daniel, utilizando un delirio para perseguir otro.
– Bueno, tío. Tal vez solo estoy confuso. No puedes imaginarte por lo que he pasado. Un jodido accidente, este mes hará un año. Todo empezó entonces.
– Lo sé -replicó Daniel.
– ¿Viste el programa?
– ¿El programa? No. Te vi a ti.
– ¿Me viste? ¿Cuándo fue eso? No me tomes el pelo, Daniel, te lo advierto.
Daniel le explicó que le había visto en el hospital. Al comienzo, cuando Mark aún no se había recuperado.
– ¿Fuiste a verme? ¿Por qué?
– Estaba preocupado por ti.
Todo ello era cierto.
– ¿Me viste? ¿Y yo no te vi?
– Aún te encontrabas en muy mal estado. Me viste, pero… te asusté. Creíste que era… no sé lo que pensaste.
La imaginación de Mark alzó el vuelo; los fragmentos de palabras se dispersaron como faisanes asustados por un disparo. Sabía quién había pensado que era Daniel. Alguien más le había visitado en el hospital. Alguien que dejó una nota. Alguien que había estado allí aquella noche, en la carretera North Line.
– ¿No viste el programa? De televisión, tío. Tuviste que verlo.
– Lo siento. No tengo televisor.
– Cielos, me había olvidado. Vives en el puto reino animal. Déjalo, no importa. Si pudiera ver el aspecto que tienes ahora… tal vez lo recordaría… recordaría quién pensé que eras. El aspecto que tiene la persona que me encontró.
– Me encantaría. Sí… me gustaría de veras. ¿Qué te parece si fuera a verte algún día…?
– Ahora -replicó Mark-. ¿Sabes dónde vivo? ¿Lo que estoy diciendo? Puede que el Refugio de las Grullas también quiera liberar mi casa.
Daniel llamó a la puerta de la casa prefabricada y, cuando abrieron, se encontró ante un hombre al que no habría identificado si se hubiera cruzado con él en la calle. Mark tenía el pelo largo y enmarañado, como nunca lo había llevado. Había engordado diez kilos en los últimos meses, un peso que había sorprendido al menudo cuerpo de Mark tanto como sorprendía a Daniel. Lo más extraño de todo era su cara, como conducida por un piloto al que desconcertaran los mandos. Ahora remotos pensamientos movían aquellos músculos. Sus ojos miraban fijamente a Daniel, en el umbral de su casa un gélido día de febrero.
– El chico naturalista -dijo Mark, un poco escéptico, tratando de determinar en qué radicaba la gran diferencia. Por fin cayó en la cuenta-. Te has hecho mayor.
Le hizo pasar y Daniel se quedó en medio de la sala de estar. Mark le miraba atentamente. No podía contener las lágrimas, pero su mirada mantenía la concentración, como un cliente que examinara los ingredientes relacionados en la etiqueta de una marca extraña. Daniel permanecía inmóvil, tembloroso. Al cabo de un rato considerable, Mark sacudió la cabeza.
– Nada -dijo-. No me viene nada. -Daniel hizo una mueca extraña, hasta que se dio cuenta. Mark no se refería a quince años, sino a diez meses-. Eso nunca vuelve, ¿verdad? Las cosas nunca son lo que fueron. Probablemente ni fueron lo que fueron, ni siquiera cuando lo fueron. -Se echó a reír, una risa que parecía algodón envuelto en alambre espinoso-. No importa. En el pasado fuiste el chico naturalista, y eso me basta. Es un placer conocerte, hombre naturalista. -Abrazó a Daniel, como si atara las riendas de un caballo a un poste. El abrazo terminó antes de que Daniel pudiera devolverlo-. Perdona las tonterías históricas, tío. Un montón de tiempo y de inquietud desperdiciados, y ahora ni siquiera puedo recordar cuál era el problema. Bueno, no quería que me manosearas las partes pudendas. Eso no significa que tuviera que darte una paliza.
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