Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– ¿Qué, has…? -le preguntó, todavía soñolienta.

Un viejo código entre ellos: «¿…dormido bien?».

Y, sí, él hizo un gesto de asentimiento y le devolvió la sonrisa. Durante toda su vida había dormido bien.

* * *

La Navidad llegó y pasó, y seguía sin aparecer ningún ángel. Decenas de personas telefonearon después de la emisión, todas ellas con teorías, pero ninguna con una información útil. Cuando incluso el programa Crime Solvers le decepcionó, Mark le dijo abiertamente a Karin que ahora tenía una idea bastante precisa de lo que pasó realmente aquella noche. Cualquier ambicioso proyecto comercial de transformar la región requería ante todo transformar a los habitantes de la región. Cuando ella le pidió que se explicara, él replicó que usara la cabeza y lo dedujera por sí misma.

El día de Año Nuevo, al anochecer, el especialista Thomas Rupp, del 167.° Regimiento de Caballería (los Soldados de la Pradera), apareció en la entrada de la Homestar. Se había quitado la guerrera de su uniforme de camuflaje de tres colores, y acababa de regresar a la ciudad tras los ejercicios con la unidad. Mark miró por la sucia ventana al oscuro jardín, pensando que las fuerzas paramilitares habían llegado con el propósito de requisar su casa, en connivencia con aquel nuevo proyecto del puesto de avanzada natural.

El especialista Rupp estaba en el umbral de Mark, tocando conjuntos de tres notas iguales sobre el material que imitaba la madera de la puerta principal. La sintonía de un programa de la televisión pública sobre ferias de antigüedades se filtraba por las ventanas.

– ¿Qué pasa, Gus? Abre, tío. No puedes estar cabreado con nosotros eternamente.

Mark estaba al otro lado de la puerta, blandiendo una llave de mordazas para tubería que medía noventa centímetros. Al percatarse de quién era, dijo a través de la fina puerta:

– Vete. No eres bien recibido.

– Hombre, Schluter, anda, abre la puerta. Aquí afuera no se está bien que digamos.

La temperatura era de seis grados bajo cero y la visibilidad no llegaba a tres metros. El viento convertía la nieve seca en polvo en una tormenta de arena blanca. Rupp estaba temblando, lo cual no hizo más que convencer a Mark de que se trataba de una trampa, porque nada helaba jamás a Rupp.

– Tenemos que aclarar algo, tío. Déjame entrar y hablaremos.

Para entonces la perra estaba histérica, gruñía como un lobo y daba saltos de un metro en el aire, dispuesta a abalanzarse por la ventana y atacar a quien fuese para proteger a su amo. Mark no podía oírse pensar.

– ¿Aclarar qué? ¿El hecho de que me hayas mentido? ¿El hecho de que hicieras que me saliera de la carretera?

– Déjame entrar y hablaremos. Aclararemos esto de una vez por todas.

Mark golpeó la puerta con la llave, confiando en asustar al intruso. La perra se puso a aullar. Rupp gritó una blasfemia para que Mark reaccionase y cesara en su actitud. La vecina de al lado, una procesadora de datos jubilada que servía comidas a los sin techo en la iglesia católica de Kearney, abrió su ventana y amenazó con arrojarles una bomba incendiaria. Los dos hombres siguieron intercambiando gritos, Mark exigiendo explicaciones y Rupp exigiendo que le dejara entrar porque se estaba muriendo de frío.

– Abre la jodida puerta, Gus. No tengo tiempo para esto. Me han llamado. Servicio activo. Pasado mañana me voy a Fort Riley, tío, y luego a Arabia Saudí, en cuanto me suelten de la cadena.

Mark dejó de gritar y acalló al perro durante el tiempo suficiente para preguntarle:

– ¿Arabia Saudí? ¿Para qué?

– Las Cruzadas. El Armagedón. George contra Saddam.

– Qué creído te lo tienes. Sabía que te lo tenías muy creído. ¿De qué le servirá eso a nadie?

– Segundo asalto -replicó Rupp-. Esta vez va en serio. Iremos a por los cabrones que derribaron las Torres Gemelas.

– Están muertos -objetó Mark, más a la perra que a Rupp-. Murieron en el impacto, en una gran bola de fuego.

– Hablando de muerte… -Rupp pisoteaba el suelo y gañía de frío-. Voy vestido para un clima tropical y aquí hace una temperatura polar, Gus. ¿Vas a dejarme entrar o quieres matarme? -Difícil pregunta. Mark no respondió-. De acuerdo, tío. Abandono. Tú ganas. Habla de ello con Duane. O espera a que yo vuelva. Esta confrontación terminará enseguida. En una semana esos matones se habrán llevado su merecido. El Día de la Bandera, Rupp el matarife estará de regreso y seguirá con la carnicería. El día de tu cumpleaños te llevaré de pesca. -La casa siguió en completo silencio. Rupp retrocedió hacia la gélida tormenta de arena-. Habla con Duane. Él te explicará lo que ocurrió. ¿Qué quieres que te traiga de Irak, Gus? ¿Uno de esos gorritos blancos? ¿Un rosario? ¿Un pozo petrolífero en miniatura? ¿Qué puedo traerte? Solo tienes que decírmelo.

Rupp había desaparecido ya en su camioneta cuando Mark gritó:

– ¿Qué quiero? Quiero que vuelva mi amigo.

El Día de la Marmota, que caía en domingo, Daniel Riegel telefoneó a su amigo de la adolescencia. Durante quince años no habían tenido ningún contacto; solo se habían visto alguna vez desde lejos y, en cierta ocasión, se encontraron en un supermercado y pasaron uno al lado del otro sin decirse nada. A Daniel le temblaban las manos mientras marcaba el número. Colgó una vez, y entonces se obligó a empezar de nuevo.

Karin le había contado la visita que hizo con su hermano aquella tarde a la casa abandonada de los Schluter, una casa que Daniel recordaba tan bien como la suya propia. Algo se había desmoronado en ella cuando le expuso lo que Mark le había revelado. «Querías a mi hermano, ¿verdad?» Claro que le quería. «Me refiero a que le amabas.» Karin lo había pensado todo muy a fondo, evaluando a Daniel como si no tuviera nada que ver con él.

No tenía ni idea de qué diría si Mark Schluter se ponía al aparato. Ya no importaba lo que dijera, mientras dijese algo.

– ¿Diga? -gritó una voz en el otro extremo de la línea.

– ¿Mark? Soy yo, Danny. -Su voz parecía la de un pubescente, entre soprano y barítono bajo. Mark no dijo nada, por lo que Daniel prosiguió con absurda naturalidad-: Tu viejo amigo. ¿Qué tal van las cosas? ¿Qué has estado haciendo? Ha pasado mucho tiempo.

Por fin Mark rompió su silencio.

– Has hablado con ella, ¿verdad? Claro que sí. Es tu mujer, tu amante, lo que sea.

La voz de Mark oscilaba entre el desconcierto y la turbación. ¿Por qué la gente tenía que hablar de él a sus espaldas? ¿Qué demonios les importaba? Eso era un misterio que rebasaba su comprensión y ante el que solo podía guardar silencio.

Con palabras entrecortadas, Daniel se refirió a los malentendidos del pasado, le dijo que se le cruzaron los cables y que su deseo de experimentar le salió mal. Debería haberle dicho que no fue lo que él pensaba y que nunca debería haberle propuesto lo que le propuso. Mark seguía callando, como lo había hecho durante quince años.

– Escucha -le dijo finalmente-. Me tiene sin cuidado que seas gay. Es una tendencia que en la actualidad está de moda. Ni siquiera me importa que los animales te gusten más que la gente. A mí me ocurriría lo mismo, si no fuese humano. Pero ándate con cuidado. Sé que esta es una ciudad universitaria, pero sal a las afueras y te sorprenderás.

– Tienes razón en eso -replicó Daniel-. Pero te equivocas conmigo.

– Muy bien, lo que tú digas. No importa. Olvídalo, entiérralo. El pequeño Danny… y el joven Markie. ¿Recuerdas a esos dos?

Daniel tardó un momento en decidirse.

– Creo que sí -respondió.

– Estoy seguro de que no. Ni idea de quiénes fueron. Dos mundos diferentes. ¿A quién le importa?

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