Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Karin retrocedió. Comprobó la distancia hasta el coche. Él era capaz de cualquier cosa. Algo básico en el fondo de su ser pugnaba por salir al exterior.

Pero Mark se apoyó de nuevo en la puerta ladeada y alzó las palmas.

– De acuerdo, déjalo correr. Escúchame. Te he pedido que me acompañaras aquí por una razón. Siento haberte engañado, pero estos son tiempos de guerra. Hay algo que he de solucionar de una vez por todas. No estoy seguro de quién te manda o de qué lado estás realmente. Pero sé que me ayudaste cuando estaba mal. Aún no estoy seguro de por qué, pero nunca lo olvidaré. -Echó la cabeza atrás y contempló el cielo color cáscara de huevo-. Bien, digámoslo de esta manera. En la medida en que recuerdo algo, recordaré eso. No sé cómo sabes lo que sabes, pero está claro que, más o menos, tienes toda la base de datos de mi hermana. La han descargado, te la han impreso o algo por el estilo. Sabes más cosas acerca de mí de las que yo mismo sé. Eres la única persona que puede responderme a esto. No tengo más alternativa que confiar en ti, así que no me jodas, ¿de acuerdo? -Se puso en pie y se apartó tres metros de la casa, el ángulo suficiente para señalar la ventana de su antiguo dormitorio-. ¿Recuerdas a aquel tipo?

Ella logró hacer un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Algo en tus bancos de memoria. ¿Quién era, cómo creció, qué fue de él? ¿Qué llegó a ser?

Ella trató de asentir una vez más, pero no pudo. Mark no se dio cuenta. Miraba la ventana de su habitación de niño, esperando que la prueba bajara por una larga cuerda hecha con la funda de la almohada y una sábana.

Mark se volvió y la tomó por los hombros como si fuese la mensajera de Dios.

– ¿Recuerdas bien a Mark Schluter por esta época del año pasado? Digamos diez o doce días antes del accidente. Necesito saber qué piensas, dado el conocimiento sobre ese individuo que imprimieron en tu mente… si crees que podría haberlo hecho… a propósito.

Ella notó un zumbido apagado en la cabeza.

– ¿Qué quieres decir, Markie?

– No me llames así. Ya sabes lo que te estoy preguntando. ¿Intentaba acabar con mi vida?

A Karin se le contrajeron las entrañas. Sacudió la cabeza con tal brusquedad que el cabello le azotó la cara.

Él la escrutó, buscando signos de traición.

– ¿Estás segura? ¿Estás del todo segura? ¿No había hecho nada anteriormente? ¿No estaba deprimido? Porque eso es lo que estoy pensando. En la carretera, delante de mí, había algo. Sí, recuerdo que había algo en la carretera. Era blanco. Tal vez el coche que venía de frente y que me cortó el paso. Claro que también podría haber sido la persona que me encontró, la que escribió la nota y cambió el curso de mi vida. Porque, ¿sabes?, tal vez yo estaba allí tratando de volcar, de poner fin a la historia. Y alguien me lo impidió.

Las objeciones se plantearon antes de que ella pudiera pensarlas. Mark no había presentado ningún síntoma de depresión. Tenía su trabajo, sus amigos y su nuevo hogar. Si se hubiera propuesto hacer una cosa así, ella lo habría sabido… Pero lo cierto era que había sospechado esa posibilidad, que muy pronto le había pasado por la mente, cuando él estaba en el hospital, e incluso había vuelto a pensarlo aquella misma mañana.

– ¿Estás segura? ¿No hay nada en los recuerdos implantados de mi hermana que pudiera apuntar hacia impulsos suicidas? De acuerdo. He de creer que no me mentirías en una cosa así. Vamos. Llévame a casa.

Regresaron al coche, y él se acomodó en el asiento del pasajero. Karin puso el motor en marcha.

– Espera un momento -le pidió Mark.

Bajó del vehículo, corrió al destartalado porche y arrancó el letrero de «PROHIBIDO EL PASO». Corrió de nuevo al coche y, una vez dentro, miró fijamente la carretera sin volver la vista atrás.

Karin le llevó a casa, la distancia entre ellos aumentando conforme avanzaban. Ella titubeó de nuevo respecto a la decisión de administrarle la olanzapina. Ahora le gustaba Mark, por lo menos un poco. Mejor aún, a él le gustaba lo que ella había sido. Sabía cómo volvería a ser si se curaba. Quizá Mark estuviera mejor tal como estaba ahora, quizá estar bien significaba algo más que cordura oficial. El Mark de antes seguramente habría dicho lo mismo. Pero, cediendo a la razón, Karin le dijo que necesitaba ver de nuevo al doctor Hayes.

– Han descubierto algo, Mark, un medicamento que podría contribuir a la solución del problema. Te haría sentir un poco más… equilibrado.

– Estar equilibrado sería muy útil en estos momentos. -Pero en realidad no la escuchaba. Estaba mirando a la derecha, hacia el río, el futuro puesto de avanzada natural, el lugar de su accidente-. ¿Salvar a las aves, dices? -Asintió estoicamente ante la absoluta insensatez de la especie humana-. Salvar a las aves y matar a la gente.

Encendió la radio del coche. Estaba sintonizada en una emisora especializada en ecologismo militante que ella escuchaba por el placer de confirmar sus temores más profundos. El presidente había ordenado que medio millón de soldados se vacunaran contra la viruela. Ahora los radioyentes llamaban para dar consejos para protegerse ante la inminente propagación de la enfermedad.

– Guerra biológica -canturreó Mark. Se volvió, con una incomprensión absoluta en el semblante-. Ojalá hubiera nacido sesenta años antes.

Estas palabras desconcertaron a Karin.

– ¿Qué quieres decir, Mark? ¿Por qué?

– Porque de haber nacido sesenta años antes, ahora estaría muerto.

Llegaron a la urbanización River Run y Karin detuvo el vehículo ante la casa.

– Pediré una cita con el doctor Hayes. ¿De acuerdo, Mark? ¿Mark? ¿Me has oído?

Él salió de la neblina que le envolvía, vacilante, el pie derecho fuera del coche.

– Lo que tú digas. Pero hazme un pequeño favor, ¿quieres? Si mi auténtica hermana aparece alguna vez… -Se tamborileó en la frente con dos dedos-. ¿Crees que aún podrás tenerme un poco de afecto?

* * *

«El yo se presenta como completo, volitivo, encarnado, continuo y consciente.» O así lo escribió Weber en Un kilo y pico de infinito. Pero incluso entonces, antes de que supiera nada, sabía cómo fracasaría cada uno de esos requisitos previos.

Completo: el trabajo de Sperry y Gazzaniga con pacientes de comisurotomía partió esa ficción por la mitad. Epilépticos a los que se había cortado el cuerpo calloso, como último recurso para tratar su enfermedad, acabaron por habitar dos hemisferios cerebrales distintos, sin conexión. Dos mentes divididas en el mismo cráneo, la derecha intuitiva y la izquierda modeladora, cada hemisferio utilizando sus propios preceptos, ideas y asociaciones. Weber había observado las personalidades de las dos mitades cerebrales de un sujeto puestas a prueba de manera independiente. La izquierda afirmaba creer en Dios y la derecha se manifestaba atea.

Volitivo: en 1983, Libet demostró la falsedad de esta creencia, incluso en las funciones cerebrales básicas. Pidió a los sujetos que observasen un reloj que contaba microsegundos y, cuando decidieran alzar un dedo, tomaran nota. Entretanto, unos electrodos registraban el potencial de preparación e indicaban la actividad iniciadora del movimiento muscular. La señal empezaba un tercio de segundo antes de la decisión de mover el dedo. El nosotros que efectúa la volición no es el que creemos que somos. Nuestra voluntad era uno de esos personajes secundarios de comedia clásica: el chico de los recados que se cree el director general.

Encarnado: pensemos en la autoscopia y la experiencia extracorporal. Unos neurocientíficos de Ginebra llegaron a la conclusión de que los acontecimientos eran consecuencia de disfunciones paroxísticas cerebrales de la confluencia temporoparietal. Una pequeña corriente eléctrica en el lugar apropiado de la corteza parietal derecha bastaba para hacer flotar a cualquiera hasta el techo y mirar su cuerpo abandonado allá abajo.

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