– Dios mío. ¿Es posible tal cosa? Debemos ponerle de nuevo bajo observación. Es lo primero que hemos de hacer por la mañana. -Daniel se mostró de acuerdo. Ella se sumió en sus pensamientos-. Mierda -dijo al cabo de un rato-. Santo cielo. ¿Cómo es posible que se me haya olvidado?
– ¿Cómo? ¿De qué me estás hablando?
Daniel trató de masajearle los hombros, pero ella se apartó.
– El accidente. Hoy se cumple un año. Se me había ido de la cabeza por completo. -Permaneció tendida e inmóvil, fingiendo dormir durante cerca de una hora. Entonces se levantó-. Voy a tomar un somnífero -susurró.
– No hagas eso a estas horas -replicó él.
Karin fue al baño y cerró la puerta. Tardaba tanto en volver que él acabó por seguirla. Llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. La abrió. Ella estaba sentada en la tapa de la taza, mirándole furibunda, incluso antes de que Daniel entrara.
– ¿Le has visto? ¿Has hablado con él? Y no me lo has dicho. Es él quien te importa, ¿verdad? Yo no soy más que su hermana, ¿no es cierto?
El doctor Hayes examinó a Mark, con desconcierto pero fascinado, y le escuchó atentamente.
– No digo que sea una maniobra de encubrimiento. Tan solo estoy diciendo que nadie se dio cuenta. Usted puede saber cómo podría haber sucedido. Pero créame, doctor, jamás me había sentido así cuando estaba vivo.
El médico programó un nuevo escáner para la primera semana de marzo. Mark, extrañamente complaciente, se fue a ver a los técnicos del laboratorio.
– No puede ser la medicación -le dijo Hayes a Karin-. No hay ningún ejemplo de un comportamiento así en la literatura especializada.
– La literatura -repitió ella, como si todo fuese ficticio.
Notaba el entusiasmo del neurólogo, que imaginaba ya el artículo que publicaría sobre el nuevo giro de la enfermedad.
El diagnóstico de Cotard no cambió nada sustancial. Ahora que Mark había iniciado el tratamiento con olanzapina, el doctor Hayes insistió en que lo continuara sin saltarse ninguna dosis. ¿Podía Karin responsabilizarse de que su hermano siguiera estrictamente el tratamiento? No podía, pero lo haría. ¿Se sentía capaz de continuar supervisando a Mark, o preferiría internarlo de nuevo en Dedham Glen? Karin respondió que continuaría supervisándolo. No tenía alternativa, puesto que la cobertura del seguro no costearía la readmisión.
No podía permitirse incrementar las horas que pasaba en Farview. Ya no tenía suficiente tiempo durante la semana para dedicarse al Refugio. Lo que se iniciara como un trabajo inventado para ella, la obra caritativa de un hombre que quería tenerla cerca, se había vuelto real. Ya no se trataba siquiera de una actividad con sentido para ella, que la hiciera sentirse realizada. Aunque cualquiera a quien se lo hubiera dicho habría pensado que deliraba, ahora Karin lo sabía: el agua quería algo de ella.
En su desesperación, telefoneó a Barbara para pedirle que la sustituyera.
– Es solo por unos pocos días, hasta que la medicación haga efecto y mi hermano se recupere por fin.
Los objetivos de los cuidados habían cambiado. Ya no necesitaba que Mark la reconociera. Lo único necesario ahora era que él se creyera vivo.
– Por supuesto -respondió Barbara-. Estoy a tu disposición durante tanto tiempo como él necesite.
Karin sintió como una punzada la buena disposición de la mujer.
– En el Refugio estamos atravesando un período frenético -le explicó-. Las cosas están subiendo de tono con…
– Claro que sí -le dijo Barbara-. Probablemente alguien debería pasar allí la noche, porque supongo que en estos momentos las noches son difíciles para Mark.
Su voz revelaba que estaba dispuesta a llegar incluso tan lejos. Pero Karin se negó a pedirle tal cosa. Si ella no podía estar presente de noche, tampoco lo estaría Barbara.
Llamó a Bonnie, la única alternativa real. Le respondió la empalagosa voz del contestador automático («Me gustaría estar aquí para hablar personalmente contigo…»), aquella alegre voz de tiple que parecía el claxon de un Ford Focus que hubiera tomado estimulantes. Karin lo intentó dos veces más, pero fue incapaz de dejar un mensaje. ¿Te importaría pasar las noches en casa de mi hermano durante algún tiempo? Cree que está muerto. Incluso según los criterios de Kearney, eso era algo que debía solicitarse en persona. Finalmente, Karin fue a la Arcada, en un momento que coincidía con el turno de Bonnie. Karin aún no se había molestado en echar un vistazo a aquel complejo. Sesenta y cinco millones de dólares para convertir a sus bisabuelos en un canal temático de dibujos animados y engañar a la gente de paso hacia California que, al ver aquello reflejado en sus GPS, creían que había algo allí que merecía la pena ser visitado.
Karin pagó los 8,25 dólares que costaba la entrada, pasó ante las figuras de pioneros a tamaño natural y subió en el ascensor hasta la carreta cubierta, rodeada de gigantescos murales. Vio a Bonnie cerca de la choza de terrones herbosos, con su vestido de percal y su toca, hablando con un grupo de escolares con una curiosa voz de otros tiempos: una versión MTV de Ma Kettle. Al ver a Karin, Bonnie agitó briosamente un brazo y, en el mismo tono falsamente arcaico, gritó: «¡Hola!». Se apresuró a librarse de los escolares y se reunió con Karin junto a las figuras de indios pawnee, el percal al lado de la fibra ecológica Tencel.
– Está convencido de que se ha muerto y nadie se ha dado cuenta -le dijo Karin.
Bonnie se quedó pensativa, la nariz arrugada.
– ¿Sabes? En una ocasión yo también sentí eso.
– Escucha, Bonnie. ¿No podrías quedarte con él durante un tiempo? ¿En la Homestar? Solo unas cuantas noches.
Los ojos de la muchacha se agrandaron como los de un lémur.
– ¿Con Mark? ¡Pues claro que sí!
Respondió como si la misma pregunta fuese demencial. Y Karin comprendió que, una vez más, era la última en percatarse de cómo estaban las cosas.
Hicieron los arreglos necesarios. Las dos mujeres decidieron turnarse, mientras que Mark se mostraba indiferente a las medidas que se tomaban a su alrededor.
– Lo que tú digas -le dijo Mark a Karin cuando ella le contó lo que iban a hacer-. Deslómate hasta quedar fuera de combate. No puede dolerme. Ya no existo.
Sin embargo, la noche del primer lunes de marzo Mark reunió a Karin y Bonnie en la sala de estar de la Homestar para ver la última edición de Crime Solvers.
– Hoy he recibido una llamada que me ha espabilado -explicó, y no quiso decir nada más.
Se movía metódicamente, dándoles bebidas y bolsas de maíz tostado, e insistió en que las dos fuesen al lavabo antes de que empezara el programa. Karin le miraba, consciente de lo absurdo que era abrigar esperanzas.
Entonces, como si obedeciera a una orden, Tracey, la presentadora del programa, anunció:
– Ha ocurrido algo en el caso del que les hablamos hace unas semanas, el del hombre de Farview que…
En la pantalla, un granjero de Elm Creek, señalaba un hoyo en el límite de la extensión de césped delante de su casa. Cinco días antes, su esposa había descubierto unas sanguinarias que crecían dentro del macetero que él le había confeccionado con un viejo neumático que sacó del río en agosto, cuando el caudal estaba bajo.
– Verá, mi esposa y yo seguimos desde hace tiempo su programa, y cuando estaba allí, mirando aquel neumático, recordé el caso que ustedes habían contado y se me ocurrió preguntarme…
El sargento de la policía Ron Fagan explicó cómo habían recuperado los neumáticos y cómo los forenses los habían cotejado con las pruebas recogidas en la escena del crimen que tenían archivadas.
– Creemos que coinciden -dijo al mundo, un poco alicaído por estar hablando de investigaciones en bases de datos informáticas en lugar de persecuciones en coche patrulla a toda velocidad.
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