– Pero si el otro coche no se detuvo, ¿qué sentido tiene la nota? ¿Atribuirse el mérito después de haber abandonado la escena…?
– Tengo que dormir -le dijo ella.
Era demasiado tarde para llamar a Mark y Bonnie. De todos modos, no sabía qué decirles ni lo que podría asimilar su hermano.
A la mañana siguiente la despertó el sonido del teléfono. La habitación estaba inundada de luz y Daniel ya se había ido al Refugio. Ella se levantó con dificultad, todavía en las garras de un profundo sueño animal.
– Ya voy. Espera un momento, por favor. ¿Me estás controlando o qué?
Pero cuando se puso al aparato, la voz en el otro extremo de la línea era tenue y espectral.
– ¿Karin? Soy Bonnie. Está teniendo una especie de ataque, y no consigo que vuelva en sí.
* * *
Tenía que ser de nuevo el hospital. Un circuito de todo un año de regreso al lugar donde se encontraba por aquellos mismos días el mes de marzo anterior. Como un ser migratorio que no sabía hacer mejor las cosas. Mark Schluter de vuelta en el Buen Samaritano, no en el mismo pabellón, pero bastante cerca. Confinado en la cama, tras una cura de desintoxicación, 450 mg de olanzapina eliminados de su organismo.
Un muerto ha tratado de matarse: esa era la única manera en que podían encajar las piezas. Distónico cuando llegaron los enfermeros. Intubación y lavado gástrico, llevado a toda prisa al hospital para administrarle fluidos por vía intravenosa, control cardíaco y vigilancia por parte de un personal que se aseguraría de que no intentara marcharse.
Sale de su segundo coma, una mera sombra del primero. Cuando recupera la conciencia, rechaza todos los intentos de comunicarse, excepto para decir:
– Quiero hablar con el Loquero. Solo hablaré con el Loquero.
El doctor Hayes telefonea a Weber y le da la noticia. El neurocirujano recibe el informe como un veredicto, el fruto de su larga e interesada ambición. Llama a Mark enseguida, pero el joven se niega a hablar.
– Por teléfono no -le dice a la enfermera de turno. Todas las líneas telefónicas están pinchadas, todos los cables y los satélites-. Tiene que venir aquí en persona.
Weber realiza varios intentos más de ponerse en contacto, sin ningún resultado. Mark está fuera de peligro, al menos por ahora. Weber ya se ha ocupado del caso más allá de los límites de la corrección profesional. Su último viaje casi acabó con él. Si se involucra más, será el fin.
Pero algo en el neurocientífico comprende ahora: la responsabilidad es ilimitada. Los historiales clínicos de los que te apropias son tuyos. Si no hace nada, si rechaza la única petición del muchacho, si abandona ahora lo que ha hecho tan mal, entonces es sin duda aquello de lo que siempre le acusan sus voces más oscuras. Ha intentado matarse por mi culpa. No tiene más alternativa que volver. Un largo circuito para regresar al punto de partida. Así lo quiere el Director de la Gira.
No hay manera posible de decírselo a su mujer. Decírselo a Sylvie. Después de lo que ya le ha dicho, los motivos que aduzca, sean los que fueren, parecerán el peor de los autoengaños. Ella, que ahora no tendería una mano si Gerald Weber, célebre autor, manchillado santo de la comprensión neurológica, fuese quemado en efigie por falsa empatía: no hay forma posible de explicárselo.
Se prepara para la reacción de Sylvie, pero es inútil porque ella se lo toma mucho peor de lo que su marido había previsto. Se lo toma como una Casandra insensibilizada que ya adivina todo lo que él todavía no ha admitido.
– ¿Qué puedes hacer por él? ¿Algo que no está al alcance de los médicos de allí?
Le había formulado esa misma pregunta un año atrás. Él debería haberla escuchado entonces y debería escucharla ahora. Weber sacude la cabeza, su boca una ranura de buzón.
– No se me ocurre qué podría hacer por él.
– ¿Es que no basta con lo que ya has hecho?
– Ese es el problema. La olanzapina fue idea mía.
Como desfallecida, ella se deja caer en la silla del pequeño espacio donde desayunan. Pero aun así logra dominarse, y hay algo horrible en su fidelidad a la convención.
– Que se tomara de golpe la dosis de dos semanas no fue idea tuya.
– No. Tienes razón. Eso no fue idea mía.
– No me hagas esto, Gerald. ¿Qué estás demostrando? Eres un buen hombre. Eres tan bueno como válido. ¿Por qué no puedes creerlo así? ¿Por qué no puedes…?
Se levanta y da vueltas por la estancia. Espera a que sea él quien mencione el asunto. Ella le demuestra ese sombrío respeto, del todo inmerecido. Aceptará que esa mujer no es nada, que carece de importancia, hasta que él le diga lo contrario. Creerá en él, incluso sin confianza. Su marido debe decir algo, pero no puede adornar el hecho, ni siquiera rechazándolo.
Todo se reduce a la creencia. La creencia en una telaraña demasiado fina y efímera para engañar a nadie. Ese será el santo grial de los estudios sobre el cerebro: ver cómo decenas de miles de millones de puertas lógicas químicas, todas ellas centelleando y amortiguándose mutuamente, de alguna manera pueden crear la fe en sus propios circuitos fantasmales.
– Está sufriendo. Quiere hablar conmigo. Necesita algo de mí.
– ¿Y tú? ¿Qué necesitas?
Sus ojos le sondean implacablemente. Está como paralizada, empalidecida, afectada por su propia sobredosis.
Él trata de responderle lo mejor que puede.
– No me cuesta nada. Unas horas de vuelo, un par de días y unos cientos de dólares que salen de la cuenta de investigación. -Ella le mira sacudiendo la cabeza, lo máximo que puede aproximarse al escarnio-. Lo siento -añade él-. Necesito hacerlo. No soy un explotador ni un oportunista.
Ella ha permanecido a su lado, le ha prestado su apoyo, ha mantenido un difícil aplomo durante los últimos meses, mientras él se enfrentaba a su prolongada crisis profesional. Cada disminución de la confianza en sí mismo repercutía en el estado de ánimo de Sylvie.
– No -replica ella, esforzándose por conservar la serenidad, y se acerca a él. Sus manos trazan garabatos en su camisa-. Esto no me gusta, cariño. Está mal. Está todo muy embrollado.
– No te preocupes -replica él. Apenas ha pronunciado estas palabras, se percata de lo ridículas que son. El yo es una casa en llamas; sal mientras puedas. Ve a su mujer, la ve realmente, por primera vez desde que dejó de creer en su trabajo. Ve las arrugas bajo sus ojos y sobre el labio superior… ¿Cuándo ha envejecido? Ve en su mirada estremecida hasta qué punto él la asusta. Ella no puede entenderle. Le ha perdido-. No te preocupes.
La actitud de su marido indigna a Sylvie.
– ¿Qué diablos necesitas? ¿Necesitas al famoso Gerald? Que le zurzan al famoso Gerald. ¿Necesitas que la gente te diga…? -Ella se muerde el labio inferior y desvía la vista. Cuando habla de nuevo, lo hace como una locutora de noticiario-. ¿Verás a alguien mientras estés allí? -Pese a la palidez de su rostro, habla en un tono despreocupado-. ¿Alguna vieja amistad?
– No lo sé. Es una ciudad pequeña. -Y entonces, por la deuda contraída durante treinta años, se corrige-. No estoy seguro. Es probable.
Ella se aparta de él y se acerca al frigorífico. Ese movimiento práctico anonada a Weber. Sylvie abre el congelador y saca dos piezas de tilapia que descongelará para la cena. Lleva el pescado al fregadero y lo pone bajo el agua del grifo.
– Oye, Gerald -le dice, con una ociosa curiosidad, tratando de aceptar la situación, aunque eso es imposible-. ¿Podrías decirme al menos por qué?
Él se merece su furia, incluso la desea, pero no esta serena aceptación. Gerald: dime tan solo por qué. Para que vuelvas a tener un buen concepto de mí.
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