Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– Bueno, pues lo recuerdas mal. Confía en mí por esta vez.

– ¿Sí? ¿Confiar en ti? ¿Por esta vez? -Su cabeza es como una barca que cambia de dirección y orza-. ¿Y en qué más debería confiar en ti? Has dado información sobre mí, te has reído de mí durante meses engatusándome con tu dulce jodienda…

Ella gira sobre sus talones, dándole la espalda, y se tapa los oídos. A él se le contrae la mejilla derecha. Entrecierra los ojos y sacude la cabeza.

– ¿Vas a continuar negándolo, después de todo? ¿Nunca salió a relucir el nombre de ella en todas esas conversaciones secretas que tuviste con él? ¿Cuando os reuníais y le hablabas de nosotros y del Refugio?

Ella gime y empieza a desmoronarse. Él se levanta y se dirige hasta el fondo de la sala, alejándose de ella cuanto puede, sujetándose el codo y pellizcándose los labios, en espera de que ella se serene. Karin aspira hondo, poco a poco, esforzándose por calmarse, fingiendo que es como él.

– Creo que debería irme.

– Probablemente tengas razón -replica él, y sale de la casa.

Ella deambula por el apartamento mucho rato. Finalmente entra en el dormitorio y mete su ropa en una bolsa. Él volverá y la detendrá, escuchará su explicación. Pero ahora se ha ido, de la misma manera que su hermano está ido, ambos, de uno u otro modo, inalcanzables. Va a la cocina, coloca la comida en viejos envases de brotes de soja y los guarda en el frigorífico. Aturdida, se sienta en la tapa del inodoro e intenta leer uno de los libros de meditación de Daniel, un curso intensivo de trascendencia. Se sienta ante la puerta principal, sobre la bolsa en la que ha metido sus cosas. Él está en alguna parte, acechando, observando el edificio, esperando a que ella se vaya.

Cuando faltan veinte minutos para la medianoche, por fin telefonea a la amiga de su hermano.

– ¿Bonnie? Siento despertarte. ¿Podría dormir en tu casa? Solo una o dos noches. No tengo ningún sitio. Nada.

Gerald Weber detiene su tercer coche alquilado en Nebraska junto a un cajero automático. Le tiemblan las manos mientras saca mucho más dinero del que se proponía. Desde el aeropuerto, se dirige instintivamente a ese hotel del que ahora es cliente regular. «Bienvenidos, observadores de las grullas.» Solo que ahora el vestíbulo está lleno de personas robustas y mayores, con prendas de punto y provistas de guías y pequeños gemelos. Weber también lleva exceso de equipaje, pues se ha traído el triple de lo que normalmente llevaría en un viaje profesional, incluso el móvil y la grabadora digital, un hábito profesional que debería haber perdido meses atrás, junto con sus pretensiones profesionales. En el botiquín, aparte de las tiritas y material para coser, hay diez clases distintas de sustancias, desde gingko hasta dimetilaminoetanol.

Cierta vez estudió a un hombre, por lo demás sano, que creía que los relatos se convertían en realidad. La gente hablaba del mundo para hacerlo existir. Incluso una sola frase desencadenaba acontecimientos tan firmes como la experiencia. Viaje, complicación, crisis y redención: solo tienes que pronunciar las palabras para que adquieran forma.

Durante décadas, el caso obsesionó a todo el mundo. Weber escribió al respecto. Ese único delirio -los relatos se convierten en realidad- parecía el germen de la curación. Nos relatábamos a nosotros mismos hacia atrás, para establecer el diagnóstico, y hacia delante, para determinar el tratamiento. El relato era la tormenta en el núcleo de la corteza. Y no había mejor modo de llegar a esa verdad ficticia que por medio de las cautivadoras parábolas neurológicas de Broca o Luria, relatos de cómo incluso cerebros trastornados podían narrar el desastre de modo que adquiriese un sentido que permitiera vivir con él.

Entonces el relato sufrió un cambio. En algún momento, las herramientas clínicas reales hicieron que sus historiales médicos se redujesen a algo meramente pintoresco. La medicina creció. Instrumentos, diagnóstico por la imagen, test, métrica, cirugía, fármacos: no había espacio para las anécdotas de Weber. Y todas sus curaciones literarias se convirtieron en espectáculos circenses y paradas de monstruos góticos.

Cierta vez conoció a un hombre convencido de que contar los relatos de otros podría convertirles de nuevo en reales. Entonces, los relatos ajenos le rehicieron a él. Ilusión, pérdida, humillación, descrédito: bastaba con decir las palabras para que lo nombrado sucediera. El hombre en cuestión había surgido de relatos amañados. Era una pura invención de Weber. La historia y el reconocimiento médico eran mentira. Ahora el texto se aclara. Incluso el nombre del caso, Gerald W., parece el menos convincente de los seudónimos.

Está de pie junto a la cama de Mark, en busca de redención. El muchacho le suplica.

– ¿Por qué no venía, doctor? Creí que estaba muerto. Más muerto que yo. -Habla de una manera lenta y titubeante-. ¿Sabe lo que ha ocurrido? -Weber no le responde-. He intentado quitarme de en medio. Y, por lo que parece, tal vez no sea la primera vez.

Estas palabras hacen que Weber se siente en la silla junto a la cama.

– ¿Cómo te encuentras ahora?

Mark separa los codos, revelando el tubo del gotero inserto en su brazo derecho.

– Bueno, pronto empezaré a sentirme bien de veras, tanto si quiero como si no. Sí, van a ponerme en forma de nuevo. Seré el tercer Mark. ¿Sabe que están hablando de aplicarme electroshocks?

– Yo… -responde Weber-. Creo que debes de haberlo entendido mal.

– Sí, terapia electroconvulsiva. Muy suave, según me dicen. Saldré de aquí feliz como una lombriz. Como nuevo. Y no recordaré nada de lo que ahora sé, lo que he imaginado. -Agita la mano y aferra la muñeca de Weber-. Por eso tengo que hablar con usted. Ahora, mientras todavía puedo.

Weber toma la mano de Mark en la suya, sin que el muchacho se resista, tan desesperado está. Cuando habla, su tono es suplicante.

– Usted me vio no mucho después del accidente. Me sometió a pruebas y esas cosas. Hablamos de su teoría, la idea de la lesión, la zona posterior derecha que se separa de esa almendra. ¿La mídala?

A Weber le pasma que Mark lo recuerde. Él mismo había olvidado su conversación.

– La amígdala.

– ¿Sabe? -Mark retira su mano de la de Weber y finge una débil sonrisa-. Entonces, cuando me contó eso, estaba seguro de que había perdido el jodido juicio. -Aprieta los ojos y sacude la cabeza. El tiempo se está acabando. Pierde la percepción a causa de un cóctel químico que penetra gota a gota en las venas de sus brazos. No puede nombrar con precisión lo que necesita decir. Las señales de su esfuerzo recorren todo su cuerpo. Se debate por comprender lo que está casi al alcance de su mano-. Mi cerebro, todas esas partes divididas, tratando de convencerse unas a otras. Docenas de boy scouts perdidos que agitan unas linternas de mierda en el bosque por la noche. ¿Dónde estoy yo?

Weber podría contarle anécdotas. Los pacientes de automatismo, cuyos cuerpos se mueven sin conciencia. Las metamorfopsias, asoladas por naranjas del tamaño de pelotas de playa y lápices del tamaño de cerillas. Los amnésicos. El yo es un borrador hecho a toda prisa, confeccionado por un comité que intenta engañar a un joven editor para que lo publique.

– No lo sé -responde Weber.

– Bien, dígame ahora… -Mark se interrumpe, sumido en sus pensamientos, las facciones contraídas. Ninguna pregunta que se le pueda ocurrir merecería tamaña aflicción. Pero Weber ha volado dos mil kilómetros para escuchar esto. Mark baja la voz, la oculta-. ¿Cree que es posible…? ¿Puede estar uno confundido mentalmente y no tener la menor idea? ¿Y seguir sintiéndose como siempre…?

Weber quiere decirle que no es posible. Que es cierto. Obligatorio.

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