Cuando oscurece, se ocultan en un hoyo de observación de aves abandonado. Se sientan en una lona impermeabilizada que ella guarda en el maletero, Karin todavía con el vestido de seda verde, él con chaqueta y corbata. Le ha llevado a una zona de observación que solo conocen los nativos, un terreno particular pero deshabitado, un lugar secreto en el que entran ilegalmente. Hace frío en el hoyo, el campo a su alrededor está cubierto de cañas marrones de maíz del año pasado y grano desperdiciado. Más allá del campo serpentean las arenosas orillas del río. Unas pocas aves empiezan a congregarse. Ella une las manos ante su cara, como una niña que aprendiera a rezar. El contempla el agrupamiento de aves a cien metros de donde se encuentran, y entonces la mira a ella. ¿Es esto? ¿El espectáculo mítico?
Karin sonríe y sacude la cabeza ante la duda de Weber. Le roza el hombro: espera, dice el gesto. En estos parajes la vida es larga. Más larga de lo que piensas. Más larga de lo que puedes pensar.
Por un momento, en la fría oscuridad, él se siente estimulado. El cielo pasa de melocotón a granate y a rojo sangre. Un hilo ondea a través de la luz: una bandada de grullas que vuelven a casa desde ninguna parte. Emiten un sonido, prehistórico, demasiado fuerte y expansivo para su tamaño corporal. Un sonido que él recuerda desde antes de haberlo oído.
Él y la mujer se agazapan en el hoyo. El frío hace estremecer la espina dorsal de Weber. Otra hilera desciende en el aire inmóvil, y luego otra más. Las hileras de aves se dan alcance y se unen, como un paño deshilachado que volviera a juntarse. Aparecen hileras desde todos los puntos cardinales, el cielo carmesí entreverado de venas negras. Las alas se ladean y dan bandazos, se deslizan o enderezan de nuevo, antes de moverse otra vez como un lento ciclón. Pronto el cielo se llena de afluentes, un río de aves, un Platte reflejado que serpentea por el cielo y que grita en toda su extensión.
Las aves son enormes, mucho mayores de lo que él imaginaba. Baten las alas lentamente, las largas plumas primarias arqueándose a considerable altura por encima del cuerpo, para descender bastante por debajo, un chal vuelto a colocar constantemente sobre unos hombros olvidadizos. Con los cuellos estirados mientras las patas penden detrás y, en el centro, el ligero abultamiento del cuerpo, como un juguete infantil suspendido entre cordeles. Un ave aterriza a seis metros del hoyo. Sacude las alas, cuya envergadura supera la altura de Weber. Detrás de esta, se posan varios centenares más. Y su presencia en este campo privado solo es un espectáculo secundario, en absoluto comparable a las apoteosis de los refugios más vastos. Los gritos se concentran y resuenan, un solo coro desafinado y sin oído musical que se extiende a lo largo de kilómetros en todas las direcciones, de regreso al pleistoceno.
Weber piensa que Sylvie debería ver esto. Es el pensamiento más natural del mundo. Sylvie y Jess. No Jess, sino Jessie, a los ocho o nueve años, cuando una ciudad de aves la habría asombrado. ¿Había estado él alguna vez unido a aquella niña? ¿Mereció aquella chiquilla que se formó a sí misma un padre más sensible?
Las hileras de aves se deslizan hacia el suelo. Su elegancia al volar se convierte en un paso tambaleante cuando se posan en tierra. La pérdida de gracia sería cómica si no resultara tan penosa. Un millar de grullas flotantes sucumben a la gravedad. Ven a los seres humanos y siguen adelante, sumidas en el presente que serpentea continuamente. Durante tanto tiempo como han existido praderas y riberas arenosas y la idea de que este es un lugar seguro, las aves se han reunido en este trecho del río. En este siglo se alimentan en los campos de maíz. El próximo siglo tendrán que conformarse con los restos que este lugar aún pueda aportarles.
El gélido suelo deja aterido a Weber. Se sobresalta al oír la voz de Karin, como procedente de un lejano planeta.
– ¡Mire! Esa de ahí.
Alza la cabeza para ver. Es él, en la sala de baile junto a la carretera, al lado de Barbara Gillespie, experimentando una desacostumbrada alegría física. La grulla danza, con una extraña intencionalidad. Arroja ramitas al aire. Junta los extremos de las alas, formando una capucha, y se retuerce como un rapero. Entonces el ave y su pareja adoptan una actitud de alerta, los cuellos extendidos, los ojos fijos en algo invisible a lo lejos, los picos paralelos, estampando su firma en el aire. Se alternan y luego se sincronizan, entrelazando sus llamadas al unísono.
Weber encuentra algo en la pareja de aves que hacen piruetas, alguna pista de su propia disolución. Y entonces, gracias a una telepatía trivial, algo que incluso la ciencia podría explicar, ella lee sus pensamientos.
– ¿Por qué ha vuelto? ¿Lo ha hecho por Mark? ¿O por ella? -Él ni siquiera puede hacerse el tonto. La sonrisa de Karin se vuelve burlona-. Todo el mundo lo vio. Era evidente.
– ¿Qué es lo que vieron?
No pueden haber visto nada. Él acaba de verlo ahora. Pero incluso su lenta ciencia converge en lo evidente: la primera persona es siempre la última en saber.
Cuando ella le habla es como si lo hiciera con alguien que está ahí afuera, en el campo.
– Dice Daniel que ella le llamó. Hace un año, antes del accidente de Mark. Le hizo toda clase de preguntas acerca del Refugio. Dice que es una espía, una investigadora que trabaja para los promotores. ¿Le parece demencial? ¿Como una de las teorías de Mark?
Él le daría alguna respuesta si pudiera. Algún pensamiento cruzaría por su mente, e incluso lo expresaría, pero tiene la sensación de que las palabras son como losas inamovibles bajo las que se ve forzado a la mudez.
Ella le escruta, ambos en papeles cambiados, Karin la doctora y Weber el paciente.
– A usted le ha pasado algo.
– Sí -responde él.
Ve ese algo, miles de ejemplares, deambulando por los campos, a un susurro de distancia.
Ella cierra los ojos y se tiende en el suelo helado. Weber se tumba a su lado, de costado, la cabeza apoyada en el brazo doblado. La mira, contempla el campo abierto que es Karin, con los últimos flecos de luz ambarina extinguiéndose, buscando a la mujer de un año atrás. Ahora ella le devuelve la mirada.
– No sé qué necesitaba de usted. Cuando le escribí acerca de Mark. No sé qué necesitaba de él. De nadie.
Agita la mano ante la evidencia condenatoria, el campo repleto de aves. ¿Qué puede ser realmente necesario?
Desvía la mirada, cohibida. Se yergue y señala a una pareja cercana: dos aves grandes y agitadas que caminan con las alas extendidas, emitiendo sonidos. La melodía de una de ellas es como un toque de corneta, cuatro notas de sorpresa espontánea. Su pareja recoge el motivo y lo acompaña. El sonido hiere a Weber: la creación hablando consigo misma, dejándole al margen. Una charla auténtica, que nadie, excepto una grulla, es capaz de descodificar. La pareja parlante se calla y rastrea el terreno en busca de pruebas. Podrían ser detectives o científicos. La vida incomunicable, incluso para la vida.
Weber mira a la mujer, los surcos de su rostro reflejando el mismo pensamiento, como si él lo hubiera puesto ahí: ¿Qué se sentirá siendo un pájaro?
– Allí -dice ella, señalando con la cabeza a la pareja que camina- A eso es a lo que se refiere Mark. -Se le ensanchan las fosas nasales, enrojecidas y húmedas. Sacude la cabeza, incrédula-. Se desprendían de sus alas para convertirse en nosotros. O nosotros nos desprendíamos de nuestra piel para irnos con ellas. Es el relato más antiguo del libro. -Mira el perfil de Weber, pero cuando él vuelve la cabeza hacia ella, desvía los ojos-. Pero lo triste es que no pueden amar. Se emparejan para toda la vida. Siguen sus trayectorias cada año a lo largo de millares de kilómetros. Crían juntos a sus polluelos. Simulan tener un ala rota para apiadar y alejar a un depredador de sus crías. Incluso se sacrifican para salvarlas. Pero no. Pregúntele a cualquier científico. Las aves no pueden amar. ¡Las aves ni siquiera tienen un yo! Nada en común con nosotros, ninguna relación.
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