Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Sobre el escritorio hay un libro de bolsillo, El viaje inmenso, de Eiseley. La lectura nocturna de esta ayudante de enfermería. El texto de la contraportada revela que el autor es un muchacho de la zona, nacido y criado en la gran curva del Platte. Hay decenas de flechas adhesivas de colores pegadas a las páginas. Weber lee la última frase señalada: «El secreto, si uno puede parafrasear un vocabulario salvaje, se encuentra en el huevo de la noche».

Al lado del libro hay un reproductor de compactos portátil y unos auriculares. Junto al reproductor, una pequeña pila de discos. Weber coge el de arriba: Monteverdi. Ella entra en ese momento con demasiada rapidez, procedente del dormitorio, abrochándose apresuradamente la blusa de algodón color cobalto. Le ve examinando el disco. La ha descubierto. Junta las cejas, culpable.

– Las Vísperas de 1610. Pero, para ti, 1595.

Él le tiende el disco, acusador.

– Me engañaste.

– ¡No! Lo compré… después de la noche en que salimos. Un recuerdo. Créeme. Esta música no me evoca nada.

Él deja el disco en el rimero sin mirar. No quiere ver los demás discos. Su credulidad no puede soportar más pruebas.

Ella cruza la sala y le abraza. En sus brazos, él se desmorona. En la base de su cerebro, un puño se abre y se convierte en una palma. Nota el efecto de la dopamina, los remaches de las endorfinas, el pecho agitado. La investigación más insensata en la revista más temeraria… Ha sido el causante de su naufragio, y no podría decir lo grato que es. Ni escritor ni investigador ni profesor ni marido ni padre. Él es el producto de ese precipitado. No queda nada más que sensación, el calor, la leve presión contra sus costillas.

En la sala hace frío y ella está ardiendo. Él se desliza por callejones límbicos, rincones que sobrevivieron cuando apareció la maciza neocorteza como una superautopista. Nota su piel contra las manos de Barbara, una piel demasiado blanca y seca, sus brazos desnudos, un manchado amasijo de venas, sus costados toscos montículos. Un latido del corazón, y su propio cuerpo le resulta extraño, todos esos fantasmas anidados e invisibles para esta mujer que nunca le ha visto más que así.

Entonces algo más extraño todavía: no le importa cómo ella le vea. No quiere que le vea más que como lo que él realmente es: vacío y sin gracia, desprovisto de autoridad. Sin límites, como cualquiera.

– Espera -le dice a Barbara-. Hay algo que debes ver.

Algo que no es suyo. El espectáculo nocturno es puro teatro, pero el de la mañana es un acto religioso.

Alborea cuando se dirigen en coche al campo de Karin. Weber ha memorizado los giros a izquierda y derecha, y encuentra el camino sin dificultad. La noche se ha dispersado, pero la bandada sigue allí, vadeando. Se colocan en el hoyo, a menos de tres metros del grupo de aves más cercano. Se esfuerzan por no hacer ruido, pero sus movimientos alertan a las grullas que montan guardia. El conocimiento de la intrusión se extiende entre la bandada. Las grullas se agitan, tanto por separado como en grupo, y se serenan una vez pasado el peligro. A la creciente luz del día, inician los habituales tambaleos matutinos, acampanando las alas aquí y allá, como si trataran de dar unos vacilantes pasos de ballet.

– Es lo que te dije -susurra ella-. Todos los seres bailan.

Una tras otra, las aves prueban a volar, primero con breves saltos, como retales en la brisa. Entonces millares de ellas se elevan en avalancha. Es como si la superficie aleteante de la tierra se alzara, una espiral que asciende gritando impulsada por invisibles corrientes térmicas. Los sonidos las remontan al cielo, cencerros y carracas, vibrando, resonando, trompeteando, nubes de sonidos vivos. Lentamente, la masa se despliega en cintas y se dispersa en el claro azul.

Qué júbilo hay en esta vida. Siempre se eleva por encima de nosotros. Qué júbilo sin sentido.

Weber oye su propia voz, quebrado contrapunto al coro que grazna en la mañana.

– «No estar aislado, detrás del más delgado tabique, no quedar fuera de la ley de las estrellas.»

– ¿Qué es eso? -le pregunta ella.

Él se esfuerza por recordar.

– «¿Qué es lo interior sino cielo más intenso, cruzado por las veloces aves y barrido por los vientos del retorno?»

Un libro de Rilke que le compró a Sylvie, hace muchos años, recién finalizados los estudios universitarios, cuando aún tenían tiempo para elegías inútiles.

– El científico es un poeta -dice la mujer.

Pero él no es ni una cosa ni la otra. No tiene una profesión que pueda reconocer. Nada en lo que jamás haya pensado que podría convertirse. Y esta mujer: ¿qué es esta ayudante de enfermería? Una mujer tan sola que incluso le quiere a él.

Ella mete la mano bajo el cuello de la chaqueta de Weber. Él le toca la espalda. Recorren la piel, la trampa entre ellos. Le tiemblan las manos contra los senos de la mujer, y ella se lo permitiría, le dejaría llegar hasta donde quisiera, ahí mismo, en ese campo lleno de aves. La caja torácica de Barbara presiona contra su palma. Se topan con algo asombroso para ambos. Sus bocas se unen y el pensamiento desaparece. Todo desaparece excepto esa necesidad primordial.

Algo enorme y blanco cruza raudo por el campo. Él se yergue bruscamente, y ella hace lo mismo. Weber la ve primero, pero ella la identifica.

– Dios mío, una grulla blanca. -Fantasmas en ese destello de luz, algún terror íntimo. Aprieta el brazo de Weber con la fuerza de un torniquete-. Es increíble que estemos viendo esto. Solo quedan ciento sesenta ejemplares. ¡Cielos, es uno de ellos!

El fantasma se desliza resplandeciente a través de los campos. Ninguno de los dos puede respirar. Él se aferra a una última esperanza.

– Eso fue. Lo que estaba en la carretera. Él dijo que vio una columna blanca…

Escruta el rostro de Barbara, la ciencia ansiosa de confirmación.

Ella sigue contemplando el ave, temerosa de mirar a Weber. Ahora tiene la oportunidad de aclararlo todo. Sin embargo, responde:

– ¿Tú crees?

Contemplan el ave fantasmal hasta que se desvanece entre una hilera de árboles. Se agazapan y siguen mirando, mucho después de que el campo se haya vaciado.

Los dos están helados y cubiertos de barro. Ella le atrae hacia sí, de nuevo el pensamiento en suspenso. Se inundan mutuamente, oleadas de oxitocina y un vínculo salvaje. La liberación, el desvanecimiento en mitad de la pradera, elevados y libres de todo, se cierne casi al alcance de la mano de Weber.

Una risa quebrada surge de algún lugar demasiado próximo, algo que no pertenece al coro matinal del Platte. El canto de un grillo, con meses de antelación. Suena de nuevo, desde el interior de la chaqueta que él se ha quitado y está a sus pies. La mira, perplejo. La mirada de Barbara le dice: Es tu teléfono. Él tantea la prenda en busca del bolsillo que contiene el aparato. Mira el número en el identificador de llamadas, la primera vez que lo hace. Desconecta el sonido y se vuelve hacia ella. A partir de ahora, todo le causará pánico. Es extraño como el nacimiento. Él escribiría al respecto, el primer caso de síndrome de Capgras contagioso, si aún pudiera escribir. Parece estar acercándose, y ella lo recibe. Los pensamientos cruzan su mente como un arroyuelo que fluye sobre los guijarros, y ninguno de ellos es suyo. Ahí está el vacío de la llegada. Entonces no hay más que el abrazo, y prepararse para un vértigo interminable.

Regresan al coche de Barbara en silencio.

– ¿Qué dirección? -le pregunta ella finalmente.

Ciertamente, no hay alternativa.

– Al oeste.

No hay más puntos cardinales para los dos. Ella conduce al azar. Cruzan un cauce seco.

– La ruta de Oregón -dice ella.

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