Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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– Estaba pensando que tengo la sensación de haberte conocido durante toda mi vida.

Barbara vuelve la cabeza hacia él y su rostro se descompone. No le cree, pero lo aceptará. Algo en ella sabe ya adónde quiere él ir a parar. Algo en ella sufre ya la sentencia, antes de que él la pronuncie.

Él elige ese momento para preguntarle:

– ¿Qué clase de reportaje estabas haciendo? Cuando viniste aquí por primera vez.

El silencio es atroz durante un kilómetro y medio. En cierto modo, él confía en que no le responda. En parte no quiere conocer los hechos. Percibe lo que primero vio en ella, el temor a flor de piel bajo su fingida serenidad. Por el rabillo del ojo, ve que ella es otra persona. Como aquella mujer a la que examinó cierta vez y bautizó como Hermia, cuyo único síntoma era que veía niños en su campo visual izquierdo, incluso les oía reír, pero cuando se volvía a mirarlos desaparecían…

– ¿Qué quieres decir? -pregunta por fin, su voz como esmalte brillante sobre cenizas.

Él no tiene ningún derecho a forzarla. No es un juez, es la misma encarnación de la duplicidad.

– ¿Para quién trabajabas?

No tiene ninguna necesidad de saberlo, pero es un fenómeno neurológico demostrado: la actividad en el centro verbal ejerce un efecto supresor del dolor.

Ella aprieta el volante y conduce por la carretera recta como una regla.

– Dedham Glen -responde-. Trabajé allí todos los días durante un año. Ganaba mil doscientos dólares al mes.

Por fin las anomalías en el historial médico de Mark tienen sentido para él. Sabe lo que sucedió.

– El amigo de Karin, el ecologista -le dice-. Hace un año le entrevistaste por teléfono.

La confusión anida en los ojos de Barbara, y su nariz enrojecida tiembla como la de un conejo. Algo en ella todavía tenaz libera esa última parte de él que aún no la ama.

– El agua -responde. Práctica, periodística-. El reportaje era sobre el agua. -Avanzan otro medio kilómetro en la oscuridad que empieza a palidecer. Ella habla como si lo hiciera ante una grabadora-. Pronto la mayor parte de los reportajes tratarán de eso. -Se recupera, sacude el cabello, dirige a él toda la fuerza de su vacío. Se decanta por una despreocupación de revista de modas. A Weber le repelería, si no fuese por esa cosa que reconoce en ella y que comparte. Esa esperanza desesperada de eludir el descubrimiento-. Te lo contaré todo. ¿Cuánto quieres saber?

Él no quiere saber nada. Incluso ahora desaparecería con ella, irían a algún lugar donde no pudieran llegar las palabras.

– Periodista -dice ella al parabrisas. La calle bordeada de árboles de otro pueblo pasa rauda por su lado-. Productora de Cablenation News. Ya sabes: busca un tema interesante, trabájalo, dirige el trabajo preliminar, filtra las entrevistas, selecciona la investigación. Siempre intentaba… estar a la altura de lo que contaba. Siempre trataba de entender, de sumergirme en el material. Creo que esa fue mi perdición. Había sido editora durante siete años, productora durante tres y medio. Podría haber alcanzado un puesto más importante, en el que me mantendría sin esfuerzo hasta que me jubilaran.

Él mira las marcas de la edad de su cuello en las que aún no se había fijado. Los tendones se ensanchan bajo la mandíbula apretada. Su rostro se resquebrajará y de él emergerá un ser superior.

– Tenía problemas. El éxito profesional acabó por quemarme, como lo llaman. Nunca debería haber empezado. Era una supermujer. Quiero decir que, Dios, había estado en Waco, con todas aquellas hileras de sillas de jardín, todos los buenos ciudadanos norteamericanos contemplando la barbacoa humana. Cubrí lo del Heaven's Gate: tres días sucesivos de suicidio colectivo. Nada me arredraba. Podía contarlo todo. Cuando derribaron las Torres, iba por Manhattan plantándole una cámara de vídeo en la cara a la gente. Cuando llevaba una semana haciendo eso, empecé a desequilibrarme. Estamos fuera de control, ¿no es cierto? Y nos lo vamos echando todo a las espaldas.

Todavía necesita que él la contradiga. Es lo que siempre ha necesitado de Weber. E, incluso en eso, él le falla.

– Mi jefe me convenció para que viera a uno de esos que todo lo arreglan con pastillas, y que me recetó lo mismo que todo el mundo en este país ya está tomando. Las pastillas me tranquilizaron un poco, pero perdí empuje, me volví lenta y descuidada. Ya no podía hacer mi trabajo. Me sacaron de la sección de noticias y me asignaron reportajes de interés humano. Cosas inocuas, patéticas. El cuidador de indigentes que al morir lega un millón de dólares a la universidad pública de la ciudad. Unos gemelos que se reúnen al cabo de cuarenta años y todavía se comportan de una manera idéntica. Eso era lo que debía ser el viaje a Nebraska. Un poco de descanso y recuperación. Un reportaje que no podía fallar, que satisfaría a todo el mundo y que hasta yo sería capaz de hacer.

– Las grullas -dice Weber.

La única historia que hay allí. El retorno interminable.

En un tramo llano y anodino, a cinco kilómetros de la ciudad, ella se vuelve a mirarle. Su rostro busca el de Weber, su expresión reveladora del deseo de pactar.

– Querían algo tipo Disney. Traté de ir más allá, así que escarbé un poco. No tardé mucho en descubrir el problema del agua. Supe que acabaríamos echando a perder ese río, no importa lo que yo escribiera. Podía contar una historia que desgarraría a la gente y les haría anhelar un cambio de vida, pero no serviría de nada. Esa agua ya ha desaparecido.

Kearney surge como una cúpula de luz anaranjada en el horizonte. Él espera a que Barbara termine. Solo cuando ella mira por encima del hombro, con una expresión desesperada, fugaz, suplicante, él comprende lo que ha hecho.

– ¿Entonces abandonaste el trabajo y te hiciste auxiliar de enfermería?

Los hombros de la mujer dan un respingo, pero enseguida se repone.

– Al principio me aceptaron como voluntaria. Tenía cierta experiencia… años atrás, en el instituto. Obtuve el título de auxiliar de enfermería en tres meses. No es… bueno, ciencia neurológica.

Ni siquiera ahora está dispuesta a decírselo. No lo hará por propia iniciativa. Así que él se lo dice.

– ¿Sabías que lo enviarían allí?

Los ojos de Barbara adquieren la dureza del acero. Se vuelve brutalmente serena.

– ¿Es esto algún tipo de teoría? ¿Qué crees que soy yo?

Yo es tan solo una maniobra de distracción. La ciencia de Weber lo sabe desde hace algún tiempo. Ha sospechado de ella desde mucho antes de la identificación positiva de Daniel. Tal vez desde el día en que la vio. Él percibió el engaño de ella, como ella el suyo: la mentira que los unió, que le atrajo a ella. Pero hay algo que él aún no puede comprender.

– Creo que debo de haberte visto antes alguna vez. Hace años cuando tu cadena entrevistó…

– Sí -le interrumpe ella, sin alterarse, mientras gira a la derecha para entrar en la carretera 10, ya en las afueras de la población. Vuelve a hablar como una productora, una periodista que podría informar sobre cualquier noticia-. Entonces, ¿para qué has vuelto una y otra vez? ¿Para poner a prueba tu memoria? Creías que yo te sería útil. Un poco de emoción, un poco de misterio. La hostilidad pública te estaba destrozando, así que hiciste una rápida escapada, para reescribir tu vida. Una experiencia extracorporal. Exponerte al delito. Caer en la trampa. Y así luego podrías juzgarme.

Él sacude la cabeza, por los dos. Lo que le hizo volver fue algo mayor que el juicio público. Los vientos del retorno. Ahora, peor que nunca, incluso cuando ella se vuelve fría y horrible, la conoce. Ella resopla y golpea el volante con las palmas, la mirada perdida en el entorno. Con un movimiento de la cabeza, él la obligará a volver, no hacia su bungalow, no hacia una anónima habitación de motel, sino hacia donde comenzó la historia. Cuando por fin él habla, su voz no es la suya.

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