Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Ella se enfurece, indignada por que su hermano se preocupe todavía por esa mujer. Le asquea que Barbara, después de haber llegado tan lejos, los abandone ahora. Más fraudulencia. Más piedad desperdiciada.

– Por Dios -dice Karin entre dientes-. ¡Una mujer con sus capacidades! Solo porque cometió un error, ¿cree que ya no es útil para el mundo? Aquí estamos en un tremendo aprieto, el agua se acaba, y el tiempo para corregir lo que haga falta también. ¿Y ella va a echarse a morir?

Mark la mira, perplejo. Cierta posibilidad le anima. Su propia pérdida no significa nada. Eso es algo que le ha proporcionado el accidente.

– Pídeselo -le ruega, temeroso de sugerir incluso tan poca cosa.

– Yo no. Jamás volveré a pedirle nada a esa mujer.

Él se yergue, presa de un terror animal.

– Tienes que pedirle que trabaje para ti. No lo digo porque sí. Estamos hablando de mi vida. -Se interrumpe y respira. Vuelve a apretarse los ojos. Señala el gotero con una expresión de disculpa-. ¡Maldita sea! Tengo que sentarme de nuevo al volante y ser yo quien conduzca mi vida. ¿Qué me están haciendo? De repente me he convertido en un amasijo de emociones. Con la mierda a la que ahora le han encontrado explicación… probablemente podrían convertir a cualquiera en cualquier otro.

A ella ya no le parece un delirio. Mañana será peor.

Él la mira, olvidando todo excepto la necesidad inmediata. Le rodea el antebrazo con los dedos, midiéndola.

– No has estado comiendo bien.

– Claro que sí.

– ¿Comida de verdad? -replica él, escéptico- Ella no está tan delgada.

– ¿Quién?

– ¡Vamos! No me vengas con esas. Mi hermana. -Y al ver en los ojos de Karin un destello de pánico, él suelta una risa clara y profunda-. ¡Si te vieras la cara! Tranquila, mujer. Te estaba tomando el pelo.

Mark se reclina en la silla, estira sus pantalones negros y entrelaza las manos detrás de la cabeza. Es como si tuviera sesenta y cinco años y estuviese jubilado. Dentro de tres meses, el hermano de Karin se habrá ido de nuevo, o ella lo habrá hecho, a algún lugar adonde el otro no podrá ir. Pero durante un breve período, ahora, se conocen mutuamente, gracias al tiempo en que han estado separados.

– Por lo menos hay alguien más que se queda. Eso es lo que estoy haciendo. Permanecer en el lugar que conozco. ¿A qué otra parte se puede ir, con la que está cayendo?

A ella le tiemblan las fosas nasales y le escuecen los ojos. Intenta decir «a ninguna parte», pero no puede.

– Quiero decir que, ¿cuántos hogares tiene una persona? -Agita la mano, señalando la ventana gris-. No es un sitio tan malo al que volver.

– El mejor lugar del mundo -replica ella-. Durante mes y medio al año.

Permanecen sentados un rato, sin que haga falta hablar. Ella puede tener para sí, durante un minuto más, a ese hermano que se está recuperando. Pero él vuelve a agitarse.

– Esto es lo que me asusta: ¿si pude estar tanto tiempo así, pensando que…? Entonces, ¿cómo podemos estar seguros, incluso ahora, de que…?

Dirige a su hermana una mirada inquieta, y la ve llorar. Asustado, se echa atrás. Pero como el llanto de Karin no cesa, extiende la mano y le sacude el brazo. Intenta mecérselo, sin saber qué hacer para tranquilizarla. Sigue hablando, en un sonsonete, palabras sin sentido, como si se dirigiera a una niña pequeña.

– Escucha, sé cómo te sientes. Han sido unos días muy duros para los dos. ¡Pero mira! -La hace volverse hacia la ventana y hacia la tarde nublada en el Platte-. No todo es tan malo, ¿verdad? De hecho, es tan bueno. En ciertos aspectos, incluso mejor.

Ella se esfuerza por recobrar la voz.

– ¿Qué quieres decir, Mark? ¿Tan bueno como qué?

– Me refiero a nosotros. A ti y a mí, aquí. -Señala la ventana, con una expresión aprobadora: el Gran Desierto Americano. El río de tres dedos de profundidad. Sus parientes próximos, esas aves que trazan círculos-. Como quieras llamar a todo esto. Es tan bueno como el mundo real.

* * *

Existe un animal perpendicular con respecto a todos los demás. Uno que vuela en ángulos rectos con las estaciones. Factura el equipaje, cruza el control de seguridad por instinto. Navega mediante una memoria almacenada en sus músculos. Solo el zumbido de los recordatorios automáticos le hace centrarse: «Se recuerda a los pasajeros que no deben separarse de su equipaje en ningún momento. Las regulaciones gubernamentales prohíben…».

La guerra pesa en la atmósfera de los aeropuertos. En la zona de espera del Lincoln, las pantallas de televisión le asaltan. El programa de veinticuatro horas de noticias emite continuamente sus veinticuatro segundos de noticias, y él no puede dejar de mirarlo. «Día Tres», repite una y otra la voz de bajo profundo, sobre un sonido de metal sintetizado, en cada pausa entre bloques de noticias. Tableros de dibujo mágicos, mapas electrónicos con batallones movibles y generales retirados comentando las jugadas. Corresponsales de guerra, a los que se impide informar sobre los hechos, se dedican a hacer sinuosas especulaciones. Todas las demás noticias del mundo cesan.

En Chicago, más de lo mismo: un taxi llega a un puesto de control en el norte de una ciudad que puede estar o no bajo ocupación. El conductor agita la mano pidiendo ayuda. Cuatro soldados cometen el error de acercarse. Aunque es la sexta vez que ve las mismas imágenes, Weber las contempla paralizado, como si la séptima vez pudiera terminar de un modo distinto.

De nuevo en el aire, avanzando hacia el este por la sesgada ruta, se vuelve transparente, más delgado que una película. Una voz dice: «Por favor, no se muevan por la cabina ni se congreguen en los pasillos». Él se aferra a las palabras, un salvavidas. Algo le han amputado a esta especie. El muchacho tenía razón: el síndrome de Capgras es más verdadero que este continuo sometimiento de la conciencia. En cierta ocasión tuvo un paciente (Warren, que aparece en El país de la sorpresa), un comerciante de treinta y dos años que practicaba escalada los fines de semana, y que cayó por un empinado barranco y aterrizó sobre la cabeza. Cuando salió del coma, Warren se encontró en un mundo poblado por monjes, soldados, modelos, malos de película y criaturas medio humanas y medio animales, todos los cuales le hablaban de la manera más natural. Weber destruiría cada ejemplar de cada obra escrita por él a cambio de la oportunidad de contar de nuevo la historia de Warren, ahora que sabe de qué está hablando.

Está rodeado. Incluso la cabina herméticamente cerrada en la que se encuentra se ha vuelto séptica de tanta vida como contiene. Todo está animado, es verde e invasor. Docenas de millones de especies bullen a su alrededor, pocas de ellas visibles, y menos aún nombradas, dispuestas en todo momento a probar cualquier cosa, todo posible engaño y explotación, con tal de seguir existiendo. Se mira las manos temblorosas, auténticos bosques pluviales de bacterias. Hay insectos que se refugian en el interior de los cables del avión. En la bodega de carga crecen semillas. Hay hongos bajo el revestimiento de vinilo de la cabina. Al otro lado de la ventanilla, congelados en la atmósfera inmóvil, arqueas, bacterias transgénicas y extremófilos viven de la nada. En la oscuridad, a temperaturas bajo cero, reproduciéndose simplemente. Cada código que ha permanecido vivo hasta ahora es más brillante que el más sutil pensamiento de Weber. Y cuando sus pensamientos se extinguen, más brillantes todavía.

El hombre sentado en el asiento contiguo, que se ha debatido durante todo el vuelo hasta Ohio oriental, por fin hace acopio de valor y le pregunta:

– ¿Puede ser que le conozca?

Weber se estremece, y sus labios trazan una sonrisa sesgada, espectral, robada a uno de sus pacientes.

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