Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Las cicatrices en la tierra lo confirman, pese al siglo y medio de erosión.

Recorren varios kilómetros sin decirse nada. Él espera que ella le diga lo que en cualquier momento él podría hacer que le dijera. Pero ahora es, además, perjuro, y no se merece nada. Cuando les acucia el apetito, se detienen a comer algo en una población llamada Broken Bow.

– Otro pueblo fantasma -dice ella-. La mayor parte de los pueblos de por aquí alcanzaron su máximo desarrollo hace cien años. Ahora la región se está despoblando. Vuelve a los tiempos de la frontera.

– ¿Cómo sabes esas cosas?

Él ya sabe cómo las sabe.

Ella esquiva la pregunta.

– Por estos pagos solo se quedan los moribundos.

Compran agua, fruta y pan, y van a comer a las dunas. Lo hacen en una que se mueve en la dirección del viento. Alguna parte de sus cuerpos siempre se toca. La tierra está abandonada, un contagio a escala mundial. En segundo plano, el acorde menor en glissando de un interminable tren de carga.

Ella le toca la oreja por sorpresa.

– Acabo de recordar el sueño que tuve anoche. ¡Qué hermoso fue! Soñé que estábamos tocando una melodía, tú y yo, Mark y Karin, creo. Yo tocaba el violonchelo, un instrumento que jamás he tocado. Pero la música que producía… ¡increíble! ¿Cómo puede hacer eso el cerebro? Simular que tocas un instrumento está bien, pero ¿quién componía esa música? ¿Y en tiempo real? Yo ni siquiera sé leer las notas. Las armonías más bellas que he escuchado jamás. Y tenía que ser yo quien las había compuesto.

Él no tiene una respuesta que darle, y no se la da. Lo único que hace es tocarle a su vez la oreja. El sueño que él tuvo anoche fue uno que no había tenido en varios meses: un hombre que se lanza de cabeza, inmovilizado en el aire ante una humeante columna blanca.

Están sentados en medio de una nada a la deriva. El teléfono vibra en su bolsillo. Si suena aquí, podría sonar en el espacio exterior. Él sabe quién le llama antes de responder. El identificador se lo confirma: Jess, su hija, quien solo llama en casos extremos y en vacaciones. Tiene que responder. Incluso antes de que pueda preguntar qué ocurre, Jess le grita:

– Acabo de hablar con mamá. ¿Qué coño crees que estás haciendo?

Weber no puede sentirse apegado a nada. Nota cada kilómetro entre este lugar y cualquier costa.

– No lo sé -replica, tal vez varias veces, lo cual solo enfurece más a su hija. «¡Madura de una vez!», le grita ella. Quizá esté sufriendo un shock insulínico. La señal empieza a extinguirse-. ¿Jess? No puedo oírte, Jess. Escúchame. Te llamaré yo. Te llamaré…

Cuando termina de hablar, Barbara sigue ahí. Le toma el mentón, con gesto vacilante, y él le deja hacer. El primero de sus castigos. La mano de Barbara dice: Cualquier cosa que necesites. Más cerca o más lejos. Soy tuya para que sigas inventándome o para que me alejes de ti.

Él es un caso que había olvidado hasta este momento: la mujer con la ínsula dañada, sumida en la asomatognosia. De vez en cuando, durante breves períodos, perdía por completo la sensación de su cuerpo. Esqueleto y músculos, miembros y torso se desvanecían hasta quedar en nada. Y, no obstante, aunque no sentía el cuerpo, mentía, creyendo a ese kapo en la confluencia temporoparietooccipital, ese lacayo del organismo siempre dispuesto a tomar el mando.

Avanzan un poco más por la carretera, lo único que pueden hacer. Al cabo de unos veinte kilómetros, ella le dice:

– Hay un sitio más adelante que siempre he querido ver.

– ¿A qué distancia?

Ella frunce los labios mientras calcula.

– Unos ciento cincuenta kilómetros.

A él no le quedan fuerzas para objetar. Apunta hacia un blanco invisible a través del parabrisas.

Ella se vuelve descuidada al volante, incluso atolondrada. No tienen futuro, y aún menos pasado. Durante dos horas no dicen nada acerca de sí mismos. Tampoco comentan gran cosa de Mark. Lo más cerca que llegan es cuando Barbara le pregunta por las diez cosas esenciales que la neurociencia sabe con certeza. Él debería ser capaz de enumerar docenas, pero algo le ha ocurrido a su lista. Las que son esenciales ya no le parecen indiscutibles. Y las que son ciertas no pueden ser esenciales.

Weber ve su destino desde cierta distancia, alzándose de un trigal en invierno. La llanura de Salisbury. Un monumento megalítico. Un giro erróneo en alguna parte, pero aquí están. Ella se ríe cuando él lo distingue.

– Así que es esto. Carhenge.

Las enormes piedras grises se convierten en automóviles. Treinta y seis viejos coches pintados con spray que se alzan verticales en el suelo o están colocados como dinteles horizontalmente sobre otros vehículos. Una réplica perfecta. Barbara y Weber bajan del coche y rodean el círculo de chatarra erecta. Él logra hacer una penosa imitación de regocijo. Aquí está: el monumento conmemorativo ideal al deslumbrante y vertiginoso ascenso del ser humano, el breve experimento de la selección natural con la conciencia. Y por doquier, millares de gorriones que anidan en los oxidados ejes.

Cenan en la cercana Alliance, en un restaurante llamado Longhorn Smokehouse. Un televisor suspendido en el rincón junto a una mesa emite el noticiario. Ha empezado la Operación Libertad Iraquí. La guerra ha tardado tanto en llegar que Weber solo experimenta una ligera sensación de déjà vu. Ven las imágenes cíclicas e incomprensibles, al presidente rizando el rizo una y otra vez: «Que Dios bendiga a nuestro país y a todos cuantos lo defienden». Weber contempla el rostro imperturbable de Barbara mientras esta mira la pantalla. La mira como solo un reportero puede hacerlo. Él lo ha sabido desde hace algún tiempo. Solo ahora la ve, inequívoca. La voz de la mujer se entrecorta un poco cuando habla.

– ¿Sabes? Mark tiene razón. Todo este lugar es un sustituto. Entiéndeme: ¿es este país un lugar que puedas reconocer?

Permanecen sentados demasiado tiempo, mirando demasiados reportajes frenéticos cargados hasta reventar pero sin contenido alguno. Cuando vuelven al coche, la luz ya se desvanece.

– ¿Buscamos algún sitio donde dormir? -pregunta ella, sin mirarle.

Se refiere a un refugio, pero hace mucho que la posibilidad de refugiarse se ha perdido.

Él no quiere más que la página en blanco, donde esté borrado todo lo que ha hecho, lo que está haciendo. Nada le espera en ninguna parte. Buscar algún sitio donde dormir, sí, noche tras noche, los dos buscando, incluso una vez confirmado lo peor, incluso sabiendo lo que ahora sabe de ella. Basta de informes a distancia. Basta de historias clínicas: solo actuar, hasta llegar a ser tan culpable como ella. No obstante, las palabras que pronuncia acaban incluso con esa posibilidad.

– Tenemos que volver.

Ella no puede enmascarar el medio segundo de temor. Sus hombros se estremecen en la trampa.

– ¡Ah, corazón! -exclama. ¿De quién es ese nombre? La expresión de cariño a otro. Alguna aventura anterior con la que ella le confunde. No le quiere; tan solo quiere evitar el descubrimiento. Empieza a poner objeciones-. Mi casa es tan pequeña…

Y la tierra es tan grande.

– Tenemos que volver -repite él.

Sí, la vida es una ficción. Pero, al margen de lo que pueda significar, la ficción es gobernable.

Ella sabe lo que está sucediendo. Sin embargo, finge. Pone el coche en marcha y enfila hacia el sudeste. Al cabo de unos pocos kilómetros, su voz pura invitación, pregunta:

– ¿En qué estás pensando?

Él sacude la cabeza. No puede plantear esto verbalmente. Su silencio turba a Barbara. Aferra el volante, y la expresión de su rostro indica que está preparada para lo peor.

Él le roza el brazo con los nudillos.

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