– No lo creo.
– Claro. El tipo del cerebro.
– No -dice Weber.
El desconocido le examina con suspicacia.
– Estoy seguro. «El hombre que confundió su vida con un…»
– No soy yo -insiste Weber-. Yo estoy en proceso de reciclaje.
Las azafatas van y vienen por el pasillo. En un asiento de más allá, una pasajera se lleva carne animal machacada a la boca gigantesca. Weber tiene la sensación de que su cuerpo se desmorona dentro del traje arrugado y manchado. Sus pensamientos se deslizan rozando la superficie, como arañas de agua. No queda nada de él excepto estos nuevos ojos.
En el interior de su propia cabeza en ebullición, las imágenes del último día vuelven a casa para descansar. En su asiento, detrás del ala, Weber rememora una y otra vez la última escena, la estructura, la entreteje de nuevo, la reintegra. Mark en su habitación del Buen Samaritano, contemplando las mismas noticias vacías de los corresponsales de guerra, como el resto del mundo ignorante de lo que pasa. Mirando implacablemente, como si, al mirar a esos ejércitos durante el tiempo suficiente, pudiera reconocer a un viejo amigo. El neurocientífico cognitivo permanece al lado de la cama, estremecido bajo el televisor montado en la pared, olvidándose de por qué está ahí hasta que el paciente se lo recuerda.
– ¿Ya se marcha? ¿Qué prisa tiene? Si acaba de llegar.
Está tendido, tan delgado como la vida. Alza las manos para disculparse. La luz las atraviesa limpiamente.
Mark le da un libro de bolsillo usado, Mi Antonia.
– Para el viaje. Lo leí en un pequeño club del libro al que pertenecía. Es más bien para chicas. Necesita una buena persecución en helicóptero para convertirse en un clásico. Hay una escena de submarinistas desnudos, pero el ambiente es de auténtica Nebraska. Al final me enganché.
Weber extiende el brazo para coger el relato desechado. Una mano se apresura a cogerle la suya.
– Mire, doctor, hay algo que no logro entender. Yo la salvé. Yo soy… el ángel de la guarda de esa mujer. ¿No le parece increíble? Yo. -Las palabras suenan pastosas y extrañas en su boca, una maldición peor que la nota malinterpretada-. ¿Qué se supone que debo hacer con eso?
Weber permanece en silencio, inmóvil bajo la luz deslumbrante. Esa es también su pregunta. Ella estará con él, inquebrantable, dondequiera que vaya. Lo accidental se ha vuelto permanente. Nada que nadie pueda hacer por nadie, salvo recordar: Nacemos a cada segundo.
Mark le ruega a Weber, los ojos brillantes con el temor que solo permite la conciencia.
– La necesitan en el Refugio. Pregúnteselo a mi hermana. Necesitan una investigadora. Una periodista. Lo que demonios sea ella, la necesitan. -Su tono niega del todo una implicación personal-. No puede marcharse sin más. No es como si fuese una agente libre. Es otra cosa… ahora está integrada por completo en este lugar, le guste o no. ¿Cree usted que yo podría…? ¿Qué cree que ella…?
No hay manera de saber lo que otro podría hacer. De saber qué se siente al ser otro.
– Mi hermana no se lo pedirá, y yo no me atrevo. ¿Tal como han quedado las cosas? ¿Después de lo que le dije? Me odiará para siempre. No querrá volver a hablar conmigo nunca.
– Podrías probar -replica Weber. De nuevo finge, sin ninguna autoridad para ello, sin ninguna evidencia salvo una vida dedicada a componer historias clínicas-. Creo que podrías probarlo.
En cuanto a él, solo intenta prolongar la situación. Si el Director de la Gira se acuerda todavía de Weber, no acepta llamadas. Pero hay otro mensaje, demasiado tenue para oírlo. A través de la ventanilla plástica del avión, las luces de ciudades desconocidas parpadean debajo de él, centenares de millones de brillantes células unidas que intercambian señales. Incluso aquí, la criatura se extiende en innumerables especies, que vuelan, excavan, reptan, cada trayectoria esculpiendo todas las demás. Un destellante telar eléctrico, sinapsis del tamaño de calles formando un cerebro con pensamientos que tienen kilómetros de anchura, demasiado grandes para leerlos. Una red de señales que deletrean una teoría de seres vivos. Células activadas por el sol y la lluvia y la interminable selección que ahora compone una mente del tamaño de continentes, increíblemente consciente, omnipotente, pero frágil como la bruma, células con unos pocos años más para descubrir cómo conectan y adónde podrían ir antes de extinguirse y retornar al agua.
Weber hojea el libro de Mark durante el vuelo, lee párrafos al azar como si ese texto enterrado aún pudiera predecir lo que se avecina. Las palabras son más oscuras que la más intrincada investigación cerebral. Vaharadas de la pradera, mil variedades de altas hierbas se alzan de las páginas. Weber lee y relee, sin retener nada. Explora las notas al margen de Mark, los desesperados garabatos al lado de cualquier pasaje que pudiera permitirle avanzar para salir de una confusión permanente. Hacia el final, las líneas marcadas con temblorosas franjas de rotulador se vuelven más anchas y frenéticas:
Este había sido el camino del Destino; nos había llevado a esos tempranos accidentes de la fortuna que predeterminaron todo cuanto jamás podríamos ser. Ahora comprendía que el mismo camino nos reunía de nuevo. Fuera lo que fuese lo que habíamos perdido, juntos poseíamos el precioso e incomunicable pasado.
Alza la vista de la página y se resquebraja. No queda un todo que proteger, nada más sólido que células trenzadas y centelleantes. Lo que indican los escáneres él lo ha visto de cerca, en el campo: parientes más antiguos aún encaramados en su tronco encefálico, girando siempre en círculos hacia atrás, a lo largo del curvilíneo curso fluvial. Avanza torpemente hacia ese hecho, el único lo bastante grande para llevarlo a casa, cayendo hacia atrás, hacia lo incomunicable, lo no reconocido, el pasado que él ha dañado de manera irreparable, tan solo por existir. Destruido y rehecho con cada pensamiento. Un pensamiento que necesita contar a alguien antes de que también se desvanezca.
Una voz anuncia el momento del desembarque. La gente se levanta y él también lo hace, y saca su bolsa de viaje, despojándose de sí mismo en todo cuanto toca. Avanza tambaleante por la pasarela cubierta para salir a otro mundo, transformado a cada paso por impostores. Necesita que ella esté ahí, al otro lado de la recogida de equipajes, aunque ha perdido por completo el derecho a esperarlo. Allí, sujetando una tarjeta con su nombre, escrito con claridad para que él pueda leerlo. «Hombre», debe decir la tarjeta. No: «Weber». Ella será quien la sujete, y así es como él debe encontrarla.
***
*En el original, The Three Muskrateers. Hay un juego de palabras intraducible con musketeer, «mosquetero». Muskrat significa «rata almizclada». (N. del T.)
*El vehículo siniestrado es una camioneta Dodge Ram. Ram significa «carnero». (N. del T.)
*Esta canción infantil, que en inglés rima, dice así: «Llueve, diluvia; / el viejo ronca. / Se golpeó la cabeza /y se fue a dormir /y no pudo levantarse por la mañana». (N. del T.)
*Juego de palabras intraducible con el apellido de los presidentes Bush, que significa «arbusto». (N. del T.)
[1]Los aleutas son un pueblo aborigen que habitan las Islas Aleutianas, las Islas Pribilof y las Islas Shumagin al extremo occidental de la península de Alaska y desde el 1825 en las Islas del Comandante, cerca de la Península de Kamchatka, a donde fueron desplazados por la Compañía Ruso-americana. (N. del digitalizador)
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