– Sí, púrpura de congelación -recuerda Bonnie.
– Púrpura de congelación -repite Karin-. Píntamelas así.
Trabajan juntas, como profesionales. Bonnie retrocede para admirar su obra.
– De muerte -dice, lo cual debe de significar que está muy bien-. Armada y peligrosa. Podrías comerte a los hombres como una rana come moscas. Él no sabrá qué le ha golpeado. De muerte, ya te digo.
Karin, inmóvil en la silla, no puede contener las lágrimas. Abraza a la alicaída maquilladora. Bonnie le devuelve el abrazo, la estrecha con fuerza, cómplice antes del hecho.
Más tarde Karin se dirige al centro de la ciudad, al mismo lugar donde hizo que Robert Karsh saliera de su escondrijo. Cae la tarde, y la gente sale de la oficina. Él está entre los últimos que lo hacen. Cuando cruza la puerta y la ve, se detiene, sorprendido. Ella se vuelve y avanza hacia él, procurando no pensar, diciendo «de muerte» para sí misma, como un hechizo protector. Él también va a su encuentro, el mentón adelantado y mirándola de arriba abajo.
– Cielos -le dice-. Estás espléndida. -La desea incluso ahora, incluso después de lo que ella ha hecho. Tal vez más, debido a ello. Quiere llevarla detrás de los arbustos iluminados por el sol poniente y hacerlo allí mismo, como vertebrados inferiores-. Bueno -sigue diciendo-. Parece ser que tu amigo Daniel ha conseguido que el Consejo de Desarrollo le preste su atención. -No necesita añadir: «Y también la mía». Su sonrisa es intimidante e impersonal, una sonrisa tan propia de Karsh que ella no puede dejar de sonreírle a su vez-. Lo has revelado todo. Has soltado cuanto te dije confidencialmente. De acuerdo, tal vez no todo, pero sí lo referente a los negocios. -Sigue sonriendo, como si estuviera hablando con su pequeña Ashley, la niña que no le ha permitido conocer a Karin-. Tal vez todo esto no fuera más que negocios, ¿eh? Desde el principio.
– Escucha, Robert. -Alza un poco la voz, pero se domina enseguida-. Ojalá eso que dices fuese cierto. Ojalá hubiera sido tan lista.
– Bueno, la cuestión es que nos has retrasado, has complicado el juego. Y me he visto en un serio apuro personal. He tenido que espabilarme para no salir chamuscado. Lo cual no quiere decir que esto no le dé más vidilla al asunto. Es el precio de saber lo que significo para ti.
Ella sacude la cabeza.
– Eso lo has sabido siempre, mejor que yo.
– Pero ten en cuenta una cosa. Si este proyecto no se realiza en Farview, lo haremos en otra parte río abajo. ¿Crees que vas a impedirnos construir? ¿Crees que se va a interrumpir el desarrollo? ¿Quién eres tú? Ni siquiera eres…
– Ni siquiera soy nadie -le interrumpe ella.
– No he dicho eso. Solo estoy diciendo que vamos a construir lo que necesita la comunidad. Acabaremos por hacerlo. Si no el año que viene…
Eso es tan evidente que ella ni siquiera puede replicar. Incluso ahora, los ojos de Robert dicen: Vayamos a alguna parte. Busquemos una habitación. Veinte minutos. El vestido de seda haciendo su trabajo. Y ella se siente nada, una nada que la llena y la eleva. Permanece de pie, incapaz de poner fin a las sacudidas de su cabeza.
– Anulé mi personalidad por ti -le dice, perpleja por haber hecho tal cosa, perpleja porque aún puede hacerlo. Le mira, hurgando en su pasado-. Crees que me conocías. ¡Crees que me conoces!
Años de esfuerzo, y ahora ella podría pasar por su lado en la calle y no sentir nada. Lo mismo que Karsh: Capgras mimético, una sonrisa que no reconoce nada, ahí de pie, sonriendo como si acabara de sobornar a la maestra de la escuela primaria con una manzana agusanada.
Y, no obstante, están conectados. Ella da media vuelta y se dispone a alejarse atravesando en línea recta la ciudad, esa ciudad que detesta y de la que nunca se librará. Y mientras avanza por la calle, a sus espaldas, oye que él la llama, a medias regocijado.
– Cariño. Vuelve, Conejita. ¡Eh! Hablemos de esto.
Sereno, comprensivo, seguro de que ella volverá, si no ahora, el próximo año por esta misma época.
Hablan durante tanto tiempo que Weber pierde la cuenta. Y a cada respuesta que Mark necesita, la certeza de Weber disminuye. Ese grupo de boy scouts que agitan linternas defectuosas en el bosque por la noche se ha diseminado. Durante toda su vida ha sabido de sí mismo que no era más que esa tropa de scouts improvisada. Y, solo ahora, algo que estaba reprimido se libera, y el conocimiento adquiere realidad.
Hablan hasta que las teorías de Mark empiezan a parecer plausibles, hasta que Mark cree que Weber ha comprendido la magnitud de los hechos. Hablan hasta que las sustancias químicas del gotero amortiguan la actividad de sus sinapsis y le tranquilizan.
Pero hay algo en él que todavía lucha. Tiene una palma en las sienes y la otra en la nuca.
– Mire, pueden hacer conmigo lo que quieran. Medicamentos, electroshock, incluso cirugía, si es preciso. Dejaré gustoso que vuelvan a hurgar dentro de mí, si esta vez aciertan. No puedo seguir viviendo con este estúpido problema a medio curar. -Cierra los ojos y gruñe como un lobo acorralado-. Detesto esta sensación de que todo son puros cuentos de mi mente, de que soy un gilipollas totalmente inventado. Pero hay una cosa que estoy seguro de que no he inventado. -Se gira en la cama, abre el cajón de la mesita de noche y saca la nota. Esta no se deteriora; el laminado la ha convertido en permanente. La arroja al antepecho de la ventana-. Ojalá la hubiera inventado. Ojalá no hubiera ningún ángel de la guarda. Pero ahí está. ¿Y qué diablos tenemos que hacer con eso?
Weber no hace nada excepto esperar a que los fármacos surtan efecto y Mark se duerma. Entonces avanza por el pasillo con paso vacilante. Se sienta un momento en una sala de espera que parece un terrario de vidrio, llena de individuos a los que se les ha prometido un milagro de alta tecnología. Una muchacha de unos veinte años, sentada en una silla acolchada de color naranja, lee en voz alta un libro de gran tamaño y colores chillones a un niño de cuatro años sentado en su regazo.
– ¿Te has preguntado alguna vez por el milagro de tu comienzo? -lee la mujer en voz dulce, tranquilizadora-. No procedes de los monos ni de una medusa del mar. ¡No! Empezaste a existir cuando Dios decidió…
Weber alza la vista, y es como si la hubiera conjurado, ahí, delante de él. La hermana, enfundada en un vestido de seda verde.
– ¿Le ha visto? -le pregunta, y su propia voz le suena rara.
Karin sacude la cabeza.
– Está durmiendo. Inconsciente.
Weber asiente. Inconsciente. Es un error que la negación represente algo tantos miles de millones de años más antiguo que lo negado.
– ¿Se pondrá bien?
Hay algo en la pregunta que él no acaba de entender. ¿Se pondrá bien alguien?
– De momento está a salvo. -La distancia entre los dos es muy corta, y guardan silencio. Él ve los centenares de pequeños músculos alrededor de los ojos de Karin leyendo los suyos, incluso mientras él la mira-. Tiene la impresión de que en parte podría ser un pájaro.
Una lenta y dolorida sonrisa aparece en los labios de la mujer.
– Conozco esa sensación.
– Cree que en la sala de urgencias los cirujanos cambiaron…
Su brusco gesto de asentimiento le interrumpe.
– Es una vieja historia -dice ella-. No es sorprendente, dado el aspecto que tienen.
Se ha vuelto loca… debe de ser alguna sustancia en el agua de la ciudad.
– ¿Los cirujanos?
Su cara se frunce como la de una criatura, una niña que acaba de descubrir la trampa de las palabras.
– No, los pájaros.
– Ah. Nunca los he visto.
Ella le mira, como si él acabara de decirle que nunca ha sentido placer. Consulta su reloj.
– Vamos -le dice-. Estamos a tiempo.
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