Richard Powers - El eco de la memoria

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Una novela sobre el recuerdo y el olvido, de la mano de uno de los escritores con más talento de Estados Unidos.
Una llamada anónima avisa de un accidente en una carretera a las afueras de Nebraska. Mark Shluter es trasladado al hospital donde entra en coma, junto a él había una nota anónima con un extraño mensaje: «No soy Nadie, pero esta noche en la carretera del norte, DIOS me guió hasta ti para que pudieras vivir y traer de vuelta a alguien más». Karin Shluter, hermano de Mark, vuelve a su ciudad natal para cuidar de su hermano. Educados por padres inestables, ninguno de los dos ha encontrado el equilibrio en sus vidas. Un día, Mark despierta del coma con un extraño caso de síndrome de Capgras, un tipo de amnesia en la que el afectado recuerda todos los detalles referentes a su vida salvo los sentimientos ligados a ellos. ¿Vio Mark algo que no debía saber aquella noche en la carretera?

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Pero informó de que se había establecido la procedencia del neumático, cuyo propietario había sido sometido a interrogatorio. El hombre trabajaba en la planta envasadora de carne de Lexington, y se llamaba Duane Cain.

Karin gritó al televisor.

– ¡Lo sabía! Esa sabandija…

Bonnie, sentada al otro lado de Mark, sacudía la cabeza.

– Eso no puede ser cierto. Me juraron que se trataba de otra persona.

Mark permanecía rígido, ya un cadáver.

– Me obligaron a salirme de la carretera. Me azuzaron: adelante, adelante, cabeza de cabra. Me dejaron allí abandonado, dándome por muerto. Al menos por fin sé que lo estoy.

Karin se puso el abrigo y revolvió el interior de su bolso en busca de las llaves.

– Voy a interrogarle.

En su apresuramiento por abrir la puerta, se dio con ella en la cara y se lastimó en el labio.

Mark se levantó del sofá.

– Iré contigo.

– ¡No! -Karin giró sobre sus talones, furiosa, asustándose a sí misma-. No. ¡Déjame hablar con él!

Blackie Dos se puso a gruñir. Mark retrocedió, alzando las manos. Entonces ella salió a la noche y se dirigió dando tumbos al coche.

Preguntó en la comisaría. Duane Cain había sido puesto en libertad. El sargento Fagan no estaba de servicio, y nadie quiso darle detalles. La noche era tan fría y el mundo estaba tan falto de aire como un meteoro. Su aliento salía helado por sus fosas nasales y le bañaba las manos con un vapor plomizo. Se golpeaba los costados con los codos para que sus pulmones siguieran funcionando. Volvió al Corolla, cruzó la ciudad y llegó al apartamento de Cain al cabo de unos minutos. Él abrió la puerta. Llevaba una sudadera morada con la inscripción «¿Qué haría Belcebú?». Estaba esperando a alguien y, al ver a Karin, se amedrentó.

– Supongo que has visto ese programa, ¿verdad?

Ella entró en la habitación y acorraló a Cain contra la pared. Él no se resistió, lo único que hizo fue cogerla por las muñecas.

– Me han soltado. No he hecho nada.

– Las jodidas marcas de tus neumáticos se cruzaron delante de él.

Intentaba golpearle con el puño mientras él se lo impedía inmovilizándola con un torpe abrazo.

– ¿Quieres que te cuente lo que ocurrió o no?

Se negó a decir nada hasta que ella dejara de forcejear. La hizo sentarse en un saco relleno de bolas de poliestireno e intentó ofrecerle algo de beber. Él se sentó en un taburete de bar, a una distancia segura, utilizando el listín telefónico como escudo.

– En realidad no hemos mentido. Técnicamente hablando… -Ella le amenazó con matarle o algo peor. Él empezó de nuevo-. Tenías razón en lo de los juegos. Hacíamos carreras. Pero no fue lo que piensas. Estábamos en el Bullet. Tommy había comprado recientemente un juego de intercomunicadores. Salimos y empezamos a tontear con ellos. Rupp y yo en la camioneta de Tommy, Mark en la suya. Jugábamos a pillar, solo eso. Íbamos por ahí como de costumbre, comprobando el alcance de los aparatos, persiguiéndonos. Ya sabes: caliente, caliente, frío, frío, perdíamos la señal, volvíamos a captarla. Estábamos a cierta distancia, avanzando hacia el este por la North Line desde la ciudad. Pensábamos que estábamos a punto de encontrarnos con él. Mark se reía a través del intercomunicador, hablaba de iniciar una acción evasiva. Entonces su señal se perdió. Alzó el dedo del botón de transmisión y no volvió a pulsarlo. No sabíamos qué se proponía. Tommy aceleró, suponiendo que debíamos de estar cerca. La noche era muy oscura.

Se puso una mano sobre los ojos, como para protegerlos del brillo implacable del recuerdo.

– Entonces le vimos. Había volcado en la cuneta, a mano derecha, en el lado sur de la carretera. Tommy lanzó un juramento y frenó en seco. El vehículo coleó y al zigzaguear cruzamos la línea central. Eso es lo que viste: nuestras huellas en su carril. Solo que llegamos después de él.

Ella permanecía rígida, recta como una vara.

– ¿Qué hicisteis?

– ¿Qué quieres decir?

– Él está tirado en esa zanja. Tú y tu amigo estáis ahí.

– ¿Bromeas? Mark tenía encima tres toneladas de metal. Cada segundo contaba. Hicimos lo que teníamos que hacer. Dimos la vuelta, regresamos a la ciudad y dimos aviso del accidente.

– ¿Ninguno de vosotros tiene un móvil? ¿Vais por ahí tonteando con esos ridículos walkie-talkies de juguete y no tenéis un móvil?

– Llamamos -replicó él-. En cuestión de minutos.

– ¿Anónimamente? Y luego nunca os presentasteis, nunca contasteis lo que había pasado. Cambiasteis los neumáticos y tirasteis los que os implicaban al río.

– Escúchame. Tú no sabes nada. -Cain alzó la voz-. Esos policías primero te detienen y luego te interrogan. Van a por tipos como Tommy y yo. Somos una amenaza para ellos.

– ¿Vosotros, una amenaza? Y él estuvo de acuerdo. Tu amigo Rupp, el especialista.

– Mira, ni siquiera ahora me crees. ¿Piensas que la policía iba a creernos la noche del accidente?

– ¿Por qué no te han encerrado?

– Interrogaron a Tommy en Riley, y él contó exactamente lo mismo. La cuestión es que, gracias a nuestra llamada, la ambulancia llegó allí lo antes posible. No teníamos nada que añadir a los hechos. No teníamos ninguna pista de lo que le había ocurrido. Presentarnos no habría servido de nada.

– Podría haberle servido a Mark.

Cain hizo una mueca.

– No habría cambiado nada.

Karin se sentía consternada por su necesidad de creer. Se puso en pie, reorganizándolo todo: las huellas, el orden que habían tenido, su recuerdo. El tiempo pasaba y volvía a pasar, se hacía más lento, se combaba e iba marcha atrás.

– El tercer coche -dijo.

– No lo sé -replicó Cain-. Llevo un año entero pensando en eso.

– El tercer coche -repitió ella-. El que iba detrás de él y se salió de la carretera. -Cruzó la sala hasta llegar a Cain, dispuesta a golpearle de nuevo-. ¿Venía algún coche hacia vosotros cuando llegasteis al lugar? ¿Vehículos en dirección oeste, que regresaran a la ciudad? ¡Respóndeme!

– Sí. Conforme nos acercábamos, mirábamos atentamente. Esperábamos que él pasara a toda velocidad por nuestro lado. Pero entonces apareció un Ford Taurus blanco con matrícula de otro estado.

– ¿Qué estado?

– Rupp dice que Texas. Yo no estoy seguro. Ya te he dicho que íbamos bastante rápido.

– ¿A qué velocidad iría ese Ford?

– Es curioso que me preguntes eso. Los dos tuvimos la impresión de que iba a paso de tortuga. -Algo pasó por su mente, y se irguió-. Cielos. Tienes razón. Ese otro coche… ese Ford llegó justo antes que nosotros, justo después de que él… Y ellos… estás diciendo que ellos… ¿Qué es exactamente lo que estás diciendo?

Ella no sabía lo que estaba diciendo. Ni entonces ni nunca.

– Tampoco se detuvieron.

Cain cerró los ojos, se llevó una mano a la nuca y echó atrás la cabeza.

– No habría servido de nada.

– Sí que podría haber servido -replicó ella.

«Dios me ha conducido a ti.»

Cuando Karin regresó a casa, ya estaba a punto de amanecer. Daniel la esperaba levantado, fuera de sí.

– Pensé que podría haberte ocurrido algo. Pensé… Podrías estar quién sabe dónde, podrías estar herida.

Podrías haber estado con el otro hombre.

– Perdona -le dijo ella-. Debería haberte llamado.

Para apaciguarle, se lo contó todo.

Él la escuchaba, pero no aportaba la menor ayuda.

– ¿Quién avisó del accidente? ¿Rupp y Cain? ¿No el otro coche? Creía que había sido el ángel de la…

– Tal vez avisaron.

– Pero creía que la policía había dicho…

– No lo sé, Daniel.

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