Tenían que ser imaginaciones mías. ¿Quién acosaría al Sumiso Dexter, que discurría por su existencia artificial normal con una sonrisa feliz, dos hijos y una nueva hipoteca por culpa de un proveedor de catering? Sólo para estar seguro, miré por el espejo retrovisor.
Nadie, por supuesto. Nadie acechaba con un hacha y una pieza de artesanía con el nombre de Dexter escrito en ella. Me estaba volviendo estúpido debido a la merma de mis facultades mentales.
Un coche estaba ardiendo en la cuneta de Palmetto Expressway, y la mayor parte del tráfico estaba afrontando la congestión dando un rodeo por la cuneta izquierda, o tocando el claxon y chillando. Me desvié y dejé atrás los almacenes cercanos al aeropuerto. En un almacén que había frente a la Avenida 69, una alarma antirrobos estaba aullando sin cesar, y tres hombres se dedicaban a cargar cajas en un camión sin la menor prisa. Sonreí y saludé. No me hicieron caso.
Era una sensación a la que me estaba acostumbrando: todo el mundo hacía caso omiso del pobre y vacío Dexter, salvo, por supuesto, quien me hubiera estado siguiendo, o no.
Pero hablando de estar vacío, la forma en que me había escabullido de una discusión con Rita, por suave que hubiera sido, me había dejado sin cena, y eso no es algo que tolero de buen grado. En este momento deseaba comer casi tanto como respirar.
Paré en un Pollo Tropical y me llevé medio pollo. El olor inundó al instante el coche, y durante los tres últimos kilómetros tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no parar el coche con un chirriar de frenos y devorar el pollo a dentelladas.
El ansia me venció en el aparcamiento, y mientras entraba tuve que manotear con los dedos grasientos para exhibir mis credenciales, y a punto estuve de tirar las alubias. Pero cuando me acomodé delante del ordenador, era un chico mucho más feliz, y el pollo ya no era más que una bolsa llena de huesos y un recuerdo agradable.
Como siempre, con el estómago lleno y la conciencia tranquila, me resultó mucho más fácil poner en marcha mi poderoso cerebro y reflexionar sobre el problema. El Oscuro Pasajero había desaparecido. Eso parecía insinuar que poseía una especie de existencia independiente sin mí. Lo cual significaba que debía venir de algún sitio y, muy posiblemente, había vuelto a él. Mi primer problema era, por lo tanto, descubrir todo lo posible sobre su procedencia.
Sabía muy bien que el mío no era el único Pasajero del mundo. Durante mi larga y gratificante carrera, me había topado con varios depredadores envueltos en la nube negra invisible que indicaban un autoestopista como el mío. Y era lógico suponer que habían surgido en algún lugar y algún momento, y no sólo conmigo y en mi tiempo. Era vergonzoso, pero nunca me había preguntado por qué, o de dónde procedían aquellas voces interiores. Ahora, con toda la noche por delante, y la paz y tranquilidad del laboratorio forense, podría rectificar este trágico olvido.
Sin pensar en mi seguridad personal, me zambullí intrépido en Internet. Por supuesto, no encontré nada útil cuando busqué «Oscuro Pasajero». Al fin y al cabo, era mi expresión privada. De todos modos lo intenté, para asegurarme, y no encontré nada más que algunos juegos online y un par de blogs que alguien debería denunciar a la autoridad competente en materia de angustia adolescente.
Busqué «compañero interior», «amigo interior», e incluso «guía espiritual». Obtuve resultados muy interesantes, que me indujeron a preguntar hacia dónde se dirigía este cansado mundo, pero nada que iluminara mi problema. Pero, por lo que yo sabía, jamás ha existido un ejemplar único de algo, y la ley de las probabilidades indicaba que acabaría acertando los términos de búsqueda correctos para encontrar lo que necesitaba.
Muy bien: «guía interior», «consejero interno», «ayudante oculto». Probé todas las combinaciones de este tipo que se me ocurrieron, cambié adjetivos, consulté listas de sinónimos, y siempre terminaba asombrado de que la pseudofilosofía de la Nueva Era se hubiera apoderado de Internet. De todos modos, no obtuve nada más siniestro que una forma de explotar el poder de mi inconsciente para triunfar en el negocio de los bienes raíces.
Sin embargo, descubrí una referencia muy interesante a Salomón, de fama bíblica, la cual afirmaba que el tipo había hecho referencias secretas a una especie de rey interior. Busqué información sobre Salomón. ¿Quién habría adivinado que ese rollo de la Biblia fuera interesante y pertinente? Por lo visto, cuando pensamos en él como el tipo sabio y alegre con barba que se ofreció a partir en dos un bebé para hacerse el gracioso, estamos pasando por alto lo mejor.
Por ejemplo, Salomón erigió un templo a algo llamado Moloch, al parecer uno de los antiguos dioses malvados, y mató a su hermano porque descubrió «maldad» en su interior. Comprendí que, desde una perspectiva bíblica, la maldad interior podía ser una excelente descripción de un Oscuro Pasajero. Pero si existía una relación, ¿era lógico que alguien con un «rey interior» hubiera matado a alguien habitado por la maldad?
Mi cabeza daba vueltas. ¿Debía creer que el rey Salomón poseía un Oscuro Pasajero? O como era uno de los buenos de la Biblia, ¿debía interpretar que encontró uno en su hermano y lo mató por esa causa? Y contrariamente a lo que me habían conducido a creer, ¿habló en serio cuando se ofreció a partir por la mitad al bebé?
Lo más importante de todo, ¿importaba algo lo sucedido algunos miles de años antes en el otro extremo del mundo? Aún suponiendo que el rey Salomón poseyera uno de los primeros Oscuros Pasajeros, ¿en qué me ayudaría a eso a recuperar mi personalidad adorable y mortífera? ¿Qué podía hacer con todas estas fascinantes tradiciones históricas? Ninguna me revelaba de dónde procedía el Pasajero, qué era o cómo recuperarlo.
Estaba desorientado. Bien, había llegado el momento de tirar la toalla, aceptar mi sino, entregarme a la clemencia del tribunal, asumir el papel de Dexter, tranquilo hombre de familia y ex Oscuro Vengador. Resignarme a la idea de que nunca volvería a sentir el toque frío y duro de la luz de la luna sobre mis terminaciones nerviosas electrificadas, cuando surcaba la noche como el avatar del acero frío y afilado.
Intenté pensar en algo que me inspirara a llevar a cabo esfuerzos mentales aún mayores en mi investigación, pero sólo se me ocurrió un fragmento de un poema de Rudyard Kipling, If : «Si eres capaz de conservar la cabeza cuando todos los que te rodean pierden la suya», o palabras similares. No me pareció suficiente. Tal vez Ariel Goldman y Jessica Ortega tendrían que haberse aprendido a Kipling de memoria. En cualquier caso, mi búsqueda no me había conducido a ningún lugar útil.
Estupendo. ¿De qué otra manera se podía denominar al Pasajero? «Comentarista sardónico», «sistema de alarma», «animadora interior». Las consulté todas. Algunos resultados de «animadora interior» fueron muy sorprendentes, pero no tenían nada que ver con mi investigación.
Probé «vigilante», «vigilante interior», «oscuro vigilante», «vigilante oculto».
Un tiro a ciegas, tal vez al hecho de que mis pensamientos estaban derivando de nuevo hacia la comida, pero de todos modos muy justificado: «hambriento vigilante».
Una vez más, los resultados remitieron a la jerga de la Nueva Era. Pero un blog llamó mi atención y lo abrí. Leí el primer párrafo y, aunque no llegué a decir «bingo», era el meollo de lo que pensaba.
«Una vez más nos adentramos en la noche con el Hambriento Vigilante», empezaba. «Recorremos las oscuras calles que bullen de presas, atravesamos poco a poco el banquete que aguarda, y sentimos el tirón de la marea de sangre que pronto se alzará para cubrirnos de goce…»
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