Niños… Maravilloso.
Empezaba a disfrutar de la situación.
Durante un tiempo, le bastó con desplazarse en las cosas-mono y ayudarlas a matar. Pero hasta eso terminó siendo aburrido debido a la simple repetición, y de vez en cuando EL pensaba de nuevo que tenía que haber algo más. Existía aquel fascinante estremecimiento de algo indefinible en el momento de matar, la sensación de algo a punto de despertar, y después se adormilaba otra vez, y EL quería saber qué era.
Pero pese a las numerosas ocasiones, pese a las numerosas cosas-mono diferentes, jamás podía acercarse a esa sensación lo suficiente para descifrar qué era. Lo cual provocaba que ÉL deseara saber más.
Transcurrió muchísimo tiempo, y EL empezó a amargarse de nuevo. Las cosas-mono eran demasiado sencillas, y lo que EL hacía con ellas no era suficiente. Empezó a sentirse ofendido por su existencia estúpida, absurda y repetitiva. Arremetió contra ellas una o dos veces, con el deseo de castigarlas por sus sufrimientos tontos y carentes de imaginación, y azuzó a su anfitrión a matar familias enteras, tribus enteras. Y mientras morían, aquella maravillosa insinuación de algo más colgaba lejos de su alcance, y después volvía a adormecerse.
Era furiosamente frustrante. Tenía que existir una forma de descubrir qué era aquel algo escurridizo y dotarlo de existencia.
Y después, por fin, las cosas-mono empezaron a cambiar. Al principio fue muy lento, tan lento que ÉL ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que el proceso ya estuvo en marcha. Y un maravilloso día, cuando EL entró en un nuevo anfitrión, la cosa se alzó sobre sus patas traseras y, mientras EL se preguntaba qué estaba pasando, la cosa dijo: «¿Quién eres?».
Un placer aún más extremo siguió a la sorpresa extrema de aquel momento.
ÉL ya no estaba solo.
El trayecto hasta el centro de detención fue como una seda, pero con Deborah conduciendo eso sólo significaba que nadie resultaría gravemente herido. Tenía prisa, y antes que nada era una policía de Miami a quien habían dado clases de conducir policías de Miami. Y eso quería decir que estaba convencida de que el tráfico era fluido por naturaleza, y lo atravesaba como un hierro al rojo vivo en la mantequilla, introduciéndose en huecos que no existían, y dejando claro a los demás conductores que debían apartarse o morir.
Cody y Astor estaban muy contentos, por supuesto, sujetos con los cinturones de seguridad al asiento trasero. Iban sentados lo más erguidos posible, y estiraban el cuello para ver mejor. Lo más raro de todo fue que Cody sonrió un momento cuando no nos empotramos por un pelo contra un hombre de 160 kilos a bordo de una moto pequeña.
—Conecta la sirena —sugirió Astor.
—Esto no es un maldito juego —rugió Deborah.
—¿Ha de ser un maldito juego para conectar la sirena? —preguntó Astor a Deborah, la cual se tiñó de púrpura y dio un volantazo para salir de la U.S. 1, esquivando por poco un Honda baqueteado que corría sobre cuatro ruedas de recambio.
—Astor —intervine—, no digas esa palabra.
—Ella no para de decirla —replicó Astor.
—Cuando tengas su edad, también podrás decirla, si quieres —dije—, pero a los diez años no.
—Eso es una estupidez —replicó la niña—. Si es una palabrota, da igual la edad que tengas.
—Eso es verdad —admití—, pero no puedo imponer a la sargento Deborah lo que ha de decir.
—Eso es una estupidez —repitió Astor, y después cambió de tema—. ¿De veras es sargento? ¿Eso es mejor que ser policía?
—Significa que es la jefa de los policías —le expliqué.
—¿Puede dar órdenes a los que van de azul?
—Sí —contesté.
—¿Y también lleva pistola?
—Sí.
Astor se inclinó hacia delante todo cuanto le permitió el cinturón de seguridad, y miró a Deborah con algo cercano al respeto, una expresión que no veía en su cara muy a menudo.
—No sabía que las chicas podían llevar pistola y ser jefe de policía —comentó.
—Las chicas pueden hacer cualquier pu…, cualquier cosa que hagan los chicos —dijo con brusquedad Deborah—. Mejor, por lo general.
Astor miró a Cody, y después a mí.
—¿Cualquier cosa? —preguntó.
—Casi cualquier cosa —dije—. Creo que el fútbol americano profesional está descartado.
—¿Disparas a gente? —preguntó Astor a Deborah.
—Por el amor de Dios, Dexter —rugió Deborah.
—Dispara a gente a veces —dije a Astor—, pero no le gusta hablar de eso.
—¿Por qué?
—Disparar contra alguien es algo muy privado —expliqué—, y considera que no le importa a nadie.
—Deja de hablar de mí como si fuera una lámpara, por los clavos de Cristo —gritó Deborah—. Estoy aquí.
—Lo sé —dijo Astor—. ¿Vas a contarnos a quién disparas?
Como respuesta, Deborah efectuó un brusco giro, entró en el aparcamiento y se detuvo delante del centro.
—Hemos llegado —anunció, y bajó como si escapara de un nido de hormigas rojas. Entró corriendo en el edificio, y en cuanto desabroché los cinturones de Cody y Astor, la seguimos a un paso más sosegado.
Deborah continuaba hablando con el sargento de servicio, y yo conduje a los niños hasta un par de sillas desvencijadas.
—Esperad aquí —dije—. Volveré dentro de unos minutos.
—¿Sólo esperar? —preguntó Astor, con un temblor de indignación en la voz.
—Sí. He de hablar con un chico malo.
—¿Por qué no podemos ir? —preguntó la niña.
—La ley no lo permite —le expliqué—. Esperad aquí como he dicho. Por favor.
No parecían muy entusiasmados, pero al menos no saltaron de las sillas y cargaron por el pasillo gritando. Aproveché su colaboración para reunirme con Deborah.
—Vamos —ordenó, y nos encaminamos a una de las salas de interrogatorios del pasillo. Al cabo de pocos minutos, un guardia trajo a Halpern. Iba esposado, y su aspecto era peor que nunca. No se había afeitado y tenía el pelo alborotado, y había una mirada en sus ojos que sólo se me ocurrió describir como alucinada, aunque suene a tópico. Se sentó en el borde de la silla hacia la cual le empujó el guardia, y contempló sus manos cuando las apoyó sobre la mesa.
Deborah asintió en dirección al guardia, quien salió de la habitación y se quedó en el pasillo. Debs esperó a que la puerta se cerrara, y después concentró su atención en Halpern.
—Bueno, Jerry —dijo—. Espero que hayas descansado bien esta noche.
El hombre levantó la cabeza como si hubieran tirado de ella con una cuerda y la miró.
—¿Qué… qué quiere decir? —preguntó. Debs enarcó las cejas.
—No quiero decir nada, Jerry —contestó—. Sólo estaba siendo educada.
Él la miró durante un momento y volvió a bajar la cabeza.
—Quiero ir a casa —dijo, en voz baja y temblorosa.
—Estoy segura de eso, Jerry —dijo Deborah—. Pero en este momento no lo puedo permitir.
El hombre meneó la cabeza y murmuró algo inaudible.
—¿Qué has dicho, Jerry? —preguntó Deborah con la misma voz paciente y amable.
—He dicho, no creo que hiciera nada —contestó, sin levantar la vista.
—¿No lo crees? —preguntó Deborah—. ¿No deberíamos estar seguros de eso antes de dejarle marchar?
Halpern levantó la cabeza para mirarla, muy lentamente.
—Anoche… —dijo—. Debido a estar en este lugar… —Meneó la cabeza—. No sé. No sé —repitió.
—Ya habías estado en un lugar como éste, ¿verdad, Jerry? Cuando eras pequeño —dijo Deborah, y el hombre asintió—. ¿Este lugar te hizo recordar algo?
Читать дальше