—Oh, mierda —exclamó, mientras desviaba la vista hacia donde se hallaba la multitud congregada. Había llegado la primera furgoneta de periodistas, y antes incluso de que el vehículo frenara, un reportero saltó al suelo y empezó a dar órdenes a su cámara, indicándole que se colocara en el lugar adecuado para rodar una toma larga—. Maldita sea —dijo Deborah, y corrió a negociar con ellos.
—Ese tío me da miedo, Dexter —susurró una vocecita detrás de mí, y di media vuelta al instante. Una vez más, Cody y Astor se habían acercado a mí sin ser observados. Estaban muy juntos, y Cody inclinaba la cabeza hacia la pequeña multitud congregada al otro lado de la cinta de la escena del crimen.
—¿Qué tío te da miedo? —pregunté.
—Aquel —dijo Astor—. El de la camisa naranja. No me hagas señalar, está mirando.
Busqué una camisa naranja entre la muchedumbre y sólo vi un destello de color al final del callejón sin salida, cuando alguien entró en un coche. Era un pequeño coche azul, no un Avalon blanco, pero reparé en una mancha de color conocida que colgaba del espejo retrovisor cuando el coche salió a la calle. Y aunque costaba estar seguro, estaba bastante convencido de que era un pase de aparcamiento de la universidad de Miami.
Me volví hacia Astor.
—Bien, ya se ha marchado —dije—. ¿Por qué dijiste que te daba miedo?
—Él lo dijo —dijo Astor, y señaló a Cody. Éste asintió.
—Él fue —susurró apenas Cody—. Tenía una gran sombra.
—Siento que te asustara —dije—, pero ya se ha ido. Cody asintió.
—¿Podemos mirar las cabezas?
Los niños son tan interesantes, ¿verdad? Algo tan insustancial como la sombra de alguien había asustado a Cody, pero estaba más ansioso que nunca por ver de cerca un caso concreto de asesinato, terror y mortalidad humana. No le culpaba por querer echar un vistazo, claro está, pero pensé que no podía permitirlo sin más. Por otra parte, no tenía ni idea de cómo explicarles esto. Me han dicho que el idioma turco, por ejemplo, posee sutilezas inimaginables, pero el inglés no era el más adecuado para una respuesta adecuada.
Por suerte, Deborah volvió en aquel momento.
—Nunca más volveré a quejarme del capitán —masculló. Se me antojó una afirmación de lo más improbable, pero no me pareció diplomático decirlo—. Ya puede quedarse con esos bastardos chupasangre de la prensa.
—No pareces muy sociable —dije.
—Esos capullos no son seres humanos —replicó—. Sólo quieren fotos cojonudas de sus cortes de pelo perfectos mientras están frente a las cabezas, para enviar luego la cinta a la cadena. ¿Qué clase de animal desea ver esto?
De hecho, yo sabía muy bien la respuesta, puesto que estaba educando a dos en aquel momento y, para ser sincero, yo también podía considerarme uno de ellos. Pero era mejor soslayar aquella pregunta y tratar de concentrarme en el problema inmediato. Así que medité sobre el motivo de que aquel tipo hubiera dado miedo a Cody, y sobre el hecho de que tuviera algo muy parecido a un permiso de aparcamiento de la universidad.
—Se me ha ocurrido una idea —le dije a Deborah, y por la forma en que volvió la cabeza al instante, podría pensarse que estaba de pie sobre una pitón—. No concuerda con tu teoría del dentista convertido en señor de la droga —le advertí.
—Escupe —rezongó entre dientes.
—Había alguien aquí que asustó a los niños. Se fue en un coche con permiso de aparcamiento de la Facultad.
Deborah me miró con ojos duros y opacos.
—Mierda —dijo en voz baja—. El tipo que mencionó Halpern… ¿Cómo se llama?
—Wilkins.
—No. No puede ser. ¿Por qué los niños dicen que alguien los asustó? No.
—Tiene un móvil.
—¿Conseguir el empleo de profesor numerario, por el amor de Dios? Venga, Dex.
—No es necesario que creamos que es importante. Pero para ellos sí lo es.
—De manera que, para conseguir el empleo de profesor numerario, entra por la fuerza en el apartamento de Halpern, roba su ropa, mata a dos chicas…
—Y después nos guía hacia Halpern —dije, mientras recordaba que lo había sugerido en el vestíbulo.
Deborah me miró.
—Mierda. Lo hizo, ¿verdad? Nos dijo que fuéramos a ver a Halpern.
—Y aunque el empleo de profesor numerario nos parezca un buen móvil —dije—, es más lógico que Danny Rollins y Ted Bundy, esos asesinos múltiples, actuando al alimón, ¿verdad?
Deborah se alisó el pelo, un gesto sorprendentemente femenino de alguien en quien había llegado a pensar como la sargento Roca.
—Podría ser —dijo por fin—. No conozco lo bastante a Wilkins para estar segura.
—¿Vamos a hablar con él?
Ella negó con la cabeza.
—Antes quiero ver otra vez a Halpern.
—Voy a buscar a los niños.
Naturalmente, no estaban donde deberían, pero los encontré con suma facilidad: se habían acercado a las dos cabezas para verlas mejor, y tal vez fuera mi imaginación, pero creí percibir un brillo de reconocimiento profesional en los ojos de Cody.
—Vamos —les dije—. Hemos de irnos.
Dieron media vuelta y me siguieron a regañadientes, pero oí que Astor mascullaba por lo bajo:
—Mejor que un estúpido museo, desde luego.
Había observado todo desde el fondo del grupo que se había congregado para ver el espectáculo, procurando ser uno más de la multitud, sin diferenciarse de los demás ni ser observado. Era peligroso para el Vigilante estar allí. Podían reconocerlo, pero valía la pena correr el riesgo. Y, por supuesto, resultaba gratificante observar la reacción a su obra. Una pequeña vanidad que se podía permitir.
Además, sentía curiosidad por ver qué deducirían de la sencilla pista que había dejado. El otro era listo, pero hasta el momento no le había hecho caso, había pasado por delante y dejado que sus compañeros de trabajo la fotografiaran y examinaran. Tal vez tendría que haber sido un poco más flagrante, pero quedaba tiempo para hacerlo mejor. No había la menor prisa, y la importancia de preparar al otro, de dirigirle cuando todo estuviera a punto, eso era superior a todo lo demás.
El Vigilante se acercó un poco más para estudiar al otro, tal vez para ver alguna señal de cómo reaccionaba hasta el momento. Interesante lo de presentarse con aquellos niños. No parecían especialmente perturbados por la visión de las dos cabezas. Quizás estaban acostumbrados a esas cosas, o…
No. No era posible.
Se fue acercando más con la mayor cautela posible, intentando adaptarse al flujo y reflujo de los curiosos, hasta que llegó a la cinta amarilla, al punto más cercano a los niños posible.
Y cuando el niño alzó la vista y sus ojos se encontraron, ya no hubo la menor posibilidad de error.
Por un momento sostuvieron la mirada, y toda sensación de tiempo se perdió en el zumbido de las alas oscuras. El niño lo miró como reconociéndolo, no quién era, sino qué, y sus pequeñas alas se agitaron con furia aterrada. El Vigilante no pudo reprimirse. Se acercó más, permitió que el niño lo viera, así como el aura de poder oscuro que lo rodeaba. El niño no demostró miedo. Se limitó a mirarlo y exhibió su propio poder. Después dio media vuelta y tomó la mano de su hermana, y los dos se volvieron corriendo con el otro.
Era hora de irse. Los niños, sin duda, lo señalarían, y no quería que vieran su cara, todavía no. Corrió hacia el coche y se alejó, pero sin preocupación. En absoluto. Si acaso, estaba más satisfecho de lo que era procedente.
Eran los niños, por supuesto. No sólo porque se lo contarían al otro, para así acercarlo unos pasos más al necesario temor. Pero también porque le gustaban los niños. Era maravüloso trabajar con ellos, transmitían emociones muy poderosas, y elevaban la energía del acontecimiento a un plano superior.
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