A las tres menos cuarto el abogado cerró los últimos asuntos y condujo hasta otra calle tomada. Había demasiado tráfico. Se conectó desde una de las wifis crackeadas días atrás. No había ningún usuario que no fuese él, descontrolado, adolescente, dejando su rastro cada diez minutos. Borró sus pasos y empalmó dos cigarrillos, se oían bocinazos de coches a pocos metros. Observaba a los peatones que pasaban cerca. Quizá son como yo, tienen una línea abierta con lo clandestino y sus caras mudas miran hacia un sueño postergado que se niega a desaparecer.
Había olvidado comprar un sándwich, pero era tarde, ¿y si ella se conectaba en ese momento? Siguió fumando; entonces la vio, el rostro apresurado, la orden de eliminar el documento.
– hola -escribió él como una exhalación.
Le pareció distinguir, aunque quizá se lo figuraba, un brillo soñador en sus ojos.
– ¿vas a entregarme? -continuó el abogado.
Ella solo miraba.
– los votantes quieren secretos, sueñan que sarkozy, zapatero o condoleezza rice tienen perversiones ocultas, una pasión devoradora o un plan…
Siguió escribiendo lo que él llamaba literatura. Según había podido averiguar, en el despacho de la vicepresidenta había una fotografía suya junto a un escritor. A los políticos les gustaban los libros, los políticos entregaban premios a los escritores, iban a sus entierros. Y aunque él era un vulgar abogado defensor de seguratas, un tipo que solo durante un corto período se había atrevido a desafiar las reglas abiertamente para luego abandonar, encoger la columna, agachar la cabeza, a pesar de todo aún leía en su cama cada noche y se imaginaba siguiendo los pasos de quien dijo: «Yo quise conocer el otro lado del jardín».
– … soy tu secreto, ¿me expulsarás?
Ella le estaba contestando con las mismas armas. Revoloteas con tus palabras, sí, pero tú llevas demasiados años en eso que llaman el poder: tú pensabas y, mal que bien, lo que pensabas se hacía. Lo que yo he pensado, en cambio, sigue en mí.
– ¿…Te has fijado en cómo tiemblan mis manos después de una comparecencia? -tecleaba la vicepresidenta-. ¿Y las heladerías? ¿Qué sabes de las heladerías?
El abogado vio a Amaya yendo al local de la organización, cansada, sabiendo que lo que ahora desde fuera llamaban «la izquierda minoritaria» estaba desarbolada, sin medios, sin unidad, y sin embargo seguía aguantando largas reuniones para preparar una acción con pocas perspectivas de poder llevarse a cabo: ¿qué coño le importaban las heladerías? Sé cauto. Sé paciente. Ella empieza a hablar contigo, agradéceselo. Dos puntos y un paréntesis. Luego los puntos suspensivos. Y luego el interés que no se finge porque en cualquier palabra puede habitar un comienzo.
– :)… ¿las heladerías?
Efecto conseguido, la vio esbozar una sonrisa. Después sacudió la cabeza y empezó a escribir:
– Todos imaginan mi cansancio, mi rictus de soledad, algunos llegan a imaginar el momento en que la resistencia cede y…
El abogado miraba cómo se sucedían las letras sin prestar demasiada atención. Ella solo se estaba desahogando, más adelante podría repasar lo escrito, ahora debía concentrarse en el próximo movimiento. Tengo que avanzar, decirle que sé quién es.
– ¿… Piensas que compraría juguetes sexuales en la red si pudiera no usar mi propia tarjeta de crédito? -terminó ella.
– sé muy pocas cosas -y escribió despacio-, vicepresidenta.
– Mi cargo, ya lo veo. El tono de mi voz. Las fotos publicadas. Las últimas medidas que aprobé.
– eso lo sabe cualquiera que lea la prensa y busque vídeos tuyos.
– ¿Te conozco? -preguntó ella.
– No -escribió el abogado, no sin extrañeza pues llevaba dos meses conviviendo de algún modo con esa mujer: yo sí te conozco.
– ¿Me lo juras?
– sí.
– Pero qué importa, tu juramento no vale nada. Menos que nada. ¿Crees que soy una exhibicionista?
Tengo hambre -pensó el abogado-. Y aunque crea que lo eres, todavía no te lo puedo decir.
– no.
– Sin embargo, cualquier otra persona sentiría tu intromisión como una agresión impúdica, estás violando mi intimidad.
¿Por qué lo toleras? No es por esa chorrada de las heladerías. ¿De qué te arrepientes? Eso sí quiero saberlo. No podía hablarle así aún. Debía mantener su estatus incorpóreo, unos bits que aparecen y luego se van. Fue sincero sin aparentarlo y escribió:
– he corrido un riesgo…
Siguieron hablando y luego ella exigió una prueba.
– ¿Cómo puedo estar segura de que no eres un periodista? -preguntó la vicepresidenta.
Vas rápido. Suponía que ibas a pedirme esto, pero ¿tan pronto? No importa, tengo la respuesta preparada desde hace días. Miraba la hora en la pantalla, la dejó avanzar y escribió su oferta: entrar en el ordenador de un periodista que ella eligiera. Si él mismo fuese periodista y ella le delataba, perdería el respeto de sus colegas.
– ¿Tan fácil es entrar en otro ordenador?
Tan fácil, no -pensó mientras respondía. Ella se resistió:
– … Yo quedaría más comprometida que tú.
– ¿quieres que sea yo quien elija al periodista?
– No he dicho eso.
– lo elegiré de todos modos.
Callas. Miras tus manos, ¿son como las de Pilatos?
– Me esperan, debo irme.
No, no creo que vayas a irte así, no es tu estilo. O tal vez te sientes acorralada, ¿por quién? Desde luego, no por mí. Pero la vicepresidenta no se iba. Solas, las dos letras aparecieron en la página.
– No.
Entonces sí la vio levantarse, salir del cuadro. Durante un momento el color blando de su blusa cubrió la pantalla entera. El abogado apagó su ordenador. Sentía una euforia cauta.
A principios de marzo, varias semanas después de su primer diálogo con la vicepresidenta, el abogado salió del metro y se dirigió al Retiro, como le sobraban quince minutos podía dar un pequeño rodeo entre los árboles. Le gustaba la luz de un cielo ceniciento que amenazaba lluvia. El parque estaba tranquilo, un guardia a caballo, una pareja de patinadores. Se sentó en un banco para fumar un pitillo. No había previsto que las cosas llegaran tan lejos. Había encontrado el primer documento con cierta facilidad. Hizo un poco de ingeniería social en el eslabón más débil de la empresa aeronáutica para conseguir direcciones de correo, después remitió un pdf a varios administrativos a la vez, y alguien lo abrió. El código malicioso se instaló con rapidez proporcionándole una entrada al sistema. Tras pasearse por la base de datos durante apenas dos horas, lo vio: el nombre de uno de los pilotos del avión siniestrado, y una lista de los partes que había emitido. Eligió lo más revelador y lo depositó en el escritorio de la vicepresidenta, «Regalo», sin tener todavía demasiado claro qué buscaba con ello.
Luego vino lo de dejarle un archivo mp3 con «Mother», de Danzig. Lo hizo como si se tratara de una firma, si yo pudiera elegir mi voz, y tú pudieras oírla, no oirías los tonos contenidos de este abogado, sino a Glenn Danzig, sus vocales densas, su timbre eléctricamente poderoso. La siguiente vez que hablaron ella había tapado el micrófono y la cámara. Aunque podía parecer un retroceso, él lo interpretó como un avance, quería decir que Julia había consultado con alguien, o que se había informado y había decidido salvaguardar su imagen física, pero mantener la relación. Ese día el abogado no hizo alusión alguna a la mancha negra sobre la cámara, no quería que ella tuviera constancia de que había estado viéndola, «no me ha gustado», dijo de su intervención. Y ella entró al trapo con ganas, como quien espera sincerarse con alguien cercano.
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