Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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Carmen se dio la vuelta para colocarse frente a la vicepresidenta. Era cinco años más joven que Julia, apenas nada y, al mismo tiempo, casi una generación. Se miraron a los ojos.

– Nos van a cesar, ¿verdad?

– No pensaba en eso. Tampoco creo que el presidente haga un cambio de gobierno enseguida.

¿Y si la flecha eres tú? ¿Y si he pasado todos estos años contigo sin saber que esperabas otra cosa de mí?

La vicepresidenta dijo:

– He cumplido, he sido aplicada, como el hermano mayor de la historia del hijo pródigo. Pero eso no basta. Nunca he arriesgado más de lo que tenía.

Carmen sonrió.

– Ojalá todos hubieran hecho lo mismo, no estaríamos en esta crisis.

– No, no, lo que ellos han hecho es arriesgar más de lo que tenían otros. Carmen…

No eres tú, lo sabría, hemos pasado tantas cosas juntas.

– ¿Sí?

– Todos piensan que somos intercambiables, no lo digo por el baile de cargos, sino en general: piensan que la diferencia entre un gobierno y otro es nimia.

– No conocen el funcionamiento, las mil decisiones que se toman a diario.

– No lo conocen pero lo imaginan. Hacen una media. Al final es como el sector de la alimentación, las personas no saben cuánto cuesta cada producto concreto, pero hacen su compra y no se equivocan en el valor del carro en su conjunto.

– ¿Me estás diciendo que nuestro carro al final valdría lo mismo que el de cualquier otro gobierno, que lo que se ahorra en unas cosas se pierde en otras?

– No, Carmen, lo malo es que yo de verdad creo que puedo ser útil. Lo creo hasta la imprudencia y el ridículo. Y me parece que tú también.

Estaban ya a pocos metros de la carretera. El escolta las miraba.

¿Quién eres?, preguntó en silencio la vicepresidenta.

Enero

El abogado salió tarde del despacho, volvió a casa, cenó algo, preparó el portátil y tomó el libro. Condujo a un barrio en dirección opuesta al del primer encuentro. Rompió la contraseña de dos redes inalámbricas en cincuenta minutos. Luego se echó por encima de los hombros una manta sintética de color naranja. El Mini estaba lleno de rendijas que anulaban la escasa potencia de la calefacción y pensaba pasar las horas que hiciera falta aparcado en la calle, prendido de esas wifis ajenas, hasta entrar en contacto con la vicepresidenta.

Hoy quería hablarle. De entre todo lo que había encontrado en el tiempo que estuvo analizando el tráfico de la red y las zonas aparentemente borradas del disco duro, había elegido El maestro y Margarita. Mientras esperaba su llegada hojeó las páginas subrayadas por él mismo durante los últimos días.

Fracasar en enamorarte no es una opción, lo había oído en alguna comedia romántica de serie B y, no obstante, era así como se sentía. No pretendía, desde luego, enamorar a Julia Montes en un sentido físico. Sin embargo, tenía que franquear el paso, dejar una entrada abierta en ella como ya la tenía dentro de su máquina. Y fracasar no era, se repetía, una opción. Ningún sistema informático es seguro al cien por cien; los exploits, esos pequeños programas maliciosos, solo son la concreción real de una vulnerabilidad posible. Tampoco ningún sistema humano es completamente seguro, ninguna conjunción de miedos y deseos desestructurados, rotos porque no hay espacio para levantar la cabeza y respirar, no aquí.

Al principio pensó en replicar el comportamiento del troyano: un crecimiento inesperado de la información a la espera de ser procesada por el sistema provoca los errores que permiten al extraño tomar el control. Pero si para algo parecía preparada la vicepresidenta era para lidiar con esa información en espera, ya se tratase de órdenes, peticiones, datos o aun de pasiones, excitación, desconsuelo. Decidido a jugárselo a una carta, había elegido el libro más nombrado en los viejos documentos de la vicepresidenta. Tenía, sí, un plan, pero aún le faltaba la entonación. ¿Mostrar timidez, desparpajo, un punto de chulería? Ella no me ve. Para ella solo soy unos bits, unos cuantos caracteres.

La vicepresidenta no podía encontrar su nombre ni, desde luego, una fotografía suya, una imagen. Lo recordó porque necesitaba sentirse libre, incorpóreo, puntos móviles de luz en una pantalla. Te hablaré como si te conociera desde siempre. No solo te vigilo, además estoy dentro.

En cuanto la vicepresidenta movió el ratón, el abogado se hizo con el dominio del puntero con forma de flecha y empezó a agitarlo de un lado a otro, saludaba. La vicepresidenta tomó el ratón y él le devolvió el control. Pero en cuanto ella lo dejaba, la flecha volvía a bailar. Hubo un momento de quietud. Luego la vicepresidenta le sorprendió: había abierto un documento y escribía:

– Hola.

El abogado replicó al instante, con una minúscula deliberada:

– hola.

– ¿Qué quieres? -preguntó ella.

La risa del abogado sonó extraña dentro del Mini aparcado, excitada y nerviosa.

– mmm… -escribió parándose en cada tecla.

Vio una mirada divertida en el rostro de la vicepresidenta y una sonrisa apuntada. Luego el gesto cambió y Julia salió de foco. El abogado contaba los segundos como si algo estuviera descargándose primero e instalándose luego en la vicepresidenta, sin que él pudiera hacer nada a no ser contemplar los pasos sucesivos. Ella volvió y el abogado supo que debía retarla.

– tenías -escribió- desactivada la asistencia remota.

– Por seguridad -respondió ella- Me dijeron que lo hiciese.

El abogado rió para sí: también has desactivado la cámara y te estoy viendo. Pero solo escribió:

– la he activado.

– Sigues sin decirme lo que quieres,

– prestarte ayuda.

Había planeado esa respuesta. Quería ayudarla, sí, porque necesitaba que ella le ayudase. Aunque no solo por eso.

– ¿Qué me pedirías a cambio?

El abogado no dudó:

– te pediré «el mayor defecto».

Anda, es mejor si vienes. Lo que te espera si no, ya lo conoces. Miró por la ventanilla para no ver su cara. Cuando volvió a mirarla la frase casi entera se había escrito sobre el monitor:

– «¡Dioses, dioses míos! ¡Qué triste es la tierra al atardecer! ¡Qué misteriosa la niebla sobre los pantanos! El que haya errado mucho entre estas nieblas…». El abogado tomó el control para terminar: -«… el que haya volado por encima de esta tierra, llevando un peso superior a sus fuerzas lo sabe muy bien».

Ya estás al otro lado, murmuró el abogado para sí. No le extrañó el silencio, ni tampoco cuando, después de unos segundos, la vicepresidenta se dirigió al menú en busca de la opción de apagado. No obstante, se adelantó para hablarle una vez más.

– ¿te vas? -escribió.

Ella le contestó: solo un sí y un buenas noches; más que suficiente para dejar constancia de que tenían una vía de comunicación abierta.

La vicepresidenta apagó, en efecto, el ordenador; no obstante, él lo había programado para que volviera a encenderse media hora después. Quería seguir trabajando.

El abogado pasó la mañana siguiente en los juzgados inquieto, sentía que estaba tentando a la suerte. Si después del golpe de efecto del libro ella le buscaba sin encontrarle, gran parte de su poder se esfumaría. Pasaría a ser un sujeto, un simple sujeto que intentaba comunicarse con ella y no esa presencia omnisciente, ubicua, que había logrado sorprenderla y tal vez fascinarla. Ni por un momento debe imaginarme como un tipo cualquiera que roba horas a su jornada de trabajo y al sueño para visitarla. Necesito dos días más. Dos encuentros. Después impondré la regla de la noche.

El abogado había sintonizado un viejo netbook con el ordenador de la vicepresidenta y lo había llevado consigo. A intervalos, cada vez que podía, comprobaba que no hubiese ningún usuario conectado en casa de Julia Montes. Era desesperante y daba un poco de vergüenza. Pero estaba seguro de que la vicepresidenta iba a buscarle antes de la madrugada. No desde su trabajo, ella no cometería ese error. Sin embargo, entre una ocupación y otra podía hacer escala en su domicilio.

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