Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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La vicepresidenta temía haberse precipitado al llamarle, pero a la vez estaba contenta de haberlo hecho pues no imaginaba mejor interlocutor para el caso. Su relación con la flecha era ya asidua. Gracias a los documentos sobre las residencias de ancianos, el proyecto de crear una comisión que investigara el uso de los fondos de la Ley de Dependencia había salido adelante sin obstáculos. Desde entonces la flecha le había proporcionado varios documentos a menudo poco trascendentes pero siempre oportunos. Con ellos la vicepresidenta se anticipó a la oposición en el debate parlamentario, sorprendió a la prensa y actuó con audacia ante conflictos entre distintos ministerios. Hasta el momento, la flecha no le había pedido nada a cambio. Había formulado críticas a su labor, insinuaciones sobre la insuficiencia de su actuación, pero sin señalar ningún rumbo político.

Abrió la puerta Julia Martín, la esposa de Luciano, una conocida investigadora en su campo, la física del estado sólido. Julia había ocupado un puesto relevante en el ministerio de Educación durante los primeros años de gobierno del PSOE, y fue uno de los pocos altos cargos que dimitieron cuando el PSOE anunció su intención de hacer campaña en contra de su propio programa y a favor de la permanencia de España en la OTAN. Julia siempre se sentía algo cohibida ante ella, sabía hacer reír a las piedras y tenía cierto aspecto de hormiga atómica cuando se desplazaba de un lado para otro con su casco de moto a sus casi sesenta años. La acompañó al salón y se despidió, con su casco negro ensartado en el brazo, pues tenía compromisos fuera.

La abundancia de libros por todas las paredes hacía que el salón pareciese más pequeño de lo que ya era. La vicepresidenta habría preferido hablar con Luciano en su propia casa o en su despacho, pero aceptaba la ley de que quien pide ayuda es quien debe desplazarse. También atribuía importancia al hecho de hablar en un lugar con muebles de escaso valor y falta de espacio, donde no había ostentación de modestia sino treinta años sin ingresos extraordinarios y con actividades y preocupaciones de toda índole. Durante unos instantes comparó sus propias incursiones inmobiliarias con lo que aquella casa denotaba. Sacudió luego la cabeza, como para dejar de lado aquel conato de examen de conciencia.

Se miró la mano, extendida sobre el brazo del sillón de orejas, cuidadas las uñas pero sin pintar, como siempre las había llevado. Luciano estaba preparándose la pipa y parecía no tener prisa. La crisis económica había aflorado en todas las portadas de los periódicos y en todos los temas de conversación, quizá Luciano esperaba una consulta sobre ese asunto. Desde luego, no sobre una flecha que habla conmigo.

– Luciano, tengo un intruso en mi ordenador, en el de uso personal, privado. No es un virus ni nada de eso, sino alguien que me habla. Sé que no eres tú, desde luego, pero a veces he pensado que podrías serlo. Por las cosas que dice.

– Vaya, ¿y qué cosas dice, o digo?

– Me he explicado mal. En realidad no dice mucho. Pero, no sé, intuyo que, si diera sus opiniones más a menudo, se parecerían a las tuyas.

Con la pipa, Luciano Gómez le recordaba a Simenon en menos corpulento. Los años, además, le habían empequeñecido. También a ella.

– Pero ¿qué hace exactamente el intruso? ¿Te escribe correos electrónicos?

– Está dentro de mi ordenador y tiene acceso a todo lo que hago cuando me conecto y…, ya sé, debería habérselo contado a los responsables de la unidad informática del gobierno. Pero te lo estoy contando a ti.

Luciano la miró con expresión divertida.

– Así que tienes a uno de esos adolescentes hackers en tu ordenador. Y parece que el chaval te cae bien.

El humo de la pipa se enroscaba hacia lo alto de las estanterías. Había una tibieza agradable en la habitación. La vicepresidenta se alegró de haberse cambiado antes de venir. Se sentía cómoda con su ropa y pronto se descalzó para subir los pies al asiento y reclinarse de lado, apoyando la cabeza en la oreja del sillón.

– No te lo he contado todo. Me envía documentos. Bien seleccionados. No es que sean alto secreto, pero tampoco son cosas que pueda conseguir cualquier chaval adolescente. O quizá sí, en todo caso, para que se le ocurra buscarlas y ofrecérmelas hace falta una cabeza política.

– ¿Qué clase de documentos?

– Son, digamos, ambiguos. Nada sucio, desde luego, no hay chantaje ni espionaje barato. En principio, cualquiera debería poder acceder a ellos. Pero lo cierto es que cualquiera no puede. Y yo los he usado.

– Julia…

– Bueno, tampoco quiero exagerar. No los he utilizado para denunciar nada, ni siquiera he filtrado un asomo de noticia a la prensa. Digamos que me han servido para discutir, para argumentar mejor.

– Es una bomba de relojería.

– Podría serlo, lo sé.

Julia calló. Nunca se había atrevido a preguntar a Luciano por el congreso decisivo, por el momento, muchos años atrás, en que el partido socialista pudo haber mantenido la voluntad de transformar. El rehuía el tema, lo había visto en diferentes situaciones, pero esta vez necesitaba su versión:

– Háblame de aquel congreso, Luciano -dijo y le miró a los ojos, sin dureza pero sin parpadear, mucho tiempo.

Luciano suspiró.

– ¿El congreso extraordinario, cuando Felipe González, y el partido con él, abandonó el marxismo?

– No, el anterior, el 28.° Congreso. Cuando ganasteis.

– Supongo que no vas a contárselo a tu intruso.

– Por favor…

– Todos quieren que les hable de eso, olvidan que yo sigo en el partido, y en el sindicato. Nunca me fui. -El rostro alargado de Luciano salió de la sombra.

– Que yo no tenga el carnet del partido no me impide entender tu sentido de la lealtad. Mira dónde estoy Nosotros lo hicimos, lo bueno y lo malo. Nos manchamos las manos. Nunca pretenderé que es posible estar dentro y fuera al mismo tiempo.

– Pero si no hay nada que contar. Dices que ganamos: «Otra victoria como esta y volveré solo a Epiro», cuánto nos recordaron esa frase. La nuestra fue la victoria más pírrica que se conoce tras la del propio rey Pirro. ¿Qué más da que ganásemos con el sesenta y dos por ciento si los mismos que habían votado el mantenimiento de nuestra línea política aclamaron después a Felipe, que se marchaba por estar en desacuerdo con ella?

– Pudisteis haber presentado otra candidatura. No me refiero al congreso extraordinario que siguió sino a ese, aunque Felipe se hubiera ido.

– Recuerda que se fue entre las lágrimas de quienes habían criticado su exceso de moderación y su aparente giro a la socialdemocracia. Hubo mucha lágrima en aquel congreso.

– El hecho es que no la presentasteis. Yo creo que habríais ganado.

– Alfonso Guerra había dado la consigna de la abstención a un buen número de delegados si se nos ocurría hacerlo. Habríamos obtenido, todo lo más, un respaldo del treinta por ciento, y así no se puede formar una ejecutiva.

– Sin embargo, la comisión gestora que quedó encargada de organizar el congreso extraordinario no era imparcial. Su labor fue decisiva. Yo no debería decir esto, aunque al fin y al cabo, ya es algo sabido. Con otra comisión gestora, los delegados y los votos se habrían repartido de distinta manera.

– Había pocas probabilidades.

– No creo que fuera por eso -dijo Julia-, Teníais que responder ante los cien mil militantes, estaban las presiones externas, los fondos, los ataques desde El País. Os esperaba un fracaso estrepitoso, el desmembramiento del partido, el desastre. Pero no llegasteis a intentarlo. Si os hubierais lanzado…

– … por el desbarrancadero. Quizá. Durante los primeros años sí lo pensé hace tiempo que lo he olvidado.

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