Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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– A veces no intervenir es una forma de intervenir.

– ¿Una forma buena o mala? ¿Y por qué a veces? ¿Qué veces?

El hombre no contestó.

El abogado pensó en todas las historias que habría escuchado ese hombre, principios sin final, desenlaces distorsionados por la angustia. Sintió una gratitud redonda como una canica, sin melladuras ni cabos sueltos.

– Dígame una cosa: las bufandas, ¿las colecciona por usted, o por las personas que cuando viajan se acuerdan de usted y se las traen?

– ¿Usted quiere traerme una bufanda? -dijo el hombre.

– Sí, me gustaría.

– Pues hazlo -dijo.

El abogado rió.

– ¿Tienes una tarjeta de este bar, o un número de teléfono?

El hombre se lo apuntó en el reverso de un posavasos de cerveza. El abogado se marchó hacia la parte alta del pueblo. Recordaba un mirador desde donde podía verse el perfil de la costa durante varias decenas de kilómetros. Junto a esa perspectiva esperaba encontrar una visión más ajustada de sí mismo.

Se sentó en uno de los dos bancos de piedra de la plaza semicircular. El mar debía de estar picado, aunque desde la altura apenas percibía las pequeñas muescas blancas. No le preocupaba el juicio, esperaba que absolvieran al chico. Pero la historia de las escuchas y los hindúes, o los indios, era diferente. Llevaba demasiado tiempo manteniéndose alejado del lugar donde empieza el peligro, donde ya no se hace pie y el agua está oscura. En sus años de acción, una vez saltó la valla de una empresa periodística para poner pegamento en las cerraduras porque al día siguiente había huelga. Iba, de nuevo, con Amaya, sabían que habría vigilantes de seguridad y acordaron dividirse el trabajo. Ella, más experta, rellenaría las cerraduras mientras él les vigilaba de cerca y, llegado el caso, les distraía. Todo fue más o menos bien hasta que le atacó un perro y él no supo reaccionar. Entonces vio cómo zarandeaban a Amaya. Cuando logró zafarse del perro corrió hacia ellos, les detuvieron. Amaya pasó dos noches en comisaría porque tenía antecedentes. El salió antes. Fue a recoger a Amaya cuando la soltaron, parecía estar mordisqueando un trozo de hierba seca con la esquina de la boca a punto de sonreír. Poco después, él abandonó la organización comunista y también dejó de verla. Quizá su orgullo no había podido soportar la impotencia, no haber sabido qué hacer. También estaba el paso del tiempo, el agotamiento del impulso y la temeridad juvenil. Junto con Amaya, había otros compañeros que siguieron y él los dejó atrás, se dio muchas razones, sí: políticas, por desacuerdos; el tiempo, sentimentales, porque ya no resistía seguir siendo el confidente de Amaya, su camarada y nada más. Pero también lo había dejado como a veces uno se abandona y deja de llevar los hombros estirados, la espalda erguida.

Durante toda la carrera había intentado demostrar a su entorno que podía ser abogado, que no iba con los polis sino con los ladrones. Su padre había muerto en un accidente estúpido poco antes de que él entrara en la organización. Cuando la dejó, con lentitud, los escasos días en que su padre había hablado del trabajo comenzaron a rebobinarse en su cabeza. Aunque su padre no había sido uno de esos hombres que con orgullo aconsejaban a sus hijos seguir sus pasos y entrar en el cuerpo, tampoco era de los que se avergonzaban, de los que se proponían invertir cada euro sobrante en lograr que los hijos rebasaran su propio horizonte profesional. No se avergonzaba de su profesión sino de cómo le obligaban a ejercerla. «No quiero ser el mamporrero de nadie. No estamos aquí para barrer la basura.» Sin embargo, nunca se enfrentó, no había encontrado el modo. Malas experiencias en el sindicato le habían llevado a abandonar las reivindicaciones corporativas. «Un animal herido que se aparta», así se había descrito su padre. No herido por un arma concreta sino por el ejercicio cotidiano de una profesión traicionada. En una discusión donde el adolescente cargado de ideales recriminó a su padre la resignación y cierta complicidad con las partes más negras del sistema, se limitó a responder: «Ya no», para luego añadir: «¿Dónde están los que se rebelan? No están. O ceden o se largan».

A los veinticinco años el abogado empezó a asistir a clases de kárate, aunque no era bueno, ni siquiera mediano. Si había decidido estar solo, al menos quería ser capaz de defenderse y defender a otros no solo con las leyes, también con el cuerpo. Después se inscribió en un club de tiro y aprendió a disparar. Allí conoció a un vigilante acusado de agredir a dos chicos que habían salido de un comercio con bolsas llenas y preparadas para eludir los sistemas de alarma. El vigilante les había perseguido y forcejeó con ellos, pero negaba que eso fuera una agresión. El abogado escuchó la historia receloso. No podía sacar de su cabeza la prepotencia, la agresividad gratuita, con que los dos vigilantes se cebaron con Amaya cuando él forcejeaba con el perro. Sin embargo, también recordaba la mueca a punto de sonreír de Amaya mientras les decía: «¿Por esto os pagan?». Aquello le había emocionado, porque su padre no era solo el uniforme como muchos pretendían, y ella se había dirigido a esos tipos considerándoles más allá de su función. El abogado aceptó defender al vigilante y no solo no se sintió mal sino que le gustó. Llevaban armas, la prepotencia les caracterizaba, pero no eran más que tipos ganándose la vida. Son tan pocos los que eligen lo que quieren ser. Y de esos, hay tan pocos que puedan comportarse profesionalmente como una vez creyeron que se comportarían. Empezaron a llegarle nuevos casos. En las oficinas de empleo, las puertas de las tiendas, las urbanizaciones, los pasillos del metro, había unos tipos que servían de barrera, cuya única función era mostrarse, ejercer de muro de contención para defender algo que no les pertenecía. Y aunque a veces, cuando entraban en su despacho exhibiendo chulería y corpulencia, les odiaba, no era la mayoría de las veces. Se corrió la voz. Terminó convertido en el abogado de los seguratas de poca monta. Los otros tenían servicios jurídicos detrás, a menudo de grandes despachos. Al final, su red de clientes le había proporcionado una especie de protección informal añadida, y se había acostumbrado a ella.

Si bien no aprobaba la ingenuidad del chico, su imprudencia al aceptar la oferta de los indios, en cierto modo la envidiaba. Estar arriba, en el tobogán, y dejarse caer. Dar el paso que nos colocará allí donde nuestras reglas del juego no sirven. ¿Por qué lo había dado el chico? La deuda de su hermana no era más que un pretexto, igual que su cansancio en la empresa. ¿Por qué se juega alguien su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada? Pensó en la intensidad del deseo, cuando toda prudencia quiere desaparecer. Pero ese no era el carácter del chico. En cambio, seguro que suscribía aquello que Amaya citaba a menudo: «No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto».

Tenía ganas de fumar. Miró la hora y comprobó sobresaltado que quizá no llegase a tomar el tren. Salió corriendo. Se preguntaba si le devolverían al menos una parte del dinero del billete. Pensaba en las llamadas que debería hacer. Podía perjudicar a uno de los defendidos no presentando el recurso a tiempo. ¿Podría localizar al procurador? Sentía el aire de septiembre en las manos y en la cara.

Enero

Cada semana durante años ver los mismos sillones de tapizado gris y armazón negro, los periodistas que aguardan en sus puestos, los fotógrafos al pie de la mesa buscando un primer plano para ese día. Aunque había ruedas de prensa mejores y peores, en esa segunda legislatura todas estaban siendo difíciles. Muy pocas veces habían logrado adelantarse con propuestas y a menudo sus actuaciones daban la impresión de estar hechas para paliar un problema que no supieron resolver a tiempo.

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