John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– ¿No cree que sea, sin más, un plan para ver si podían obligar a sus padres a que les compraran el coche de sus sueños?

– Lo dudo.

– Si era una historia que urdieron entre ellas, o bajo la dirección de una tercera parte misteriosa, por razones todavía desconocidas, ¿por qué cada chica dijo una marca de coche distinta?

A Gurney se le ocurrió una posible respuesta, pero quería más tiempo para pensar en ello.

– ¿Cómo eligió los nombres de las chicas a las que quería llamar?

– Nada sistemático. Eran solo chicas de la clase de graduación de Jillian.

– ¿Así que todas tenían aproximadamente la misma edad? ¿Todas alrededor de los diecinueve o veinte años?

– Eso creo.

– ¿Se da cuenta de que tendrá que entregar los registros de matriculación de Mapleshade a la Policía?

– Me temo que yo no lo veo de esa manera, al menos todavía no. Lo único que sé en este momento es que tres chicas, legalmente adultas, se fueron de casa después de mantener discusiones similares con sus padres. Le concedo que hay algo en ello que parece peculiar (que es el motivo por el que le he llamado), pero hasta ahora no hay pruebas de criminalidad, no hay pruebas de nada mal hecho en absoluto.

– Hay más de tres.

– ¿Cómo lo sabe?

– Como le he dicho antes, me contaron…

Ashton lo interrumpió.

– Sí, sí, lo sé, una persona anónima le dijo que no podían encontrar a algunas de nuestras antiguas estudiantes, también anónimas, lo cual en sí mismo no significa nada. No mezclemos churras con merinas, no saltemos a conclusiones horribles para usarlas como pretexto para destruir las garantías de confidencialidad de la escuela.

– Doctor, acaba de llamarme. Estaba preocupado. Ahora me está diciendo que no hay nada de que preocuparse. No tiene mucho sentido.

Podía oír la trémula respiración de Ashton. Después de cinco largos segundos, el hombre habló con voz más mesurada.

– Mire, esto es lo que le propongo: continuaré haciendo llamadas. Trataré de contactar con todos los números que tengo de graduadas recientes. De esa manera podremos averiguar si hay un patrón serio aquí, antes de causar un daño irreversible a Mapleshade. Créame, no pongo obstáculos porque sí. Si descubrimos algún otro ejemplo…

– Muy bien, doctor, haga las llamadas. Pero sepa que le pasaré al DIC la información que ya poseo.

– Haga lo que tenga que hacer pero, por favor, recuerde lo poco que sabe. No destruya un legado de confianza sobre la base de una hipótesis.

– Le entiendo. Lo ha expresado con elocuencia. -De hecho la fácil elocuencia de Ashton estaba desquiciando a Gurney-. Pero hablando del legado de la institución, o misión, o reputación, o como quiera llamarlo, entiendo que hizo algunos cambios drásticos en esa área hace unos años, algunos podrían decir que cambios arriesgados.

Ashton respondió con sencillez.

– Sí, lo hice. Dígame cómo le describieron esos cambios y le diré a qué se debieron.

– Parafrasearé: «Scott Ashton puso la misión de la institución patas arriba, transformó una organización que trataba lo tratable en una jaula de monstruos incurables». Creo que eso capta la esencia de la idea.

Ashton dejó escapar un pequeño suspiro.

– Supongo que es la forma en que «alguien» podría verlo, sobre todo si su carrera no se benefició de ese cambio.

Gurney no hizo caso de la aparente pulla a Simon Kale.

– ¿Cómo lo ve usted?

– Este país tiene una superabundancia de internados terapéuticos para neuróticos. De lo que carece es de entornos residenciales donde los problemas del abuso sexual y de las obsesiones sexuales destructivas puedan ser tratadas de manera creativa y eficaz. Estoy tratando de corregir ese desequilibrio.

– ¿Y está contento con la forma en que está funcionando?

Se oyó el sonido de un largo suspiro.

– El tratamiento de ciertos trastornos mentales es medieval. Con el listón tan bajo, hacer mejoras no es tan difícil como podría pensar. Cuando tenga una o dos horas libres, podemos hablar de ello con más detalle. Ahora mismo será mejor que haga esas llamadas.

Gurney miró la hora en el salpicadero del coche.

– Y yo tengo una reunión a la que ya llego cinco minutos tarde. Por favor, cuénteme lo que pueda lo antes posible. Ah, una última cosa, doctor. Supongo que tiene los números de teléfono de Allessandro y de Karmala Fashion.

– ¿Perdón?

Gurney no dijo nada.

– ¿Se refiere al anuncio? ¿Por qué iba a tener sus números?

– Supongo que la foto de la pared se la dio el fotógrafo o la compañía a la que encargó el anuncio.

– No. De hecho, fue Jillian quien la consiguió. Me la dio como regalo esa mañana. La mañana de la boda.

35

Mucho, muchísimo más

E l edificio del condado tenía una historia inusual. Antes de 1935 había sido el manicomio Bumblebee, llamado así por el excéntrico expatriado británico sir George Bumblebee, quien para ello legó toda su herencia en 1899 y quien, según aseguraban sus parientes desheredados, estaba tan loco como los futuros residentes. Era una historia que proporcionaba una fuente interminable de chistes locales que comentaban el trabajo de las instituciones del Gobierno que habían estado situadas allí desde que el condado se hizo cargo del inmueble durante la Gran Depresión.

El edificio de ladrillo oscuro se alzaba como un opresivo pisapapeles en el lado norte de la plaza de la localidad. La más que necesaria limpieza para eliminar un siglo de mugre se posponía cada año para el siguiente, víctima de una perenne crisis presupuestaria. A mediados de los sesenta, el interior había sido demolido y reconstruido. Se instalaron luces fluorescentes y mamparas para sustituir las lámparas resquebrajadas y los paneles de madera combados. El elaborado aparato de seguridad del vestíbulo que recordaba de sus visitas al edificio durante el caso Mellery seguía en su lugar y continuaba siendo frustrantemente lento. No obstante, una vez que uno pasaba esa barrera, la distribución rectangular del edificio era simple, y al cabo de un minuto Gurney estaba abriendo una puerta de vidrio esmerilado en la que se leía FISCAL DEL DISTRITO en elegantes letras negras.

Reconoció a la mujer con el suéter de cachemira que se sentaba detrás del escritorio de recepción: Ellen Rackoff, la intensamente sensual, aunque lejos de ser joven, asistente del fiscal. La expresión de sus ojos era de frialdad deslumbrante y experimentada.

– Llega tarde-dijo con su voz aterciopelada. El hecho de que no le preguntara el nombre fue lo único que le indicó que lo recordaba del caso Mellery-. Acompáñeme.

Lo condujo a través de la puerta de cristal y por un pasillo hasta una puerta con un cartel de plástico negro en el que se leía SALA DE REUNIONES.

– Buena suerte.

Gurney abrió la puerta y pensó por un momento que se había equivocado de reunión. Había varias personas en la sala, pero la única a la que esperaba ver allí, Sheridan Kline, no estaba entre ellas. Se dio cuenta de que probablemente estaba en el lugar correcto cuando vio al capitán Rodriguez, de la Policía del estado, fulminándolo con la mirada desde el otro lado de una gran mesa redonda que ocupaba casi la mitad de la sala sin ventanas.

Rodriguez era un hombre bajo y rollizo, de rostro impenetrable y con una masa de grueso cabello negro cuidadosamente peinado y obviamente teñido. Su traje azul era impecable; su camisa, más blanca que la nieve; su corbata, rojo sangre. Unas gafas de montura metálica realzaban sus ojos oscuros y resentidos. Arlo Blatt, sentado a su izquierda, miraba a Gurney con ojos pequeños y poco amistosos. El hombre pálido a la derecha de Rodriguez no mostraba más emoción que una expresión un poco deprimida; Gurney suponía que era más inherente que coyuntural. Le dedicó a Gurney la mirada que los polis utilizan por defecto con los extraños, miró el reloj y bostezó. Enfrente de ese trío, con la silla separada un metro de la mesa, Jack Hardwick estaba sentado con los ojos cerrados y los brazos cruzados delante del pecho, como si el hecho de estar en la misma habitación con esa gente le hubiera dado sueño.

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