John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– ¿Mataría a una cobra?

– Una pregunta pueril.

– Hágame el favor.

– Mataría a una cobra que amenazara mi vida, igual que usted.

– ¿Alguna vez ha querido matar a Jillian?

Rio sin humor.

– ¿Es esto una suerte de juego infantil?

– Solo una pregunta.

– Me está haciendo perder el tiempo.

– ¿Todavía posee un rifle Weatherby 257?

– ¿Qué tiene que ver eso con nada?

– ¿Es consciente de que alguien con un rifle como ese disparó a Scott Ashton la semana después del asesinato de Jillian?

– ¿Con un Weatherby 257? Por el amor de Dios, ¿no estará insinuando…? ¿No se atreverá a insinuar que de alguna manera…? ¿Qué demonios está insinuando?

– Solo estoy haciendo una pregunta.

– Una pregunta con implicaciones ofensivas.

– ¿Debo asumir que todavía está en posesión del rifle?

– Asuma lo que quiera. Siguiente pregunta.

– ¿Sabe a ciencia cierta dónde estaba el rifle el 17 de mayo?

– Siguiente pregunta.

– ¿Alguna vez Jillian llevó a sus amigos a su casa?

– No, y le doy las gracias a Dios por esos pequeños favores. Me temo que su tiempo ha terminado, señor Gurney.

– Pregunta final: ¿conoce el nombre o la dirección del padre biológico de Jillian?

Por primera vez en la conversación, Perry vaciló.

– Algún nombre que parecía español. -Había cierta repulsión en su voz-. Mi mujer lo mencionó en una ocasión. Le dije que no quería volver a oírlo. ¿Cruz, quizá? ¿Ángel Cruz? No conozco su dirección. Podría no tener. Considerando la esperanza de vida media del adicto a la metanfetamina, probablemente estará muerto desde hace años.

Perry colgó sin decir una palabra más.

Conciliar el sueño le resultó difícil. Cuando la mente de Gurney estaba conectada después medianoche, no resultaba fácil apagarla. Podía tardar horas en desprenderse de su obsesión por los problemas del día.

Llevaba en la cama, calculó, al menos cuarenta y cinco minutos sin que le diera ningún respiro el caleidoscopio de imágenes y preguntas incorporadas al caso Perry cuando se fijó en que el ritmo de la respiración de Madeleine había cambiado. Estaba convencido de que ella estaba dormida cuando él se había metido en la cama, pero ahora tenía la clara sensación de que estaba despierta.

Quería hablar con ella. Bueno, en realidad, no estaba seguro de ello. Y si hablaba con Madeleine, no estaba seguro de sobre qué deseaba hablar. De repente, se dio cuenta de que quería su consejo, su orientación para salir del pantano en el cual se estaba enfangando: un pantano compuesto por demasiadas historias tambaleantes. Quería su consejo, pero no estaba seguro de cómo pedírselo.

Ella se aclaró la garganta suavemente.

– ¿Qué vas a hacer con todo tu dinero?-preguntó como si tal cosa, como si hubieran estado discutiendo alguna cuestión relacionada con ello durante la última hora. No era inusual que ella sacara a relucir cosas de esa manera.

– ¿Te refieres a los cien mil dólares?

Ella no respondió, lo cual significaba que consideraba la pregunta innecesaria.

– No es mi dinero-dijo él-. Es nuestro dinero. Aunque de momento es solo teórico.

– No, desde luego que es tu dinero.

Dave volvió la cabeza hacia su mujer en la almohada, pero era una noche sin luna, demasiado oscura para distinguir su expresión.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque es verdad. Es tu afición, y ha resultado una afición muy lucrativa. Y es tu contacto en la galería, o tu representante, o tu agente, o lo que sea. Y ahora vas a reunirte con tu nuevo admirador, el coleccionista de arte, sea quien sea. Así que es tu dinero.

– No entiendo por qué estás diciendo esto.

– Lo estoy diciendo porque es cierto.

– No lo es. Lo que es mío es tuyo.

Ella profirió una risita compungida.

– No lo ves, ¿no?

– ¿Ver qué?

Ella bostezó y de repente sonó muy cansada.

– El proyecto de arte es tuyo. Todo lo que hice yo fue quejarme de que le dedicaras mucho tiempo, de cuántos días preciosos pasabas metido en tu estudio mirando la pantalla, mirando las caras de asesinos en serie.

– Eso no tiene nada que ver con lo que pensamos del dinero.

– Tiene todo que ver con eso. Tú te lo has ganado. Es tuyo. -Bostezó de nuevo-. Me voy a dormir otra vez.

32

Una locura intratable

G urney salió a las 11.30 del día siguiente hacia su reunión con Simon Kale, lo que le dejaba poco más de una hora para el viaje a Cooperstown. Por el camino se tomó casi medio litro de café de la mezcla especial de la casa de Abelard’s y, cuando el lago Otsego apareció a la vista, ya se sentía lo bastante despierto para tomar nota del clima clásico de septiembre, el cielo azul, los arces enrojecidos.

Su GPS lo guio a través de la orilla oeste, a la sombra de las cicutas del lago, hasta una pequeña casa colonial con su propia península de dos mil metros cuadrados. Las puertas abiertas del garaje revelaron un Miata verde brillante y un Volvo negro. Había un Volkswagen escarabajo rojo, aparcado al borde del sendero, lejos del garaje. Gurney aparcó justo detrás cuando un elegante hombre de cabello gris salía del garaje sujetando un par de bolsas grandes de lona.

– ¿Detective Gurney, supongo?

– ¿Doctor Kale?

– Exacto.

Sonrió como por obligación y lo dirigió hacia un sendero de losas que conducía desde el garaje a la entrada lateral de la vivenda. La puerta estaba abierta. Dentro, la casa parecía muy vieja, pero meticulosamente cuidada, con los techos bajos para conservar el calor y vigas talladas a mano típicas del siglo XVIII. Estaban de pie en medio de la cocina donde destacaba una enorme chimenea, así como con un horno de gas de cromo y esmalte de la década de los treinta. Desde otra habitación llegaban los compases inconfundibles de Amazing Grace interpretada con una flauta.

Kale dejó las bolsas en la mesa. Tenían el logo de la Adirondack Symphony Orchestra impreso. En una de ellas sobresalían hojas de verduras y rebanadas de pan francés; en la otra, botellas de vino.

– Los ingredientes de la cena. Me han enviado de caza y recolecta-dijo con cierta arrogancia-. Yo no voy a cocinar. Mi compañero, Adrian, es chef y flautista.

– ¿Es eso…?-empezó Gurney, inclinando la cabeza en la dirección de la tenue melodía.

– No, no, Adrian toca mucho mejor. Ese debe de ser su estudiante de las doce, el del escarabajo.

– ¿El…?

– El coche de fuera, el aparcado delante del suyo, el rojo

– Ah-dijo Gurney-. Por supuesto. Lo cual deja el Volvo para usted y el Miata para su compañero.

– ¿Está seguro de que no es al revés?

– No creo.

– Interesante. ¿Qué es exactamente lo que hay en mí que le sugiere Volvo?

– Cuando ha salido del garaje, ha salido por el lado del Volvo. Kale emitió un agudo cacareo.

– ¿Así que no es clarividente?

– Lo dudo.

– ¿Quiere un té? ¿No? Entonces acompáñeme al salón.

El salón resultó ser una pequeña estancia contigua a la cocina. Dos sillones con tapicería floral, dos cojines acolchados también con motivos florales, una mesita de té, una librería y una pequeña estufa de leña esmaltada en rojo llenaban el espacio. Kale le indicó a Gurney uno de los sillones y se sentó en el otro.

– Muy bien, detective, ¿cuál es el motivo de su visita?

Gurney se fijó por primera vez en que los ojos de Simon Kale, en contraste con sus modales atolondrados, eran sobrios y calculadores. Ese hombre no sería fácil de engañar o halagar, aunque su desagrado por Ashton, que se había revelado al teléfono, podría ser útil si lo manejaba con cautela.

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