John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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Él miró las matas de espárragos, calculando, por alguna razón de la que no era consciente, el punto magnético hacia el que se inclinaban en masa. Presumiblemente, estaría a 180 grados de los vientos preponderantes de la montaña, en el sotavento de la tormenta. Ella parecía satisfecha con el silencio. Gurney aún podía oír el modulado zumbido de las alas de los colibríes que continuaban su ritual de combate, si es que de eso se trataba. En ocasiones duraba una hora o más. Resultaba difícil comprender cómo una confrontación, o una seducción, tan prolongada constituía un uso eficiente de energía.

– Hace unos minutos ha mencionado que Jillian tenía un interés enfermizo en hombres desequilibrados. ¿Incluía a Scott Ashton en esa descripción?

– Dios mío, no, por supuesto que no. Scott fue lo mejor que le pasó nunca a Jillian.

– ¿Aprobaba su decisión de matrimonio?

– ¿Aprobarla? ¡Qué pintoresco!

– Lo expresaré de otra forma, ¿estaba complacida?

La mujer esbozó una sonrisa en los labios, pero sus ojos miraban con frialdad.

– Digamos que Jillian tenía ciertos… déficits significativos. Déficits que exigían la intervención profesional para el futuro inmediato. Estar casada con un psiquiatra, uno de los mejores en su campo, podía, sin duda, suponer una ventaja. Sé que suena… mal, en cierto modo. Explotador, quizá. Pero Jillian era única en muchos aspectos. Y única en su necesidad de ayuda.

Gurney levantó una ceja, confundido.

Ella suspiró.

– ¿Sabe que el doctor Ashton es el director de la escuela especial a la que asistía Jillian?

– ¿Eso no crearía un conflicto de…?

– No-lo interrumpió Perry, como si estuviera acostumbrada a discutir ese punto-. Era psiquiatra, pero cuando entró en la escuela, nunca fue su médico. Así que no había problemas éticos, ninguna cuestión médico-paciente. Por supuesto, la gente hablaba. Rumores, rumores, rumores. «Él es médico y ella paciente, bla, bla, bla.» Pero la realidad legal y ética se parecía más a la de una antigua estudiante que se casa con el director de su colegio. Jillian se fue de allí cuando tenía diecisiete años. Ella y Scott no se relacionaron personalmente hasta al cabo de un año y medio después. Fin de la historia. Por supuesto, no fue el final de las habladurías. -El desafío destelló en sus ojos.

– Es casi como pasearse al borde del precipicio-comentó Gurney, tanto para sí mismo como para ella.

Una vez más la mujer estalló en una risa asombrosa.

– Si Jillian pensaba que estaban paseando al borde del precipicio, para ella eso habría sido lo mejor. Siempre disfrutó de estar abocada al precipicio.

«Interesante», pensó Gurney. Igual de interesante que el destello en los ojos de Val Perry. Quizá Jillian no era la única enamorada del precipicio.

– ¿Y el doctor Ashton?-preguntó con voz suave.

– A Scott le da igual lo que piense la gente. -Ese era un rasgo que ella sin duda admiraba.

– Así que cuando Jillian tenía dieciocho, quizá diecinueve años, le propuso matrimonio.

– Diecinueve. Jillian lo propuso y él aceptó.

Gurney observó la extraña excitación que la mujer transmitía.

– Así que el doctor aceptó su propuesta. ¿Cómo se sintió al respecto?

Al principio pensó que no lo había oído. Luego en voz baja y ronca, apartando la mirada, ella dijo:

– Aliviada.

Miró las matas de espárragos de Gurney como si en algún sitio entre ellas pudiera localizar una explicación apropiada para sus sentimientos rápidamente cambiantes. Se había levantado una suave brisa mientras habían estado hablando y las partes superiores de las matas oscilaban con suavidad.

Gurney esperó, sin decir nada.

Ella pestañeó, apretando y relajando los músculos de la mandíbula. Cuando habló, lo hizo con visible esfuerzo, pronunciando las palabras como si cada una de ellas fuera pesada, como sucede en los sueños.

– Me sentí aliviada de que me quitaran la responsabilidad de las manos.

La mujer abrió la boca como si fuera a decir algo más, pero luego la cerró con un ligero movimiento de cabeza. Un gesto de desaprobación, pensó Gurney. Desaprobación por sí misma. ¿Era esa la raíz de su deseo de ver muerto a Héctor Flores? ¿Pagar una deuda de culpabilidad con su hija?

«Uf. Despacio. No pierdas contacto con los hechos.»

– No pretendía…-Dejó que su voz se fuera apagando, sin dejar claro lo que no pretendía.

– ¿Qué opina de Scott Ashton?-preguntó Gurney en un tono enérgico, lo más alejado posible del temperamento oscuro y complejo de ella.

Perry respondió al instante, como si la pregunta fuera una vía de escape.

– Scott Ashton es brillante, ambicioso, decidido…-Hizo una pausa.

– ¿Y?

– Y frío al tacto.

– ¿Por qué cree que quería casarse con una…?

– ¿Con una mujer tan loca como Jillian?-Se encogió de hombros de manera poco convincente-. ¿Tal vez porque era asombrosamente hermosa?

Gurney asintió, poco convencido.

– Sé que no puede resultar más trillado, pero Jillian era especial, muy especial. -Dio a la palabra un énfasis y un color casi morbosos-. ¿Sabe que su coeficiente intelectual era de ciento sesenta y ocho?

– Eso no está nada mal.

– Sí. Es la puntuación más alta que nadie obtuvo jamás en el test. Se lo hicieron tres veces para asegurarse.

– Así pues, además de todo lo que ha mencionado, ¿Jillian era un genio?

– Oh, sí, un genio-coincidió, recuperando un destello de animación en la voz-. Y, por supuesto, ninfómana. ¿He olvidado mencionar eso?

Buscó una reacción en la cara de Gurney.

Él miró a la distancia, más allá de las copas de los árboles y del granero.

– Y lo único que quiere que haga es buscar a Héctor Flores.

– No quiero que lo busque, quiero que lo encuentre.

A Gurney le encantaban los rompecabezas, pero este le parecía más bien una pesadilla. Además, Madeleine nunca…

«Cielos, pensar en su nombre y…»

Sorprendentemente allí estaba, vestida en una explosión de color rojo y naranja, acercándose poco a poco por el prado, empujando la bicicleta por el inclinado sendero lleno de surcos.

La mujer se volvió, ansiosa, en su silla para seguir la mirada de Gurney.

– ¿Está esperando a alguien?

– A mi esposa.

No dijeron nada más hasta que Madeleine llegó al borde del patio de camino al cobertizo. Las mujeres intercambiaron insulsas miradas educadas. Gurney las presentó, diciendo solo-para mantener la apariencia de confidencialidad-que Val era «una amiga de un amigo» que había pasado a pedir consejo profesional.

– Esto es muy apacible-dijo Perry, poniendo énfasis y haciendo que pareciera como una palabra extranjera cuya pronunciación estaba practicando-. Tiene que encantarle.

– Sí-dijo Madeleine. Dedicó una breve sonrisa a la mujer y empujó su bicicleta hacia el cobertizo.

– Bueno-intervino la otra con inquietud, después de que Madeleine se perdiera de vista detrás de los rododendros en la parte de atrás del jardín-, ¿hay algo más que pueda contarle?

– ¿No le molestaba en absoluto la diferencia de edad de diecinueve a treinta y ocho años?

– No-soltó, confirmando la sospecha de Gurney de que no era así.

– ¿Qué opina su marido de su decisión de contratar a un detective privado?

– Me apoya-dijo.

– ¿Y eso exactamente qué significa?

– Apoya lo que quiero hacer.

Gurney esperó.

– ¿Me está preguntando cuánto está dispuesto a pagar mi marido?-Una mueca de rabia eliminó parte de la belleza de su rostro.

Gurney negó con la cabeza.

– No es eso.

Ella parecía no escucharle.

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