John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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Ella separó las manos de la mesa y las situó en su regazo, entrelazando los dedos como si fuera una técnica para mantener el autocontrol.

– Lo diré de manera sencilla. Encuentre a Héctor Flores. Deténgalo o mátelo. Haga lo que haga, le daré lo que quiera. Lo que quiera.

Gurney se apartó de la mesa, dejando vagar su mirada por las matas de espárragos. Al fondo, había un comedero rojo para los colibríes colgado de un gancho. Él oía el tono que subía y bajaba, provocado por el batir de las alas de dos de los pequeños pájaros al volar con violencia el uno hacia el otro, ambos reclamando el derecho exclusivo al agua con azúcar, o eso parecía. Por otra parte, podría tratarse de un extraño resto de una danza primaveral de apareamiento y lo que parecía directamente un instinto asesino podía ser otro instinto.

Se esforzó por concentrar su atención en los ojos de aquella mujer, tratando de discernir lo que había detrás de esa belleza: el contenido real de ese envase perfecto. Había rabia en su interior, sin lugar a dudas. Desesperación. Un pasado difícil, apostaba a ello. Remordimientos. Soledad, aunque ella no admitiría la vulnerabilidad que implicaba esa palabra. Inteligencia. Impulsividad y terquedad: el impulso de coger algo sin pensar, el empeño terco de no soltarlo. Y algo más oscuro. ¿Un desprecio de su propia vida?

«Basta», se dijo. Era demasiado fácil confundir la especulación con perspicacia. Demasiado fácil enamorarse de una conjetura y seguirla al abismo.

– Hábleme de su hija-dijo.

Algo en la expresión de la mujer cambió, como si también ella estuviera dejando de lado cierta línea de pensamiento.

– Jillian era difícil-respondió con el tono dramático de la frase inicial de un cuento leído en voz alta.

Gurney sospechaba que lo que escucharía a continuación era algo que Val Perry había dicho muchas veces.

– Más que difícil-continuó ella-. Jillian dependía de la medicación para ser simplemente difícil y no absolutamente imposible. Era desenfrenada, narcisista, promiscua, maquinadora, viciosa. Adicta a oxicodona, oxicontina, éxtasis y cocaína, crac. Una mentirosa de campeonato. Peligrosamente precoz. Horriblemente sintonizada con la debilidad de otras personas e impredeciblemente violenta. Con una pasión malsana por los hombres desequilibrados. Y eso con los beneficios de la mejor terapia que el dinero podía pagar. -Era extraño, pero parecía excitada con esta letanía de injurias; sonó más como una sádica atacando a un desconocido con una cuchilla que como una madre describiendo los trastornos emocionales de su hija-. ¿Hardwick le contó lo que estoy diciendo de Jillian?-preguntó.

– No recuerdo esos detalles.

– ¿Qué le dijo?

– Mencionó que venía de una familia con mucho dinero.

Ella prorrumpió en un sonido alto y rasposo, un sonido que a él le sorprendió oír procedente de una boca tan delicada. Le sorprendió aún más darse cuenta de que era un estallido de risa.

– ¡Oh, sí!-gritó, con la dureza de la risa todavía presente en la voz-. Somos, sin lugar a dudas, una familia con mucho dinero. Podría decir que estamos podridos de dinero. -Articuló la vulgaridad con desdén-. ¿Le sorprende que no me exprese como debería una madre afligida?

El espectro desgarrador de su propia pérdida limitó la respuesta de Gurney, haciendo que le costara hablar. Por fin dijo:

– He visto reacciones a la muerte más extrañas que la suya, señora Perry. No estoy seguro de cómo hemos…, de cómo alguien en sus circunstancias… se supone que tiene que expresarse.

Ella pareció considerarlo.

– Ha dicho que ha visto reacciones más extrañas a la muerte, pero ¿alguna vez ha visto una muerte más extraña? ¿Una muerte más extraña que la de Jillian?

Gurney no respondió. La pregunta sonaba histriónica. Cuanto más miraba a esos ojos intensos, más difícil le resultaba reunir lo que veía en una personalidad. ¿Siempre había sido tan fragmentada, o algo en la muerte de su hija la había roto en esas piezas incompatibles?

– Cuénteme algo más de Jillian-dijo.

– ¿Como qué?

– Aparte de las características personales que ha mencionado, ¿sabe algo de la vida de su hija que pudiera haber dado a Flores un motivo para matarla?

– ¿Me está preguntando por qué Héctor Flores hizo lo que hizo? No tengo ni idea. Ni la Policía tampoco. Han pasado cuatro meses rebotando entre dos teorías igual de estúpidas. Según una, Héctor era homosexual y estaba secretamente enamorado de Scott Ashton, resentido por la relación de Jillian con él, y los celos lo impulsaron a matarla. Y la oportunidad de matarla con su vestido de novia sería irresistible para su sensibilidad de reina del drama. Es una bonita historia. Su otra teoría contradice la primera. Un ingeniero naval y su mujer vivían al lado de la casa de Scott. El ingeniero pasaba mucho tiempo fuera, de viaje, en barco. La mujer desapareció el mismo día que Héctor. Así que los genios de la Policía concluyeron que tenían una aventura, que Jillian lo descubrió y amenazó con revelarlo para recuperar a Héctor, con quien también tenía una aventura, y una cosa llevó a la otra y…

– ¿Y le cortó la cabeza en la fiesta de su boda para que no hablara?-intervino Gurney con incredulidad.

Al oírse a sí mismo, lamentó de inmediato la brutalidad del comentario. Estaba a punto de disculparse, pero la mujer no mostró ninguna reacción a ello.

– Le he dicho que son estúpidos. Según ellos, Héctor Flores era un homosexual en el armario enamorado hasta la desesperación de su jefe o un macho latino que se follaba a cualquier mujer a la vista y usaba su machete con cualquiera que protestara. Quizás echaran una moneda al aire para decidir qué cuento creerse.

– ¿Qué contacto tuvo personalmente con Flores?

– Ninguno. Nunca tuve el placer de conocerlo. Por desgracia, tengo una imagen muy vívida de él en mi mente. Vive en mi cabeza, sin ninguna otra dirección. Como ha dicho, se desconoce su paradero actual. Tengo la sensación de que vivirá en mí hasta que lo capturen o lo maten. Con su ayuda espero resolver ese problema.

– Señora Perry, ha hablado de matar en varias ocasiones, así que he de dejarle algo claro, para que no haya malentendidos. No soy un sicario. Si eso forma parte del encargo, explícito o tácito, ha de buscar en otra parte, desde ya.

Ella examinó su rostro.

– El encargo es encontrar a Héctor Flores… y llevarlo ante la justicia. Eso es. Ese es el encargo.

– Entonces he de preguntarle…-empezó Gurney, luego se detuvo cuando un movimiento de color marrón grisáceo en el prado captó su atención.

Un coyote, probablemente el mismo que había visto el día anterior, estaba cruzando el campo. Gurney siguió su progreso hasta que desapareció entre los arces, al otro lado del estanque.

– ¿Qué es?-preguntó ella volviéndose en la silla.

– Quizás un perro suelto. Perdón por la distracción. Lo que quiero saber es ¿por qué yo? Si el dinero es ilimitado, como ha dicho, podría contratar a un pequeño ejército. O podría contratar a gente que sería, digámoslo así, menos cuidadosa con la responsabilidad de que un fugitivo se presente a un juicio. La pregunta es: ¿por qué yo?

– Jack Hardwick me lo recomendó. Dijo que era usted el mejor. El mejor de todos. Dijo que si alguien podía resolverlo, ponerle fin, era usted.

– ¿Y lo creyó?

– ¿No debería?

– ¿Por qué lo hizo?

Se pensó la respuesta, como si hubiera mucho en juego en ella.

– Él era el agente oficial del caso. El investigador jefe. Me pareció rudo, obsceno, cínico, pinchaba a la gente siempre que podía. Horroroso. Pero casi siempre acertado. Puede que esto no tenga mucho sentido para usted, pero comprendo a personas tan espantosas como Jack Hardwick. Incluso confío en ellas. Así que aquí estamos, detective Gurney.

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