John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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¿Qué era lo que necesitaba saber de esos coches y por qué? Más importante, ¿qué estaba tratando de descubrir de la familia Skard?

¿Cómo había sabido de su existencia?

¿Y qué clase de relación tenía con el hombre al que ella conocía como Héctor Flores?

¿Era negocio o placer? ¿O algo mucho más retorcido?

Una mirada rápida a las URL de los automóviles reveló que se trataba de webs de marcas que proporcionaban información de modelo, características y precio de los vehículos.

El término de búsqueda «Skard» llevó a una web con información sobre una pequeña ciudad de Noruega, así como a varios otros sitios sin ninguna relación con la familia sarda del crimen organizado. Aquello significaba que Jillian ya había conocido por otra vía la existencia de la familia, o al menos del apellido, y la búsqueda en Internet era un intento de descubrir más.

Gurney volvió a la lista maestra y se fijó en las fechas de las búsquedas de Skard y de los coches. Descubrió que Jillian había visitado páginas de coches meses antes de buscar el nombre de Skard. De hecho, las búsquedas de automóviles se remontaban al inicio del periodo de seis meses documentado, y Gurney se preguntó cuánto tiempo llevaba ella buscando esa clase de datos. Tomó nota para sugerir al DIC que consiguiera una orden de registro de las búsquedas realizadas por Jillian, y que esta se remontara al menos dos años.

Gurney miró por la ventana al paisaje húmedo. Un escenario intrigante, complicado, estaba empezando a cobrar forma, y allí Jillian podría haber desempeñado un papel mucho más activo…

Un rumor grave procedente del camino de debajo del granero interrumpió sus pensamientos. Fue a la ventana de la cocina, que le ofrecía la vista más amplia en esa dirección, y se fijó en que el coche de la Policía se había ido. Miró el reloj y se dio cuenta de que el tiempo bajo protección de cuarenta y ocho horas había expirado. No obstante, otro vehículo, la fuente del ronco ruido de motor, ahora mucho más audible, apareció en el punto donde el camino rural se fundía con el sendero de Gurney.

Era un Pontiac GTO rojo, un clásico de los años setenta. Solo conocía a una persona que tuviera aquel coche: Jack Hardwick. El hecho de que condujera el GTO en lugar de un Crown Victoria negro le indicó que no estaba de servicio.

Gurney fue a la puerta lateral y esperó. Hardwick emergió del auto con vaqueros azules y una camiseta debajo de una chaqueta de motorista bien gastada: un tipo duro retro saliendo de una máquina del tiempo.

– Menuda sorpresa-dijo Gurney.

– Solo he pensado en pasar por aquí, para asegurarme de que no te regalaban ninguna muñeca más.

– Muy sensato; entra.

Dentro, Hardwick no dijo nada, solo dejó que su mirada vagara por la sala.

– Has conducido mucho bajo la lluvia-dijo Gurney.

– Ha parado de llover hace una hora.

– Vaya, supongo que no me he fijado.

– Da la impresión de que tienes la mente en otro planeta.

– Pues así será-dijo Gurney con más brusquedad de la que pretendía.

Hardwick no mostró reacción alguna.

– ¿Esa estufa ahorra dinero?

– ¿Qué?

– Esa estufa, ¿te ahorra dinero en calefacción?

– ¿Y yo qué demonios sé? ¿A qué has venido, Jack?

– ¿Un hombre no puede venir a ver a un amigo? ¿Solo para charlar?

– Ninguno de los dos somos de los que se pasan por casa de nadie. Y ninguno de los dos tiene intención de charlar. Así que, dime, ¿a qué has venido?

– El señor quiere ir al grano. Vale, eso lo respeto. Sin pérdidas de tiempo. ¿Qué te parece si preparas café y me ofreces un asiento?

– Bien-dijo Gurney-. Haré café. Siéntate donde quieras.

Hardwick caminó hasta el fondo de la gran sala y estudió la piedra grabada de la vieja chimenea. Gurney enchufó la cafetera y empezó a preparar el café.

Al cabo de unos minutos estaban sentados uno frente al otro en los dos sillones que estaban situados junto al hogar.

– No está mal-dijo Hardwick después de probar el café.

– No, la verdad es que es muy bueno. ¿Qué demonios quieres, Jack?

Dio otro sorbo antes de responder.

– Pensaba que quizá podríamos intercambiar información.

– No creo que tenga nada que merezca la pena intercambiar.

– Oh, sí que lo tienes. Eso no lo dudo. ¿Qué te parece? Tú me cuentas y yo te cuento.

Gurney sintió una inyección de rabia.

– Vale, Jack. ¿Por qué no? Empieza tú.

– He vuelto a hablar con mis amigos de la Interpol. Los he apretado un poco con esa cuestión del Sandy’s Den. ¿Y sabes qué? Él también lo llamaba Allessandro’s Den. En ocasiones una cosa y en ocasiones la otra. ¿Te sorprende?

– ¿Cómo iba a sorprenderme?

– La última vez que hablamos estabas casi seguro de que era todo una coincidencia. ¿Ya no piensas eso?

– Supongo que no. No creo que haya tantos Allessandro en el negocio de las fotos de ese tipo, eróticas.

– Exacto. Así que conseguiste tu copita de absenta de Saul Steck, que resulta que trabaja bajo el nombre de Allessandro para Karmala Fashion, haciendo fotos de chicas de Mapleshade que poco después desaparecen. Y ahora, campeón, cuéntame: ¿qué demonios tramas? Y por cierto, mientras me explicas eso, ¿qué te parece si me cuentas la razón por la que pusiste esa cara ayer, cuando estabas mirando por encima del hombro de Holdenfield el anuncio de Karmala?

Gurney se recostó en su sillón, cerró los ojos y se llevó lentamente la taza de café a los labios. Sabía mejor que ningún otro café que hubiera probado desde hacía mucho tiempo. Tomó unos pocos sorbos más antes de abrir los ojos. Todavía sosteniendo la taza delante de la boca, miró a Hardwick. El hombre estaba en una posición idéntica, con la taza levantada, mirando a Gurney. Ambos se rieron a la vez y bajaron las tazas a los reposabrazos de sus sillones.

– Bueno-empezó Gurney-, cuando todo lo demás falla, en ocasiones incluso los perversos han de caer en la sinceridad como única salida.

Dejando a un lado las consecuencias que su relato pudiera acarrear, Gurney continuó contándole a Hardwick la historia completa de Sonya, las fotos artísticas, Jykynstyl y el Rohipnol, incluidos los posteriores mensajes de texto y que había reconocido la habitación de la casa de arenisca en los anuncios de Karmala. Cuando llegó al final, descubrió que el café se le había enfriado, pero aún estaba bueno, así que se lo terminó.

– Cielo santo-dijo Hardwick-, ¿te das cuenta de lo que me has hecho?

– ¿A ti?

– Al contarme esto me has colocado en la misma situación de mierda en la que estás tú.

Gurney sintió una inmensa sensación de alivio, pero no creyó que fuera buena idea decirlo. En cambio soltó:

– Entonces, ¿qué crees que deberíamos hacer?

– ¿Qué creo yo? Tú eres el puto genio que no ha entregado pruebas significativas de una investigación criminal, lo cual en sí es un delito. Y contándome estas cosas me has colocado en la posición de (¿sabes qué?) ocultar pruebas significativas nuevas en una investigación criminal, lo cual es un delito. A menos, por supuesto, que vaya de inmediato a ver a Rodriguez y te cuelgue de las pelotas. Dios, Gurney. Ahora me preguntas qué pienso que hemos de hacer. Y no creas que no he caído en esa mierda de usar el plural que acabas de dejar caer. Tú eres el puto genio que ha creado este embrollo. ¿Qué piensas que hay que hacer?

Cuanto más agitado estaba Hardwick, más aliviado se sentía él, porque sabía, de un modo perverso, que eso significaba que aquel hombre estaba comprometido en no dar a conocer su confesión por el momento.

– Creo que hemos de resolver el caso-dijo Gurney con calma-, el embrollo se arreglará solo.

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