John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– ¿Buscando qué?

– No lo sé.

Rodriguez puso mala cara, pero no tan mala como Gurney temía.

– Basarse en nada es un tiro a ciegas, Gurney.

– Las botas han aparecido dos veces. Antes de que aparezcan de nuevo, me gustaría saber por qué.

69

Callejones sin salida

A nderson, Hardwick y Blatt fueron enviados a la escena del crimen en Buena Vista, con un equipo seleccionado por la sargento Wigg y una brigada canina. Avisaron a la Oficina del Forense. Gurney preguntó si podía acompañar a la gente del DIC a la escena. Rodriguez, como era previsible, lo rechazó. En cambio, le dio a Wigg la orden de coordinar y acelerar el trabajo de laboratorio con las botas. Kline dijo algo sobre acordar una estrategia de control de daños para una conferencia de prensa programada, y él y el capitán salieron a hablar en privado, dejando a Gurney y Holdenfield solos en la sala de conferencias.

– Así pues…-dijo Holdenfield. Parecía mitad pregunta, mitad observación.

– Así pues…-repitió él.

Holdenfield se encogió de hombros, miró a su maletín, donde había vuelto a dejar sus anuncios de Karmala.

Gurney supuso que ella quería saber más sobre por qué antes se había mostrado tan inquieto. Ya le había dicho que era difícil de explicar. Y todavía no estaba listo para hablar de ello, aún no había calibrado qué implicaba todo aquello, todavía no había calculado hasta dónde podían llegar los daños.

– Es una larga historia-dijo.

– Me encantaría escucharla.

– A mí me encantaría contarla, pero… es complicado. -La primera parte era menos cierta que la segunda. Se preguntó por qué lo había dicho. Sonrió-. Quizás en otra ocasión.

– De acuerdo. -Ella también sonrió-. En otra ocasión.

Sin poder hablar directamente con los técnicos de laboratorio y sin tener ninguna razón para quedarse en las instalaciones de la Policía del estado, Gurney se dirigió a Walnut Crossing.

La información que se había ido acumulando durante el día se arremolinaba en su cabeza.

La confesión surrealista de Ballston, aquella voz elegante emanando de una mente infernal, describiendo cómo había cortado la cabeza de su víctima como una cortesía hacia Karmala; la decapitación de Savannah Liston haciendo eco de la muñeca decapitada en la cama, que a su vez remitía a la novia decapitada en la mesa. Y las botas de goma. Una vez más, las botas. ¿De verdad pensaba que las pruebas de laboratorio revelarían algo? El día lo había dejado demasiado agotado como para saber qué pensar en realidad.

La llamada que recibió de Sheridan Kline cuando estaba terminando un bol de restos de espaguetis añadió hechos, pero no sirvió para avanzar en el caso. Además de repetir todo lo que Rodriguez había transmitido de Luntz, le reveló que la brigada canina había encontrado un machete manchado de sangre en una zona boscosa detrás del bungaló y que el forense estimaba que la muerte se produjo más o menos cuando Luntz había recibido aquella críptica llamada, antes del amanecer.

A lo largo de su carrera, Gurney se había enfrentado a desafíos en numerosas ocasiones. De vez en cuando se había encontrado con casos, como el reciente horror de Mellery, en los cuales creía que podía salir perdedor. Pero nunca se había sentido tan ampliamente superado. Sin duda, tenía una teoría general sobre lo que podría estar pasando y quién podría estar detrás-toda la operación de los Skard, con Héctor Flores reclutando chicas malas para saciar el placer asesino de los hombres más enfermos del mundo-, pero era solo una teoría. E incluso si fuera válida, no se acercaba a explicar la mecánica retorcida de los asesinatos en sí. No arrojaba luz sobre la localización imposible del machete. No explicaba la función de las botas ni la elección exacta de las víctimas.

¿Por qué tenían que morir Jillian Perry, Kiki Muller y Savannah Liston?

Lo peor de todo era que, sin saber por qué habían matado a ninguna de las tres, ¿cómo iban a proteger a quien estuviera en peligro?

Después de agotarse explorando los mismos callejones sin salida una y otra vez, Gurney se quedó dormido a medianoche.

Cuando se despertó siete horas más tarde, un viento a ráfagas levantaba olas de lluvia gris contra las ventanas del dormitorio. La ventana de al lado de su cama, la única de la casa que había dejado sin cerrar, estaba abierta quince centímetros por arriba: no tanto como para que entrara el agua, pero más que suficiente para que se colara un viento que hacía que las sábanas y la almohada se hubieran humedecido.

La atmósfera deprimente, la falta de luz y color en el mundo, lo tentaron a quedarse en la cama, por incómodo que estuviera, pero sabía que sería un error, así que se obligó a levantarse y meterse en el cuarto de baño. Tenía los pies fríos. Abrió el grifo de la ducha.

Gracias a Dios, pensó una vez más, por la magia primigenia del agua.

Limpiadora, restauradora, simplificadora. El chorro cosquilleante le masajeó la espalda y le relajó los músculos del cuello y los hombros. Sus pensamientos nudosos e hiperactivos empezaron a disolverse en la calma del agua. Como las olas besando la arena…, como un opiáceo benigno…, la fuerza del agua en su piel hacía la vida más sencilla y mejor.

70

A plena vista

D espués de un modesto desayuno de dos huevos con dos rebanadas de pan blanco tostado, Gurney decidió sumergirse una vez más, por tedioso que fuera, en los hechos originales del caso.

Extendió los fragmentos del expediente en la mesa del comedor y, con un gesto de contrariedad, alcanzó el documento con el que había tenido más dificultad en concentrarse cuando lo había repasado todo originalmente. Era un listado de cincuenta y siete páginas de los cientos de páginas que Jillian había visitado en Internet y de los centenares de términos de búsqueda que había introducido en los navegadores de su teléfono móvil y su portátil durante los últimos seis meses de su vida, sobre todo relacionados con destinos de viajes elegantes, hoteles carísimos, coches, joyas.

No obstante, después de que el DIC adquiriera esos datos del ordenador personal y la web, no se había llevado a cabo ningún análisis. Gurney sospechaba que era otro elemento de la investigación que había desaparecido en la grieta que separaba la dirección de Hardwick de la de Blatt. La única indicación de que alguien además de él lo hubiera visto era una anotación manuscrita en la primera página: «Absoluta pérdida de tiempo y de recursos».

De manera perversa, la sospecha de Gurney de que el comentario era del capitán había hecho que prestara aún más atención a cada una de las líneas de esas cincuenta y siete páginas. Y sin eso, podría haber pasado por alto una palabra de cinco letras en la mitad de la página treinta y siete.

Skard.

Surgía otra vez en la siguiente página y, unas páginas más tarde, aparecía en una búsqueda combinada con Cerdeña.

Aquel hallazgo lo animó a seguir buscando. Al acabar repasó otra vez las cincuenta y siete páginas. Fue entonces cuando hizo su segundo descubrimiento.

Las marcas de coches caros que estaban esparcidas entre los términos de búsqueda-marcas que a primera vista se habían mezclado en su mente con nombres de centros turísticos exclusivos, boutiques y joyerías en la imagen general de lujo-ahora formaban un patrón especial.

Se dio cuenta de que eran las mismas marcas que habían sido objeto de discusión entre las chicas desaparecidas y los padres de estas.

¿Podía ser una coincidencia?

¿Qué demonios tramaba Jillian?

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