– Sí, lo hemos hecho.
– ¿Y?
– Hay un problema con los datos de testigos directos.
– ¿Cuál es?-intervino Kline con brusquedad.
– La mayoría de los testigos directos están muertos.
Kline pestañeó.
– Repítalo.
– La mayoría de los testigos directos están muertos.
– Dios, le he oído. Explique qué significa eso.
– O sea, ¿quién habló directamente con Héctor Flores, o con Leonardo Skard o comoquiera que se llame ahora? ¿Quién tuvo contacto cara a cara? Jillian Perry, y está muerta. Kiki Muller, y está muerta. Las chicas a las que Savannah Liston vio hablando con él cuando estaba trabajando en los arriates de Ashton en Mapleshade, y han desaparecido, posiblemente están muertas, si han terminado con tipos como Ballston.
Kline parecía escéptico.
– Creía que la gente lo vio en el coche con Ashton o en la ciudad.
– Lo que vieron fue a alguien con sombrero de vaquero y gafas de sol-dijo Anderson-. Ninguno de ellos puede proporcionar una descripción física que valga una mierda, perdón por mi lenguaje. Tenemos un cargamento de anécdotas extravagantes, pero nada más. Parece que todo el mundo cuenta historias que alguien le ha contado.
Kline asintió.
– Eso encaja perfectamente con la reputación de los Skard. Anderson lo miró de soslayo.
– Se supone que eliminan sin piedad a los testigos reales. Parece que todos los que pueden señalar a los chicos Skard terminan muertos. ¿Qué opina, Dave?
– Disculpe, ¿qué?
Kline lo miró de manera extraña.
– Preguntaba si piensa que la disminución del número de personas que podrían identificar a Flores refuerza la idea de que podría ser uno de los Skard.
– A decir verdad, Sheridan, en este momento no sé qué pensar. No dejo de preguntarme si hay alguna cosa cierta en todo lo que se me ocurre en este caso. Temo que me estoy perdiendo algo que lo explicaría todo. He trabajado en muchos casos de homicidio a lo largo de los años y nunca he visto uno que encaje peor que este. Es como si hubiera un elefante en una sala y nadie fuera capaz de verlo.
Kline se echó hacia atrás, reflexivo.
– Esto puede que no sea el elefante en la sala, pero tengo una pregunta que me ha estado inquietando, acerca de las chicas desaparecidas. Comprendo la cuestión del coche, que las chicas son todas legalmente adultas, que les dijeron a sus padres que no las buscaran, pero… ¿no les parece peculiar que ni un solo padre lo haya notificado a la Policía?
– Me temo que hay una respuesta triste y simple a esa pregunta-dijo Holdenfield poco a poco, después de un largo silencio. El tono extrañamente suave de su voz atrajo la atención de todos-. Dada una explicación plausible para la partida de sus hijas y una petición de no establecer más contacto, sospecho que los padres se sintieron, en secreto, complacidos. Muchos padres de niños agresivos, problemáticos, sienten un terrible temor que no se atreven a reconocer: quedarse empantanados para siempre con sus pequeños monstruos. Cuando los monstruos terminan por irse, por la razón que sea, creo que los padres sienten, en el fondo, cierto alivio.
Rodriguez parecía mareado. Se levantó en silencio y se dirigió a la puerta con semblante ceniciento. Gurney suponía que Holdenfield había pinchado de pleno en el nervio más sensible del capitán, un nervio que ya habían expuesto y aporreado desde el momento en que el caso había virado de la caza de un jardinero mexicano a una investigación en torno a relaciones familiares desordenadas y mujeres jóvenes enfermas. Ese nervio había estado tan pinzado durante la última semana que quizá no era sorprendente que un hombre como aquel, tan susceptible, se estuviera convirtiendo en un caso perdido.
La puerta se abrió antes de que Rodriguez llegara a ella. Gerson entró con un matiz de alarma en su rostro enjuto y le bloqueó el paso.
– Disculpe, señor, hay una llamada urgente.
– Ahora no-murmuró Rodriguez con vaguedad-. Quizás Anderson… o alguien…
– Señor, es una emergencia. Otro homicidio relacionado con Mapleshade.
Rodriguez la miró.
– ¿Qué?
– Un homicidio…
– ¿Quién?
– Una chica llamada Savannah Liston.
Dio la impresión de que todos tardaban unos segundos en asimilar la noticia, como si la estuvieran escuchando a través de una traducción.
– Bien-dijo al fin el capitán, y siguió a Gerson al exterior de la sala.
Cuando regresó al cabo de cinco minutos, las vagas especulaciones que habían estado a la deriva en torno a la mesa en su ausencia fueron reemplazadas por una ansiosa atención.
– Muy bien. Está aquí todo el que tiene que estar aquí-anunció Rodriguez-. Solo voy a decir esto una vez, así que les sugiero que tomen notas.
Anderson y Blatt sacaron blocs idénticos y bolígrafos. Los dedos de Wigg estaban preparados sobre el teclado del portátil.
– Era el jefe de Policía de Tambury, Burt Luntz. Ha llamado desde donde se encuentra en este momento, un bungaló alquilado por Savannah Liston, empleada de Mapleshade. -Había fuerza y determinación en la voz del capitán, como si la tarea de transmitir la información lo hubiera puesto, al menos de manera temporal, en terreno firme-. Aproximadamente a las cinco de la mañana, el jefe Luntz recibió una llamada telefónica en su casa. Con lo que le sonó como acento español, el que llamó dijo:
«Buena Vista número setenta y siete. Por todas las razones que he escrito». Cuando Luntz preguntó quién llamaba, su respuesta fue: «Edward Vallory me llama el jardinero español». En ese momento colgó.
Anderson miró con el ceño fruncido su reloj.
– ¿Fue a las cinco de la mañana, hace diez horas, y nos enteramos ahora?
– Por desgracia, a Luntz la llamada no le disparó ninguna alarma. Solo supuso que se habían equivocado de número, que el tipo estaba borracho, o quizás ambas cosas. No conoce los detalles de nuestra investigación, así que las referencias a Edward Vallory no significan nada para él. Más tarde, hace media hora, recibió una llamada del señor Lazarus, de Mapleshade, en la que le decían que tenían una empleada, normalmente responsable, que no se había presentado a trabajar y que no cogía el teléfono, y teniendo en cuenta todas las locuras que estaban pasando preguntó si no podría Luntz enviar un coche patrulla para asegurarse de que todo iba bien. Cuando Lazarus le dio la dirección del número setenta y ocho de Buena Vista Trail, a Luntz se le encendió la luz y acudió en persona.
Kline estaba inclinado hacia delante en su silla, como un atleta a punto de emprender una carrera.
– ¿Y encontró a Savannah Liston muerta?
– Encontró la puerta de atrás sin cerrar con llave y a Liston sentada a la mesa de la cocina. El mismo escenario que en el caso de Jillian Perry.
– ¿Exactamente el mismo?-preguntó Gurney.
– Al parecer.
– ¿Dónde está Luntz ahora?-preguntó Kline.
– En la cocina, con algunos agentes de la Policía de Tambury en camino para cerrar el perímetro y asegurar la escena. Él ya ha registrado la casa, por encima, solo para verificar que no había nadie más presente. No ha tocado nada.
– ¿Ha dicho si ha encontrado algo extraño?-preguntó Gurney.
– Una cosa. Un par de botas en la puerta. De las que se ponen encima de los zapatos. ¿Suena familiar?
– Otra vez las botas. Dios santo. Hay algo con las botas. -El tono de Gurney atrajo la atención de Rodriguez-. Capitán, sé que no es mi labor tratar de influir en cómo se distribuyen los recursos, pero ¿puedo hacer una sugerencia?
– Adelante.
– Recomendaría que llevara esas botas inmediatamente a su personal de laboratorio; que se queden aquí toda la noche si hace falta y que hagan todas las pruebas de reconocimiento químico que puedan.
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