John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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Avanzaron lentamente, aproximándose a la viuda. Tommy trató de articular algunas palabras, pero comprobó sorprendido que no era capaz. Había pronunciado complicados y dramáticos discursos en centenares de salas de tribunal, a menudo hallando de forma extemporánea las palabras justas, al igual que había hecho en el Stalag Luft 13 en 1944. Pero en esos breves momentos, mientras avanzaba hacia la esposa de Lincoln Scott, no sabía qué decir.

Por consiguiente, cuando se detuvo ante la viuda, no tenía nada preparado.

– Señora Scott -balbuceó, carraspeando para aclararse la garganta-. Lamento mucho la muerte de su esposo.

La viuda miró a Tommy, escrutándole, con una expresión casi desconcertada en sus ojos, como si él fuera alguien que ella creía conocer pero no lograra identificar. Tomó la mano de Tommy entre las suyas y luego, como suele hacer la gente en los funerales, levantó la izquierda y cubrió la derecha de Tommy, como para consolidar el apretón de manos. Y entonces, inopinadamente, Tommy levantó su mano izquierda y cubrió la de la viuda de Scott.

– Conocí a su esposo hace muchos años… -dijo Tommy.

La viuda bajó de pronto la vista durante unos momentos, contemplando la maltrecha mano de Tommy, que estaba apoyada en la suya. Entonces le miró a los ojos y esbozó una amplia sonrisa de reconocimiento.

– Señor Hart -dijo con la melodiosa cadencia de una cantante de jazz-, me siento honrada de que haya venido. A Lincoln le hubiera complacido mucho.

– Ojalá -empezó a decir Tommy, pero se detuvo, tras lo cual continuó-: Ojalá que él y yo…

Pero le interrumpieron los ojos de la viuda, que resplandecían con manifiesta alegría.

– ¿Sabe usted lo que solía decir a su familia, señor Hart?

– No -respondió Tommy suavemente.

– Solía decir que usted fue el mejor amigo que tuvo en su vida. No su amigo íntimo, porque creo que su íntima amiga fui yo. Pero sí el mejor.

La viuda de Lincoln Scott no soltaba la mano de Tommy. Pero se volvió hacia sus hijos, nietos y bisnietos, que estaban de pie en los escalones, detrás de ella. Tommy observó todos los rostros, que estaban vueltos hacia él, mostrando la misma curiosidad, la misma solemnidad, y quizás, entre los más jóvenes, cierta impaciencia por marcharse. Pero incluso los pequeños que se mostraban impacientes se calmaron cuando habló la viuda.

– Acercaos -les dijo. Su voz demostraba una autoridad superior a su diminuta estatura-. Porque deseo presentaros a este señor. Prestad atención: éste es el señor Tommy Hart, niños. Es el hombre que se acercó para ayudar a vuestro abuelo cuando se sentía completamente solo en el campo de prisioneros en Alemania. Todos habéis oído contar muchas veces esa historia, y éste es el hombre de quien vuestro abuelo habló en muchas ocasiones.

Tommy sintió que las palabras se le atragantaban en la garganta.

– En la guerra -dijo con suavidad-, fue su esposo quien me salvó la vida.

Pero la viuda meneó con energía la cabeza como la maestra que había sido antiguamente, como rectificando a un alumno favorito pero travieso.

– No, señor Hart. Se equivoca. Lincoln siempre decía que fue usted quien le salvó a él -la viuda sonrió-. Ahora, niños -añadió con tono enérgico-, acercaos rápidamente.

Y tras estas palabras, el primero de los hijos de Lincoln Scott avanzó, tomó la mano de Tommy arrebatándosela a su madre y se la estrechó murmurando:

– Gracias, señor Hart.

Luego, uno tras otro, desde el primogénito hasta el bebé que su joven madre sostenía en brazos, la familia de Lincoln Scott se acercó a los escalones delanteros de la catedral y Tommy Hart estrechó la mano de todos.

Nota del autor

Hacía tres meses que mi padre había iniciado el primer curso de carrera en la Universidad de Princeton cuando Pearl Harbor fue atacado. Al igual que muchos hombres de su generación, se apresuró a alistarse, y al cabo de poco más de un año volaba como navegante a bordo de un bombardero Mitchell B-25 sobre aguas cercanas a Sicilia. El Green Eyes fue derribado en febrero de 1943, después de bombardear a baja altura un convoy alemán que transportaba tropas de refuerzo destinadas al Afrika Korps de Rommel. Mi padre, junto al resto de la tripulación del Green Eyes, fue rescatado del océano por los alemanes. Inicialmente pasó unas semanas en un campo de prisioneros de guerra en Italia, en Chieti, antes de ser conducidos en furgones al Stalag Luft 13, cerca de la frontera alemana con Polonia, en Sagan, Alemania. Ahí pasó buena parte de la guerra. En un estante de su casa, ocupando un lugar de honor, hay una primera edición de El expreso de Von Ryan, una novela clásica sobre las aventaras de unos presos que tratan de fugarse, escrita por David Westheimer. Contiene una sencilla pero afectuosa dedicatoria del antiguo kriegie: «Querido Nick… Ojalá hubiera sido así…»

Cuando yo era un adolescente, en mi casa no se solía comentar la experiencia de mi padre en el campo de prisioneros de guerra. Ni se hablaba sobre raciones de hambre, privaciones, fríos glaciales, terror y tedio omnipresente. El único detalle sobre el cautiverio y las vicisitudes que soportó mi padre que nos contaron cuando éramos niños, fue cómo había obtenido de la organización YMCA los libros que necesitaría para estudiar la carrera en Princeton. Los había estudiado de cabo a rabo, reproduciendo los cursos que habría seguido de haber sido un estudiante en la facultad, y a su regreso a Estados Unidos convenció a la universidad para que le permitieran someterse a los exámenes de dos años en seis semanas, a fin de poder graduarse con su clase. La extraordinaria hazaña de mi padre asumió un valor mítico en nuestra familia. La lección era bien simple: es posible crear una oportunidad a partir de cualquier situación, por dura que sea.

Esa oportunidad que él aprovechó en 1943 se convirtió en la fuente de inspiración de La guerra de Hart. Pero, aparte de este reconocimiento, cabe destacar que los personajes, la situación y el argumento de la novela son creación mía. Aunque pasé mucho tiempo durante los últimos dieciocho meses asediando a mi padre a preguntas sobre sus experiencias, en pos del rigor y la verosimilitud, la responsabilidad por lo que se describe en las páginas de la novela es mía. El mundo de mi novela ambientada en el Stalag Luft 13 está compuesto por varios campos de prisioneros. Los hechos que forman la novela, aunque basados en la realidad de la experiencia en un campo de prisioneros de guerra, son imaginarios. Los oficiales que aparecen en estas páginas, tanto alemanes como aliados, no guardan relación con hombres reales, ni vivos ni muertos. Toda semejanza con personas vivas es pura coincidencia.

Unos treinta y dos aviadores de Tuskegee fueron derribados y capturados por los alemanes durante la guerra. Por lo que he podido colegir, ninguno experimentó el ostracismo y el racismo que padece Lincoln Scott. Los peores prejuicios a los que debían enfrentarse les aguardaban en Estados Unidos. Hay un libro excelente, Black Wings, que describe cómo esos hombres excepcionales rompieron la barrera del color en las fuerzas aéreas. Existe asimismo una pequeña pero merecida pieza expuesta sobre ellos en el Museo del Aire y el Espacio en Washington. Una de las ironías del racismo es que cuando los hombres de Tuskegee consiguieron superar las severas normas que les habían impuesto, se habían convertido en los mejores pilotos y bombarderos del cuerpo de aviación. Los hombres de Tuskegee participaron en más de mil quinientas misiones de combate sobre Europa. Y uno de los hechos más deliciosos de la guerra es que jamás perdieron a un bombardero que escoltaban en manos del enemigo. Ni uno solo. Pero pagaron un precio por ello. A fin de mantener esta increíble marca, más de sesenta de esos hombres jóvenes sacrificaron su vida.

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