John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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– ¿Y los otros?

– ¿Qué otros?

– Los hombres que salieron…

Hugh sonrió.

– Los cochinos alemanes atraparon esa mañana a diez tíos deambulando por el bosque, perdidos. Otros cinco hombres fueron arrestados en la estación, mientras esperaban que pasara un segundo tren. Por lo visto hubo cierto problema con los billetes que falsificaron y la Gestapo no tuvo ninguna dificultad en localizarlos entre la multitud. Pero tres hombres, los tres primeros que salieron del túnel, no han aparecido y nadie sabe dónde están. Todo indica que sus billetes eran aceptables y pudieron abordar un tren que se los llevó antes de que sonara la alarma. Corren muchos rumores al respecto, pero no se sabe nada con certeza.

Tommy asintió con la cabeza.

– Me alegro -dijo-. Tuvieron suerte.

– ¿Quién sabe? A propósito, nuestro amigo Fritz Número Uno obtuvo una medalla y un ascenso. Ahora es sargento, y luce una de esas cruces negras y relucientes en torno al cuello. Como puedes imaginar, se ha convertido en el gallo del corral.

Hugh se agachó y rodeó a Tommy con sus brazos, para ayudarle a incorporarse.

– Vamos, abogado. Vamos a sacarte de aquí -dijo.

– ¿Y Scott y Fenelli?

– Ellos también saldrán.

Tommy sonrió.

– Estupendo -dijo débilmente- Hugh, mi mano…

El canadiense apretó los dientes.

– Procura resistir, muchacho. Te llevaremos a un médico.

El pasillo del edificio de las celdas estaba atestado de guardias alemanes armados con fusiles. Hugh sacó a Tommy casi en brazos de la celda, y una vez en el pasillo Scott le ayudó a transportarlo. Tommy estaba delgadísimo; cuando trató de andar, sintió como si sus piernas fueran de goma, como si cada articulación en su cuerpo se hubiera descoyuntado y no le sostuviera.

Fenelli soltó unas palabrotas entre dientes mientras les conducía fuera del edificio de las celdas de castigo hacia el soleado recinto exterior. Todos los hombres pestañearon ante el súbito resplandor e inspiraron afanosamente unas bocanadas de aire templado. Fuera había más alemanes esperándoles, además del coronel MacNamara y el comandante Clark, que paseaban impacientes arriba y abajo frente al edificio.

– ¿Cómo está? -preguntó inmediatamente el coronel MacNamara a Fenelli.

– Le duele mucho -respondió el médico.

MacNamara asintió con la cabeza y señaló el edificio de administración del campo.

– Allí -dijo-. Von Reiter les está esperando.

Los hombres que componían el extraño cortejo, en cuyo centro se hallaba Tommy, fueron conducidos al despacho del comandante Von Reiter. El oficial alemán estaba sentado detrás de su inmaculado escritorio, como de costumbre, pero cuando entraron se puso en pie. Se alisó el uniforme con un gesto automático y dio un taconazo, haciendo una leve reverencia. Una representación muy estudiada y calculada.

Los kriegies, a excepción de Tommy, le saludaron al estilo militar.

Von Reiter indicó una silla y Tommy fue instalado en ella por Fenelli y Lincoln Scott, que permaneció detrás de él.

El alemán se aclaró la garganta y contempló la mano desfigurada de Tommy.

– ¿Se siente mal, teniente Hart? -preguntó.

Tommy se echó a reír a pesar del dolor.

– He tenido épocas mejores -murmuró con voz ronca.

El coronel MacNamara avanzó, expresándose con tono enérgico, erguido e indignado.

– ¡Exijo que atienda a este hombre inmediatamente! Sus heridas son graves, como puede comprobar. Según la Convención de Ginebra, tiene derecho a que le vea un médico. Le advierto, comandante, que la situación es crítica. No toleraremos más demoras…

Von Reiter le interrumpió con un gesto de la mano.

– El teniente Hart recibirá la mejor atención. Lo he dispuesto todo. Le pido disculpas por la demora, pero son asuntos delicados.

– ¡Cada minuto que pasa pone en peligro la vida de este oficial!

Von Reiter asintió con la cabeza.

– Sí, sí, coronel, lo comprendo. Pero han ocurrido muchas cosas y aunque procuramos ser eficientes, quedan aún algunas cuestiones por resolver. ¿Está usted en condiciones de responder a unas preguntas, señor Hart? Sólo se trata de completar el informe para mis superiores.

Tommy intentó encogerse de hombros.

– El teniente Hart no está obligado a responder a ninguna pregunta -terció el comandante Clark.

Von Reiter suspiró.

– Comandante, se lo ruego. Aún no ha oído las preguntas que voy a hacer.

El comandante dejó que el silencio se impusiera durante un par de minutos en la habitación. Luego se volvió hacia Tommy Hart.

– Teniente, ¿sabe usted quién asesinó al capitán Vincent Bedford de las fuerzas aéreas estadounidenses?

Tommy sonrió y asintió con la cabeza.

– Sí.

– ¿No fue el teniente Scott?

Antes de que Tommy pudiera responder a esta pregunta, el coronel MacNamara interrumpió.

– ¡Comandante Von Reiter! ¡Como bien sabe, el teniente Scott ha sido absuelto de este crimen por el veredicto unánime de un tribunal militar reunido en consejo de guerra! Mientras el teniente Scott permanecía encerrado en la celda de castigo, el tribunal llegó a la conclusión de que no había pruebas que demostraran más allá de la duda razonable su culpabilidad, por lo que fue declarado inocente.

– Por favor, coronel, no he concluido mi interrogatorio.

– ¿Absuelto? -preguntó Scott emitiendo una breve carcajada-. Alguien pudo haber tenido el detalle de comunicármelo.

– El campo lo sabe -dijo MacNamara-. Lo anunciamos durante el Appell la mañana siguiente a la fuga.

Scott sonrió. Apoyó una mano en el hombro de Tommy y le dio un apretón de enhorabuena.

MacNamara calló. Von Reiter se detuvo, miró a los otros de uno en uno, y prosiguió con sus preguntas.

– Lo expresaré de otra forma, teniente Hart. Su investigación determinó la identidad del auténtico asesino, ¿no es así?

– Sí -contestó Tommy tan fuerte como pudo.

Von Reiter sonrió.

– Eso supuse -el alemán meneó la cabeza ligeramente-. Pensé que algunas personas le habían subestimado, señor Hart. Pero eso, por supuesto, no nos concierne en estos momentos. Sigamos. ¿Ese asesino… era miembro de la Luftwaffe?

– No señor.

– ¿Ni de ninguna otra fuerza armada alemana?

– No, comandante -repuso Tommy.

– Dicho de otro modo: el asesino del capitán Bedford era miembro de las fuerzas aliadas encarceladas aquí, en el Stalag Luft 13.

– Así es.

– ¿Está usted dispuesto a firmar una declaración que confirme sus palabras?

– Sí, siempre y cuando no me exijan que identifique al verdadero asesino.

Von Reiter emitió una breve risotada.

– Eso, teniente, depende de sus autoridades, con las que podrá hablar de ello en otro momento más oportuno. Mis superiores me han comunicado que los propósitos de la Luftwaffe quedarán cumplidos si usted jura que el asesino no pertenece a nuestro servicio, eximiéndonos de toda culpabilidad en este desdichado asunto. ¿Está dispuesto a hacerlo?

– Sí, comandante.

Von Reiter parecía satisfecho.

– Me he tomado la libertad de mandar que prepararan este documento. Deberá confiar en que el idioma alemán refleja exactamente lo que yo he dicho y usted ha confirmado. A menos que sus oficiales deseen proporcionar un traductor…

Von Reiter dirigió una sonrisa irónica a MacNamara antes de añadir:

– Pero sospecho que no querrán hacerlo, pues prefieren que no sepamos los nombres de los oficiales americanos que dominan el alemán.

– Me fío de su palabra -murmuró Tommy.

– Lo suponía -dijo Von Reiter. Se retiró detrás de su mesa, abrió el cajón central y extrajo un papel escrito a máquina. En la cabecera de la página aparecía grabada una llamativa águila negra. El alemán indicó el lugar donde figuraba escrito el nombre de Tommy. Ofreció a éste una pluma estilográfica. Esforzándose por reprimir las ardientes punzadas de dolor que le recorrían el brazo y el pecho, Tommy se inclinó hacia delante y firmó el documento. Fue agotador.

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