John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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Estaba sentado junto al ventanal de la suite de su hotel, desde donde podía ver la imagen reflejada de su esposa en el espejo y, cuando se volvía y miraba a través del cristal de la ventana, el lago Michigan. Era una mañana estival y el destello veteado del sol se reflejaba en la superficie del agua, de un azul intenso. Tommy había pasado el último cuarto de hora observando atentamente los veleros que realizaban ágiles piruetas a través del ligero oleaje, trazando unos dibujos aleatorios sobre el agua. La gracia y velocidad de los lustrosos veleros, describiendo círculos debajo de la blanca vela agitada por el viento, resultaba fascinante. Se preguntó por qué había preferido siempre los botes de pesca a los escandalosos motores, y dedujo que se debía a su inclinación por ciertos destinos, pero luego comprendió que le habría representado un trabajo excesivo manipular a la vez el timón y la escota mayor de un velero navegando a toda velocidad impulsado por el viento.

Bajó la vista y miró su mano izquierda. Le faltaba el dedo índice y la mitad del meñique. El tejido de la palma presentaba cicatrices de color púrpura. Pero daba la impresión de ser más inservible de lo que en realidad era. Su esposa llevaba más de cincuenta años preguntándole si quería que le ayudara con la corbata, y durante ese tiempo él le había respondido invariablemente que no. Había aprendido a hacer los lazos tanto de las corbatas que se ponía para acudir a la oficina como de los sedales que utilizaba cuando salía a pescar en su bote. Cada mes, cuando el gobierno le enviaba un modesto cheque por invalidez, él lo firmaba y lo enviaba al fondo de becas de Harvard. Con todo, su mano que había sufrido heridas de guerra había desarrollado últimamente una tendencia a la rigidez y la artritis, y en más de una ocasión se le había quedado paralizada. Tommy no había hablado con su esposa de esas pequeñas traiciones.

– ¿Crees que habrá algún conocido? -preguntó la mujer.

Tommy se apartó a regañadientes de la visión de los veleros y fijó los ojos en el reflejo de los de ella. Durante un momento entrañable pensó que Lydia no había cambiado un ápice desde que se habían casado, en 1945.

– No -respondió-. Probablemente un montón de dignatarios. Él era muy famoso. Quizás haya algunos abogados que yo conocí a lo largo de los años. Pero nadie que conozcamos a fondo.

– ¿Ni siquiera alguien del campo de prisioneros?

Tommy sonrió y meneó la cabeza.

– No lo creo.

Lydia dejó el cepillo del pelo y tomó un lápiz para delinear los ojos. Después de aplicárselo unos momentos, dijo:

– Ojalá Hugh estuviera vivo, así podría hacerte compañía.

– Sí, a mí también me gustaría que estuviera presente -respondió Tommy con tristeza.

Hugh Renaday había muerto diez años atrás. Una semana después de que le diagnosticaran un cáncer y mucho antes de que la inevitable evolución de la enfermedad robara fuerzas a sus extremidades y su corazón, el fornido jugador de jockey había tomado una de sus escopetas de caza favoritas, unas botas para la nieve, una tienda de campaña, un saco de dormir y un infiernillo portátil y, después de escribir unas inequívocas notas de despedida a su esposa, hijos, nietos y a Tommy, lo había cargado todo en el maletero del cuatro por cuatro y había partido hacia los fríos y agrestes paisajes de las Rockies canadienses. Era enero, y cuando su vehículo se negó a seguir avanzando a través de la espesa nieve en un viejo y desierto camino forestal, Hugh Renaday había continuado a pie. Cuando sus piernas se habían cansado de avanzar penosamente a través de los ventisqueros septentrionales de Alberta, se había detenido, había erigido un modesto campamento, se había preparado una última comida y había aguardado pacientemente a que la temperatura nocturna descendiera por debajo de los cero grados y acabara con él.

Tommy averiguó posteriormente a través de un colega de Hugh, perteneciente a la Policía Montada, que la muerte por congelación no era considerada una muerte atroz en Canadá. Tiritabas un par de veces y luego te sumías en un estado aletargado semejante a un apacible sueño, mientras los recuerdos de los años se deslizaban lentamente junto con el último aliento de vida. Era una forma segura y eficaz de morir, había pensado Tommy, tan organizada, sistemática y segura como había sido cada segundo de la vida del veterano policía.

No solía pensar con frecuencia en la muerte de Hugh, aunque en una ocasión, cuando Lydia y él habían emprendido un crucero a Alaska y él había permanecido despierto hasta bien entrada la noche, fascinado por la aurora boreal, confiaron en que el vasto manto de coloridas luces que adornaban el oscuro firmamento hubiese sido la última cosa que Hugh Renaday había contemplado en este mundo.

Cuando recordaba a su amigo, prefería pensar en el momento que ambos habían compartido, pescando no lejos de la casa en la que se había retirado a vivir Tommy en los Cayos de Florida. Tommy había divisado una gigantesca barracuda, semejante a un torpedo, acechando en el borde de un banco de arena, sumergida en unos palmos de agua esperando atacar por sorpresa a un incauto lucio o a un pez espada que pasara por allí. Tommy había preparado una caña giratoria provista de un señuelo consistente en un tubo rojo fluorescente y un hilo de alambre. Lo había lanzado a poca distancia de las fauces del animal. El pez se había precipitado hacia él sin vacilar y, una vez atrapado, había dado una voltereta, frenético, sus largos costados plateados alzándose sobre la superficie del agua y lanzando unas gigantescas láminas blancas a través de las olas. Hugh había conseguido pescarlo, y mientras posaba para las obligadas fotografías para enviar a casa, se detuvo un momento para contemplar las inmensas hileras de dientes puntiagudos, casi translúcidos y afilados como cuchillas, que ornaban las potentes mandíbulas del pescado.

– El arma de una barracuda -había comentado Tommy-. Me recuerda a algunos de mis honorables colegas abogados.

Pero Hugh Renaday había sacudido la cabeza.

– Visser -le había respondido el canadiense-. El Hauptmann Heinrich Visser. Éste es un pez Visser.

Tommy había vuelto a contemplar su mano. El pez Visser, pensó.

Debió de pronunciar esas palabras en voz alta, porque Lydia le preguntó desde el baño:

– ¿Qué has dicho?

– Nada -le contestó Tommy-. Pensaba en voz alta. ¿Crees que la corbata roja es demasiado llamativa para un funeral?

– No -contestó su esposa-. Muy adecuada.

Tommy supuso que la reunión de aquella mañana sería un poco como el funeral de Phillip Pryce, que se había celebrado en una de las mejores catedrales de Londres doce años después de terminar la guerra. Phillip había tenido muchos amigos importantes entre los estamentos militares y la abogacía, quienes ocuparon numerosos bancos de la catedral mientras los niños del coro cantaban con sus voces blancas en un sonoro latín. Posteriormente, Tommy y Hugh solían comentar en broma que sin duda muchos de los abogados que habían asumido la parte contraria de un caso habían asistido sólo para cerciorarse de que Phillip estaba muerto.

Phillip Pryce, según habían convenido Tommy y Hugh, había tenido una muerte extraordinaria.

El día en que había conseguido librar a un miembro conservador del Parlamento de una enojosa relación con una prostituta mucho más joven, Pryce había dejado que los miembros más jóvenes de su bufete le invitaran a una cena suntuosa, que se prolongó hasta muy tarde. Después, había pasado por su club para tomarse un brandy Napoleón de más de cien años. Uno de los mayordomos había supuesto que Phillip se había quedado dormido, descansando en una mullida butaca de orejas, con la copa en la mano, pero había descubierto que Pryce estaba muerto. Fue un ataque cardíaco fulminante. El viejo abogado sonreía de oreja a oreja, como si un ser conocido y querido hubiera estado junto a él en el momento de la muerte. Durante el funeral, el bufete en pleno, desde los más veteranos hasta los más jóvenes, habían transportado el féretro hasta el interior de la catedral, como una llorosa cohorte romana.

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