John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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Había dejado un testamento en el que solicitaba a Tommy que leyera algo en su funeral. Tommy había pasado una agitada noche en el Strand Hotel, leyendo pasaje tras pasaje de la Biblia, incapaz de hallar unas palabras lo bastante nobles para honrar a su amigo. Se había levantado poco después del amanecer, profundamente preocupado, y se había dirigido en taxi a la residencia de Phillip en Grosvenor Square, donde fue recibido por el mayordomo.

En la mesilla de noche de Phillip, Tommy vio una primera edición muy manoseada y leída de la obra El viento en los sauces de Kenneth Grahame. En la guarda Phillip había escrito una inscripción, y Tommy dedujo en seguida que el libro había sido un regalo para Phillip hijo. El sencillo mensaje decía lo siguiente:

Mi querido hijo, por viejo y sabio que uno aspire a ser, es importante recordar siempre los gozos de la juventud. Este libro te ayudará a recordarlos durante los años venideros. Con todo mi cariño en la trascendental fecha de tu noveno cumpleaños, de tu padre que te adora…

Tommy descubrió dos secciones del libro que estaban subrayadas y desteñidas, como gastadas por las repetidas veces que los ojos de un niño habían pasado sobre las palabras. La primera correspondía al capítulo «El flautista a las puertas del amanecer», y decía así: «Este es el último y mejor don que el amable semidiós ha tenido el acierto de conceder a quienes se han revelado para ayudarles: el don del olvido. Para evitar que un recuerdo terrible perdure y crezca, haciendo sombra al gozo y al placer, y el nefasto y persistente recuerdo amargue posteriormente las vidas de los pequeños animales que lograron superar sus dificultades, con el fin de que fueran felices y alegres como antes…»

El segundo pasaje subrayado consistía en casi la totalidad del último capítulo, en el que los fieles Topo, Rata, Tejón y el entrañable Don Sapo se arman y atacan al ejército de comadrejas, muy superior numéricamente a ellos, derrotando a los intrusos con su rectitud y valor.

Así, esa tarde, una vez que olvidó la Biblia, Shakespeare, Tomás Moro, Keats, Shelley, Byron y demás escritores ilustres que con frecuencia prestan sus palabras para las ocasiones solemnes, se puso de pie y leyó a la distinguida concurrencia unos pasajes de un libro infantil. Lo cual, pensó más tarde, y sin duda Hugh Renaday se habría mostrado de acuerdo, resultaba un tanto inesperado y bastante chocante, que era precisamente lo que habría complacido a Phillip.

– Estoy lista -dijo Lydia, saliendo por fin del baño.

– Estás exquisita -dijo Tommy con admiración.

– Preferiría que fuéramos a una boda -respondió Lydia meneando la cabeza con un gesto encantador-, o a un bautizo.

Tommy se levantó y su esposa le arregló el nudo de la corbata, aunque no era necesario. El don del olvido, pensó él. Para que todos podamos sentirnos tan felices y alegres como antes.

Hacía un día espléndido, soleado y templado. Un día que no parecía corresponder a un funeral. Unos vibrantes rayos de sol penetraban a raudales a través de las vidrieras de la catedral, proyectando unas curiosas franjas rojas, verdes y doradas en unos gruesos trazos de color sobre el suelo de piedra gris.

Las hileras de bancos estaban atestadas de parientes y allegados. El vicepresidente y su esposa habían acudido en representación del gobierno. Estaban acompañados por los dos senadores de Illinois, un nutrido número de congresistas, docenas de funcionarios estatales y un juez del tribunal supremo ante el que Tommy había defendido años atrás a un cliente. Los panegíricos fueron pronunciados por destacados personajes del ámbito de la educación, y hubo unas prolijas, conmovedoras y casi musicales lecturas de unos pasajes de las Escrituras por parte de un joven y nervioso predicador baptista perteneciente a la vieja iglesia del padre de Lincoln Scott.

Una bandera envolvía el ataúd situado en la parte frontal de la iglesia. Ante él había tres fotografías ampliadas. A la derecha se veía a Lincoln Scott de anciano, luciendo su larga túnica académica, pronunciando un enardecido discurso ante unos graduados universitarios. A la izquierda había una foto de prensa de la década de los sesenta en que aparecía Scott, del brazo de Martin Luther King y Ralph Abernathy, encabezando una marcha por una calle sureña. La del centro era la más grande de las tres y mostraba a un Lincoln Scott, con los ojos alzados al cielo, montado en el ala de su Mustang antes de emprender una misión ofensiva por el cielo de Alemania. Tommy contempló la foto pensando que quienquiera que la había tomado había tenido la suerte de captar buena parte de la personalidad del difunto, simplemente a partir de la postura impaciente y la ferocidad de su mirada.

Tommy se sentó en el centro de la iglesia, junto a su esposa. Era incapaz de escuchar las nobles palabras de alabanza que sonaban sobre su cabeza pronunciadas por los numerosos oradores que subieron al púlpito.

Lo que oyó fue el sonido, que había olvidado, de los motores aullando durante un ataque, el agudo y sistemático estruendo de las ametralladoras mezclado con las explosiones de fuego antiaéreo fuera del aparato, disparando una lluvia de metal sobre el exterior del bombardero. Durante largos momentos, sintió que se le secaba la garganta y su camisa se le humedecía de sudor. Oyó los gritos y exclamaciones de hombres enzarzados en combate y los gemidos de los hombres abrazados por la muerte. La barahúnda amenazaba con invadir el fresco interior de la catedral. Tommy resopló al tiempo que meneaba la cabeza ligeramente, como si tratara de ahuyentar esos recuerdos cual un perro que sacude el agua adherida a su pelo. A quinientos kilómetros por hora, a seis metros sobre la superficie del mar, y con todo el mundo disparando contra ti. ¿Cómo lograste sobrevivir? El no podía responder a su propia pregunta, pero sí a la siguiente: A seis metros bajo tierra, sangrando y atrapado, sin poder salir. ¿Cómo lograste sobrevivir? Tommy respiró hondo de nuevo. Sobreviví gracias al hombre que yace en ese ataúd.

A una señal del sacerdote, todos los asistentes se pusieron en pie para entonar Onward Christian Soldiers. Las voces más potentes, pensó Tommy, sonaban a su izquierda, procedentes de los dos primeros bancos de la catedral, donde se hallaba reunida la numerosa familia de Lincoln Scott, rodeando a una negra anciana, menuda, con la piel de color café.

El sacerdote en el púlpito cerró su libro de himnos con fuerza y leyó otro pasaje de la Biblia, refiriéndose a cómo luchó David contra Goliat armado tan sólo con su honda de pastor y consiguió vencer a su adversario.

Tommy se reclinó, sintiendo la rígida madera del banco contra sus huesos. En cierto modo, pensó, todos se hallaban en aquella habitación cavernosa, escuchando al sacerdote: MacNamara y Clark (quienes habían recibido medallas y ascensos por su eficaz labor a la hora de organizar la fuga del Stalag Luft 13, aunque Tommy siempre había pensado que sólo el cabrón de Clark, que había desmentido todo cuanto Tommy pensaba sobre él al ordenar a los kriegies desarmados del barracón 107 que atacaran a los alemanes que se aproximaban con el fin de dar a Scott más tiempo para rescatarlo a él del túnel que se había derrumbado, era quien merecía los honores), y Fenelli, que ejercía de cirujano cardiovascular en Cleveland. Tommy se había encontrado con él una vez, cuando se alojaba en un hotel donde se celebraba una convención médica, y había visto el nombre del médico en la lista de oradores. Habían tomado unas copas en el bar y habían compartido unos momentos de bromas y risas favorecidas por el alcohol. Fenelli había admirado el trabajo de los cirujanos suizos que le habían operado la mano, pero Tommy le había dicho que Phillip Pryce había amenazado con pegar un tiro al médico que cometiera una chapuza, lo cual, según convino Fenelli, probablemente había servido para que prestaran mayor atención.

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