John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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Fenelli le había preguntado si había conservado la amistad con Scott después de la guerra, pero Tommy le dijo que no. El otro se mostró sorprendido.

Era la única vez que había visto a Fenelli, y confiaba en que cuando observara los rostros de los asistentes al funeral viera entre ellos al médico de Cleveland. Pero no fue así. También confiaba en que Fritz Número Uno hubiera volado desde Stuttgart para asistir al funeral, puesto que el antiguo hurón estaba en deuda con Lincoln Scott. Ocho meses después de que Tommy fuera repatriado, cuando unos elementos del quinto destacamento del general Omar Bradley habían liberado a los aviadores del Stalag Luft 13, Scott había hablado a los interrogadores militares sobre las dotes lingüísticas de Fritz y su eficaz colaboración. Esto lo había conducido a un puesto como ayudante de la policía militar encargada de interrogar a los soldados alemanes capturados, cuando buscaban a los miembros de la Gestapo que se ocultaban entre los soldados y los oficiales. Posteriormente Fritz utilizó también esas dotes para ocupar un cargo de ejecutivo en la empresa Porsche-Audi en la Alemania de la posguerra.

Tommy sabía esto por las cartas que le escribía Fritz en Navidad. La primera la había dirigido a: T. Hart, célebre abogado, Universidad de Harvard, Harvard, Massachusetts. A Tommy siempre se le había antojado un misterio el que el servicio de correos la hubiera remitido a la facultad de derecho de Cambridge, que posteriormente la había enviado a Tommy a las señas de su bufete de abogados en Boston. A lo largo de los años había recibido otras cartas, que siempre contenían fotografías del delgado hurón que empezaba a echar barriga junto a su esposa, sus hijos, sus nietos y numerosos perros de distinta raza. Fritz sólo le había enviado una carta que reflejaba un estado de ánimo depresivo en todos los años transcurridos después de la guerra, una breve nota que Tommy recibió poco después de la reunificación de Alemania, cuando el ejecutivo de la empresa automovilística había averiguado a través de unos documentos de Alemania Oriental, sobre los cuales se había levantado el secreto oficial, que el comandante Von Reiter había muerto fusilado a principios de 1945. En los caóticos días posteriores a la caída del Tercer Reich, Von Reiter había sido capturado por los rusos. No había sobrevivido al primer interrogatorio.

Lydia dio un codazo a Tommy, sosteniendo el programa del funeral abierto. Tommy, que estaba distraído, se unió a los asistentes que recitaban un salmo al unísono. «Quienes nos llevaban cautivos nos exigieron que cantáramos una canción…»

De los tres hombres que habían conseguido salir del túnel y tomar el primer tren aquella mañana, dos habían conseguido regresar a casa. Murphy, el que trabajaba en una planta de envasado de carne en Springfield, había desaparecido y se le había dado por muerto.

En cierta ocasión, quince años después de haber terminado la guerra, Tommy había ganado un caso de condena por asesinato en Nueva Orleans. Había insistido a sus socios en que deseaba encargarse de él. La mayoría de los clientes del bufete eran empresas, lo cual resultaba muy lucrativo, pero de vez en cuando Tommy se encargaba discretamente de un caso criminal desesperado en un remoto lugar del país, por el que no cobraba nada y al que dedicaba muchas horas. Era una labor que no requería la presencia de los asociados que había contratado, ni de los socios con quienes había montado el bufete, aunque más de uno hacía exactamente lo mismo. Ganar casos era duro y, cuando lo conseguía, en la oficina se respiraba siempre un aire de celebración.

En esta oportunidad, pasada la medianoche, Tommy se encontró en un pequeño local de jazz, escuchando a un trompetista excelente. El músico, al ver a Tommy sentado en una de las primeras filas, estuvo a punto de desafinar. Pero había recobrado la compostura, sonriendo, y se había dirigido al público diciendo que algunas noches, cuando recordaba la guerra, tocaba con un estado de ánimo más íntimo. Luego había interpretado una versión en solitario de Amazing Grace, convirtiendo el himno en un rythm and blues, emitiendo unos prolongados trinos que habían creado en la habitación una sensación de melancolía. Tommy estaba seguro de que el músico se acercaría a hablar con él, pero en lugar de ello el director de la banda había enviado a su mesa una botella del mejor champán del local, y una nota: «Es mejor abstenerse de decir ciertas cosas. Aquí tienes la copa que te prometí. Me alegro de que también hayas logrado regresar a casa.» Cuando Tommy preguntó al gerente del local si podía dar las gracias al músico en persona, le respondieron que el trompetista ya se había marchado.

Según dedujo Tommy, la verdad sobre el asesinato del capitán Vincent Bedford, el juicio de Lincoln Scott y la fuga del Stalag Luft 13 nunca se escribieron, lo cual, pensó, podía ser aceptable. Él había pasado muchas horas, después de regresar a su casa en Vermont, pensando en Trader Vic, tratando de hallar alguna reconciliación con la muerte de Bedford. No estaba convencido de que Vic mereciera morir, ni siquiera por el error de haber traficado con una información que por desgracia había causado la muerte de seres humanos, convirtiéndole en una amenaza para los planes de fuga de otros. Pero a veces Tommy pensaba también que el asesinato de Vic era la única cosa justa que había ocurrido en el campo de prisioneros. A medida que transcurrían los años, Tommy empezó a pensar que, en definitiva, el hombre más complicado y el más difícil de comprender, había sido el vendedor de coches de segunda mano de Misisipí. Puede que fuera el más valiente de todos ellos, el más estúpido, el más malvado y el más inteligente, porque, por cada aspecto de la personalidad de Vic, Tommy hallaba una contradicción. Y por fin llegó a la conclusión de que habían sido todas esas contradicciones las que habían matado a Trader Vic con tanta precisión y eficacia como el puñal ceremonial de las SS.

Tommy miró el mismo reloj que tantas décadas atrás había lucido en la muñeca, no porque deseara saber la hora, sino por los recuerdos que encerraba en los entresijos de su mecanismo. Observó la segunda manecilla deslizándose alrededor del dial y pensó: hubo una época en que todos fuimos héroes, incluso los peores de nosotros. El reloj ya no indicaba la hora precisa y más de un operario lo había examinado con asombro, indicando que las reparaciones resultaban más costosas que el valor del reloj. Pero Tommy siempre pagaba la factura sin rechistar, porque ninguno de los operarios tenía ni remota idea del auténtico valor de aquel objeto.

Lydia dio otro codazo a Tommy. El matrimonio se puso de pie.

Transportaron el ataúd de Lincoln Scott por la nave central de la catedral al tiempo que el órgano emitía las notas d e, Jesus, Joy of Man’s Desiring. Los dignatarios más importantes formaron un pelotón honorífico de portadores del féretro, detrás de los vibrantes colores de la bandera americana. Les seguían los familiares de Lincoln Scott. Avanzaban con lentitud, al ritmo impuesto por la menuda y delicada figura de cabello plateado de la viuda del aviador negro. Su paso poseía la ciencia de la edad.

Los bancos se fueron quedando desiertos al paso del cortejo. Tommy esperó a que le tocara el turno, y salió al pasillo. Tomó a Lydia del brazo y ambos abandonaron juntos la catedral.

Tommy pestañeó unos momentos, cuando el tibio sol le golpeó el rostro. Oyó una voz familiar con acento sureño, susurrarle el oído: «Muéstranos el camino de regreso a casa, Tommy.» Y él respondió en su fuero interno: supongo que logré mostrarles el camino de regreso a casa a tantos de nosotros como fue posible.

Lydia le apretó el brazo durante unos segundos. Tommy alzó la vista y vio que la familia de Lincoln Scott se había reunido a la derecha, sobre los primeros escalones de la catedral, rodeando a la viuda. Esta recibía el pésame de muchos asistentes, que aguardaban en fila para presentarle sus respetos. Tommy miró a su esposa asintiendo con la cabeza y se colocó al final de la fila.

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