Frédéric Lenormand - El castillo del lago Zhou-an

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En el año 668, una inundación espectacular sorprende al juez Di durante un viaje por provincias. Busca entonces refugio en una posada, donde al poco uno de sus huéspedes, un viajante de comercio, es hallado muerto.
Seguido por su fiel criado, el sargento Hong, Di se interesa por el castillo de los señores del lugar, una espléndida finca cuyos ocupantes se comportan de forma tan extraña como inquietante. Rápidamente, Di descubre que la familia está mintiendo: hay un secreto inconfesable por el que alguien no ha dudado en asesinar. La niebla que se posa sobre el lago Zhou-an descubrirá al disiparse nuevos cadáveres…
El juez Di hará gala de su proverbial sagacidad para resolver los crímenes antes de la llegada de la temible crecida del río.

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El señor Zhou se quedó patidifuso.

– ¡La muy ladina! ¿Puedo preguntar cómo se llama ese infame seductor?

– ¡Usted lo sabe mejor que yo! ¡Era ese representante al que usted mató para vengarse!

El señor Zhou tuvo que tomar asiento.

– En cuanto al bonzo -continuó imperturbable el juez-, usted lo envenenó a causa del anciano senil, me refiero a su augusto padre.

Esta vez, el señor Zhou logró sobreponerse a la sorpresa.

– ¿Que yo he atacado a un hombre santo? -protestó-. Pero ¿acaso pretende que malogre mi karma? ¡No estoy dispuesto a reencarnarme en un gusano durante los próximos tres siglos!

– ¡Y ahí no acaba la cosa! ¡Usted también se llevó por delante a la vieja! ¡La criada le estaba haciendo chantaje! ¡Por eso huía ella con sus lingotes! ¡Lo sé todo! ¡Confiese!

El señor Zhou se derrumbó.

– Confieso todo lo que usted quiera -admitió con voz casi inaudible.

No era esto lo que el magistrado esperaba. Él no era de esos funcionarios que pretendían acabar cuanto antes y que se daban por satisfechos con confesiones no contrastadas, que un investigador hábil obtenía fácilmente bajo presión. La verdad le importaba más que una condena de más o de menos.

– ¿Y cómo hizo para matarla? -preguntó en tono severo-. ¡No me oculte nada!

– La golpeé por detrás antes de arrojarla al agua. ¡La vejarrona! ¡Cien veces soñé hacerlo!

– Eso no lo pongo en duda -respondió el juez alisándose el bigote-. El problema es que lo que usted cuenta no casa con la realidad. No se burle de la justicia ¡o le pesará! Por última vez, ¡cómo la mató!

El señor Zhou empezó a sollozar.

– Ya no me acuerdo -dijo-. Ya estoy harto de todo esto. Haga conmigo lo que guste. Sea indulgente con mi esposa y mis hijos. Nada puede ser peor que seguir en esta casa… Tengo sed. Permítame que sacie la sed.

Sin esperar respuesta, cogió una jarra de encima de una mesita, se sirvió un largo chorro de alcohol que bebió de un trago y repitió dos veces.

El juez Di lanzó un profundo suspiro. Este hombre era seguramente culpable de muchas cosas, pero no de haber estrangulado a su suegra. Era incapaz de una brutalidad como la que delataban las huellas encontradas en el cuerpo de la víctima. Estaba, además, al borde de un ataque de nervios. En cuanto a la embriaguez, todavía le ablandaba más el carácter, si tal cosa era posible.

– Dígame la verdad -insistió el juez en tono más amable-. No pretendo perjudicarlo. ¿Ha cometido usted ese asesinato o no?

El pobre hombre meneó la cabeza de izquierda a derecha. El juez Di decidió dar por válida de momento esa protesta de inocencia, pero rogó a su anfitrión que no hiciera nada que indujera a creer que pretendía evadirse. Luego dando unos golpecitos contra el tabique pidió que trajeran al jardinero.

El joven entró con expresión avergonzada secándose las manos en el delantal. Impresionado por la decoración, hizo ademán de hincarse de rodillas, como era usual en el tribunal. El juez le indicó que se levantara, guardó silencio durante unos segundos y luego señaló al muchacho con el índice.

– ¡Usted tiene la locura del crimen! Usted carece de moral. Ha asesinado al vendedor de sedas porque gozaba de los favores de la señorita Zhou, a la que ha seducido. Al bonzo porque recibió las confidencias de esta pobre damisela a la que vergonzosamente sedujo. A la vieja porque iba a denunciarlo. La vi la noche de su muerte, horrorizada tras haber sorprendido un triste espectáculo: usted y su joven señora en el parque, ¡abrazados! ¡La mujer quería huir porque temía por su vida!

El jardinero negó con todas sus fuerzas.

– Es verdad que siento amor por la señorita Zhou, pero nunca me atrevería a levantarle la mano, como tampoco me pasó por la cabeza asesinar a la criada, aunque siempre se comportó conmigo como una liendre.

El juez Di estaba bien situado para saber cuánto había de falso en la declaración del joven. Probó otra táctica.

– En tal caso -dijo-, la culpable sólo puede ser su amante: esa pequeña mentirosa, la señorita Zhou. Sé a ciencia cierta que le ha concedido todos los favores que una mujer puede conceder a un hombre.

– ¡No tiene ninguna prueba!

– ¡Insolente! -clamó el sargento Hung blandiendo el garrote. Di detuvo su gesto.

– ¡Pronto las tendré! -dijo-. Voy a cocinarme a esa sierpe, y créame que confesará su fechoría. La doblez de esa muchacha…

Créame que la tengo calada. Puede engañar a sus padres, pero no la clarividencia de un funcionario imperial de mirada experta. Mi experiencia me ha enseñado que la audacia de las jóvenes extraviadas no conoce límites: son capaces de lo peor. Todo me induce a creer que ella es la culpable que estoy buscando.

– ¡Suplico a Su Excelencia que no crea nada de eso! Es una joven deliciosa, inocente como la flor de primavera, incapaz de hacer daño!

– ¡Cállese! ¡Cuanto más la defiende, más me convenzo de que es usted su cómplice! ¡Confiese o retírese!

Después de una vacilación, el jardinero hizo una inclinación y salió. El juez se quitó el gorro negro de orejeras horizontales y se enjugó la frente. Estaba cansado de luchar. Luchar contra ese asalto de mentiras lo agotaba. Exhausto tras la triple sesión de interrogatorios, pospuso para el día siguiente el de la muchacha.

Decidió acudir a las cocinas a ver si encontraba algo comestible que le ayudara a reponer fuerzas sin las arcadas habituales. Había llegado a un punto en que podía permitirse ir a servirse él mismo, y hasta podía aumentar esa autonomía al punto de revisar los menús: los mejunjes del monje habrían llevado a cualquiera a una lenta ruina física. Ordenó al sargento que le acompañara para llevar los platos.

Encontraron al bienamado pitancero golpeando a base de bien un alimento que sujetaba como podía sobre la mesa de trabajo. El juez no quiso averiguar de qué se trataba, pues necesitaba conservar intactas hasta el mediodía las ganas de comer. Mientras el sargento Hung elegía algunos pastelillos con miel que parecían digeribles, su señor lanzó un vistazo a la pieza.

– ¿Qué hay detrás de esa puerta? -preguntó.

– Un anexo -respondió el monje, completamente absorto en su tarea.

«¿Estará intentando ablandar un trozo de carne?», se dijo el juez con un rayo de esperanza. Claro que no: ese budista era un vegetariano fanático. Toleraba el pescado, pero en su antro no entraba ninguna carne de animal de cuatro patas.

Intentó en vano empujar la puerta del anexo.

– Ábramela -ordenó esperando no descubrir un saladero repugnante o algo peor.

El monje sacó una llave y abrió con ella la cerradura. El cuarto estaba a oscuras. Hung Liang fue a levantar el estor que tapaba la ventana. Delante de una inmensa chimenea sobresalían unos moldes oblongos, varios picos, pinzas y cubos de agua. «Diría que es una sala de tortura -caviló el juez con inquietud-. ¿Qué excesos dignos de bárbaros invasores se habrán cometido en este lugar?» Al mirar con más detenimiento, comprendió que estaba en un taller de fundición. Todavía eran visibles las huellas doradas en los bordes de los moldes. Acababa de descubrir el lugar donde se habían fabricado los lingotes de oro encontrados con el cuerpo de la criada. Se volvió hacia el monje y señaló todo el instrumental con un dedo acusador.

– ¡Esto va cada vez mejor! ¡No le basta a usted con sazonar verduras a cual más pocha! ¡Además, fabrica lingotes de contrabando! ¡Qué me falta por ver!

El monje respondió entre balbuceos que no entendía de qué hablaba. El sargento con gesto amenazador alzó el garrote del que ya no se separaba.

– ¡No ofendas a tu magistrado con mentiras! -clamó-. ¡O te costará caro!

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