Frédéric Lenormand - El castillo del lago Zhou-an

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En el año 668, una inundación espectacular sorprende al juez Di durante un viaje por provincias. Busca entonces refugio en una posada, donde al poco uno de sus huéspedes, un viajante de comercio, es hallado muerto.
Seguido por su fiel criado, el sargento Hong, Di se interesa por el castillo de los señores del lugar, una espléndida finca cuyos ocupantes se comportan de forma tan extraña como inquietante. Rápidamente, Di descubre que la familia está mintiendo: hay un secreto inconfesable por el que alguien no ha dudado en asesinar. La niebla que se posa sobre el lago Zhou-an descubrirá al disiparse nuevos cadáveres…
El juez Di hará gala de su proverbial sagacidad para resolver los crímenes antes de la llegada de la temible crecida del río.

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La hospitalaria fronda ofrecía un contraste de tranquilidad y sosiego al frenesí del castillo. Mientras caminaba por la ribera, un curioso detalle atrajo su mirada: dos pequeñas manchas de color gris eran visibles a cierta distancia. Al haber desaparecido los lotos, esas manchas eran lo único que flotaba. ¿Y qué podía ser? Pese al viento, estaban quietas, sin acercarse ni alejarse, como dos minúsculas boyas en medio del agua.

Regresó a la casa.

– ¿Sabes dónde podemos encontrar una embarcación para ir al lago? -preguntó a su criado.

– ¿Su Excelencia desea hacer ejercicio? ¿Cree que es el mejor momento? He prometido a los honorables Zhou ayudarles a buscar a la desaparecida…

– Son lo bastante locos para correr detrás de esa buena mujer. Busquemos una barca.

Hung Liang había visto dos cerca de las cubetas para peces, y allá fueron.

– ¿Su Excelencia desea que reme? -preguntó sin demasiadas esperanzas, mientras su amo se instalaba cómodamente en la proa.

– ¡Apresúrate, vamos! -se limitó a responderle-. ¡Vayamos por ahí!

Hung cogió los remos dando un suspiro y puso rumbo al punto que su amo señalaba con un dedo impaciente. Pronto tuvieron las dos manchas a la vista. Cuando el sargento hubo sudado suficiente, se encontraron bastante cerca para verificar que se trataba de un par de zapatos que flotaban del revés.

«¡Tanto remar para pescar un par de zapatos viejos!», se lamentó para sus adentros el remero.

– ¡Más cerca! -ordenó el pasajero.

– Enseguida, noble juez -respondió el sargento resoplando como un buey.

El juez agarró uno de los zapatos entre dos dedos. Para su gran sorpresa, el zapato se defendió y siguió obstinadamente en el agua sin acompañar su mano. Se diría que estaba anclado en el cieno como los lotos. Irritado, el juez Di lo agarró con fuerza con ambas manos. Se llevó la sorpresa de sacar del agua tres pulgadas de carne pálida que parecían un tobillo helado.

– ¿Qué es este horror? -gimoteó el sargento.

El juez permaneció unos segundos caviloso antes de responder.

– Creo que hemos encontrado a nuestra criada. ¿No llevaba un pantalón gris? Ya tengo el zapato de esta mujer y creo que el cuerpo está debajo.

El calzado quedó en su mano, dejando un pie desnudo, blanco y helado, a ras de la superficie.

– ¡Qué abominación! -oyó gañir a su espalda.

– Los Zhou se van a llevar una decepción -admitió el juez-. ¿Crees que contratarán a la criadita de la posada, la del lunar en la mejilla izquierda?

El sargento tuvo que inclinarse a un lado de la barca para permitir que su señor izara el cuerpo, que pesaba tanto como una camella preñada. Después de batallar con el fango durante varios minutos, por fin logró subirla y tenderla en el fondo de la embarcación. Hung volvió a coger los remos y el juez inició el examen. El abrigo de la muerta estaba anudado en una especie de gran fardo, y los brazos seguían dentro de las mangas. Ese improvisado paquete parecía contener una gruesa piedra, lo cual explicaba la curiosa postura de la difunta. El cuerpo, arrastrado por ese peso, se había clavado en el fango, nariz por delante, como una carpa hurgando en el suelo.

El juez deshizo el nudo. No era una piedra lo que había servido para lastrar el cuerpo de la criada. El sargento Hung dejó de remar en el acto. Un brillo atraía su mirada de manera casi hipnótica… pues como lastre habían utilizado ¡una decena de lingotes de oro! La miserable criada había partido para su último viaje llevando en su capa más oro del que había visto en su vida, más de lo que habría visto trabajando durante tres siglos.

«¡Válgame el cielo! -pensó el juez-, hay más pepitas que guijarros en esta finca! ¡Tantas que ya las tiran al lago!»

Parecía un asesinato ritual. Era como si el cadáver y el tesoro hubieran formado una sola ofrenda dedicada a la diosa. Esta última había rehusado la ofrenda y había devuelto el regalo.

Una vez cerca de la orilla, el sargento Hung fue el primero en descender. Mojándose el pantalón, arrastró la barca a terreno seco dañándose en la espalda, se dejó caer en el barro y luego alargó la mano a su señor para ayudarlo a llegar a tierra firme.

– No avisemos a nadie -recomendó el juez contemplando el cuerpo de la infortunada y su tesoro fúnebre-. Me gustaría examinarla sin estorbos antes de que esos histéricos vengan a importunarme.

Pero, por desgracia, los «histéricos» habían previsto la mala noticia y habían apostado al pequeño Zhou detrás de un sauce para que espiara.

– Creo que los planes de Su Excelencia no se van a cumplir -dijo Hung Liang señalando con un índice manchado de barro el árbol.

El niño echó a correr hacia el castillo dando gritos: «¡Está muerta! ¡Está muerta!»

– Ya la hemos pifiado -dijo el sargento mientras su señor cerraba los puños enfadado.

– Escondamos al menos el fardo -dijo-. Escóndelo debajo de la banqueta. Quiero guardar este indicio de reserva, al menos.

El resto de la parentela llegó de inmediato, como si no hubiesen esperado otra cosa. Los Zhou parecían más afectados por este suceso que por todo lo acaecido en los últimos ocho días. Fue como si un rayo se abatiera sobre la familia. La señora Zhou se lanzó sobre el cuerpo llorando. Su marido quedó paralizado de espanto. El chiquillo sollozaba. La joven Zhou sostenía a su madre por los hombros, en actitud de pesar. Pero tenía los ojos secos. Parecía estar haciéndose algunos reproches.

Al poco, aparecieron los criados. Después de unos segundos de estupefacción, el jardinero y el monje se ocuparon de extraer el cuerpo de la barca, bajo la mirada atónita del mayordomo. Se la llevaron al castillo, seguidos por la señora de la casa, deshecha en lágrimas.

– ¿Qué es esto? -preguntó una voz.

Todas las miradas se volvieron hacia el señor Zhou, que contemplaba el pequeño barco. Su hijo, de pie en su interior, sostenía en su mano un objeto oblongo, amarillo y brillante. Los Zhou regresaron a la orilla como autómatas, mientras los porteadores se detenían en medio del sendero, cargados con el fardo. La familia rodeó la embarcación para contemplar deslumbrados el tesoro que contenía. El niño sacó uno por uno los lingotes que Hung había escondido torpemente debajo de la banqueta. El juez Di lanzó al sargento una mirada furiosa.

– ¡Por los poderes celestes! -exclamó el señor Zhou-. ¡Eso es una pequeña fortuna!

El magistrado creyó al principio que su sorpresa era falsa, para salvar las apariencias. Pero ninguno de los cuatro prestaba la menor atención al magistrado, obnubilados por el pequeño montón de metal dorado.

– ¡No es una pequeña fortuna, sino una gran fortuna! -le corrigió su hija.

– ¿Qué significa esto? -murmuró el mayordomo.

– Por Buda… -susurró el monje.

– ¿Son de verdad? -preguntó el chiquillo.

– ¡Ya lo creo! -contestó el jardinero rascando en la superficie con la uña-. ¡De cada uno se puede sacar unas cien monedas!

Se pasaban de mano en mano los lingotes sin parecer comprender la procedencia del maná. De pronto, la señora Zhou estalló en una carcajada incontrolable que dejó a todos helados. Su marido la miró como si se hubiese vuelto loca.

– Permítanme. Tengo algunas nociones de medicina -dijo el magistrado.

Apartó a Zhou y a su hija y atizó una rotunda bofetada a la mujer. La señora del castillo vaciló, durante un momento no supo qué hacer y luego estalló en sollozos en brazos de su esposo.

– Ya lo ve, mucho mejor -concluyó el médico aficionado-. Vuelve a tener reacciones normales. Y, ahora, si les parece bien, me gustaría que recogieran el cuerpo en lugar de dejarlo yacer al pie de un árbol. Lo depositarán en una habitación encima de una mesa de buenas dimensiones. En cuanto al oro, supongo que le pertenece, ¿no, señor Zhou?

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