Frédéric Lenormand - El castillo del lago Zhou-an

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En el año 668, una inundación espectacular sorprende al juez Di durante un viaje por provincias. Busca entonces refugio en una posada, donde al poco uno de sus huéspedes, un viajante de comercio, es hallado muerto.
Seguido por su fiel criado, el sargento Hong, Di se interesa por el castillo de los señores del lugar, una espléndida finca cuyos ocupantes se comportan de forma tan extraña como inquietante. Rápidamente, Di descubre que la familia está mintiendo: hay un secreto inconfesable por el que alguien no ha dudado en asesinar. La niebla que se posa sobre el lago Zhou-an descubrirá al disiparse nuevos cadáveres…
El juez Di hará gala de su proverbial sagacidad para resolver los crímenes antes de la llegada de la temible crecida del río.

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El magistrado le dio las gracias y se apresuró a seguir camino antes de que le obligara a prometer que volvería pronto para gozar de un encuentro más íntimo con rebaja incluida. «Buena comerciante», pensó ocupando de nuevo su lugar en la barca, ante el pasmo del jardinero, que no comprendía cómo había terminado tan pronto su negociete.

En la dirección indicada, el juez tuvo la sorpresa de ser recibido por una monja de cabeza afeitada. Vestía la túnica y el pantalón gris oscuro típicos de los religiosos. Creyó que se había equivocado de casa y ya iba a pedir disculpas cuando preguntó si el anciano Zhou se encontraba en el lugar.

– Sí, claro que sí, está aquí -respondió la monja-. ¿Quién pregunta por él?

El juez se presentó especificando que había venido a petición de la familia, preocupada por recuperar a su querido anciano. La monja confesó que también ella se había sorprendido al verlo llegar. Sorprendida y halagada; sonrojándose levemente añadió que esa imprevista visita le había parecido una señal de que su vieja pasión reverdecía. De momento, descansaba en una de las habitaciones. Esa salida, que rompía con sus costumbres, le había dejado agotado, sobre todo porque había tenido que llevar la barca sin ayuda de nadie. Di comprendió que la fuga había sido muy dura, aunque él no hubiese probado el ejercicio en carne propia.

La monja era una prima lejana de los Zhou. En su juventud, estuvieron prometidos. Por desgracia, oscuras razones impidieron que la unión se consumara; él se había casado por su lado y ella se había quedado para vestir budas. Transcurridos algunos años de celibato, consideró más decente tomar los hábitos. Una mujer sola que ya no estaba en edad de contraer matrimonio, no siendo esposa, ni viuda, no tenía mejor opción que ésa para disfrutar de algún estatus social. Cuando el señor Zhou enviudó, se había acercado a ella. «Con la mayor decencia», se apresuró ella a especificar, aunque al juez ni le pasó por la mente la idea de que pudiera ser de otro modo. Conocía las costumbres y gustos del anciano en materia de salsas picantes y estaban muy lejos de cualquier afición a flirtear con monjas resecas, encerradas en sus reproches y en la nostalgia de delicias que nunca ocurrieron.

Al recoger a su viejo amigo, se había percatado de que estaba completamente extraviado. ¡El pobre hombre andaba buscando a su familia!

– ¿Buscaba a sus padres? -interpretó el juez Di. Muchas veces, cuando los ancianos pierden la cabeza, se sorprenden porque sus padres ya difuntos, e incluso sus abuelos, ya no estén en casa.

– No, no -le corrigió la monja-: llamaba a su hijo, a su nuera y a sus nietos, ¡como si llevase días sin verlos! Ya se puede imaginar mi consternación.

– Ha perdido el poco juicio que le quedaba -concluyó el juez-. Ha comido con ellos hoy mismo, ¡yo estaba presente!

– Qué tristeza -dijo la monja-. No hace mucho, aún gozaba de un gran sentido del humor. Era un hombre inteligente, chispeante, muy perspicaz, solía estar de lo más alegre. Voy a sentirme muy sola cuando ya no me reconozca.

– ¿Quién cotillea a mi espalda? -exclamó el viejo entrando en la habitación-. ¡Me dejan solo y se dedican a conspirar!

El juez Di se levantó y saludó con una reverencia. Convenía orientar al anciano para que regresara al castillo.

– No debe preocuparse, venerable señor Zhou -le dijo cogiéndole suavemente de la mano-. Le voy a llevar con su hijo y su nuera, que le están esperando impacientes.

El anciano apartó la mano como si la hubiese rozado una araña.

– ¡Asesino! -dijo-. ¡No crea que me cogerá por las buenas!

– ¡Vamos, Lipeng! -dijo la monja en tono indignado-. ¡Su Excelencia se ha molestado en venir hasta aquí para acompañarle de vuelta al castillo! ¡Muéstrele algo de respeto, se lo suplico!

– Ya sabía que tenía que haber ido a casa de Capullo de Rosa -dijo el anciano-. Ella no me habría entregado.

El rostro de la monja se descompuso.

– ¿Quién es Capullo de Rosa? ¡No, no me conteste! Prefiero no saberlo. ¡Márchese de una vez! ¡No se merece el afecto que le tengo!

– ¡Vieja idiota y mojigata! ¡Traidora! -gritó el viejo dirigiéndose hacia la puerta-¡Ya no se puede confiar en nadie!

El juez Di se dijo que el abuelo recuperaba el juicio en ciertos asuntos, aunque lo hubiera perdido del todo para otros.

– ¡Vamos! ¡A la tumba! -dijo el viejo polizonte instalándose en la barca-. Tendrá mi muerte sobre su conciencia.

El juez se despidió de la monja, estupefacta, e hizo una señal al jardinero para que empezara a remar sin demora. El señor Zhou no pronunció una palabra en todo el trayecto, encerrado en su mudo reproche.

– ¿Me permite que le haga una pregunta? -dijo el juez, sentado frente a él, cuando se acercaban al pórtico.

El viejo no respondió.

– ¿Por qué razón vive en esta pequeña ciudad de provincia cuando su inmensa fortuna le permitiría figurar entre las familias más importantes de la capital, relacionarse con personas del rango más elevado y colocar a sus hijos en la alta administración o en el ejército? La modestia deliberada de su linaje es tan insólita como inesperada.

El anciano esperó unos instantes antes de responder y lo hizo mirando al agua.

– Nuestra fortuna no es nuestra dicha, sino nuestra maldición. Usted no puede comprenderlo. Hemos cerrado un pacto. No somos libres. El dinero no es nada. Ese oro es lo que nos enterrará.

El juez enseñó su última carta.

– Sea como sea, esa estatua monumental de oro macizo… ¡es una fortuna!

Por lo visto, el anciano estaba al corriente pues ni pestañeó.

– Eso no es nada, ya se lo he dicho. ¿También usted quiere nuestro oro? ¡Pues cójalo todo y márchese! ¡Déjeme tranquilo! ¿Qué le hemos hecho nosotros? ¡Asesino! ¡Asesino!

Levantó el bastón para golpear al juez. El primer golpe quedó amortiguado por el gorro forrado. El juez detuvo el segundo apoderándose del bastón. El viejo Zhou se debatió con tanta rabia que la barca empezó a bambolearse de modo peligroso.

– ¡Cuidado! -exclamó el jardinero-. ¡Vamos a volcar!

La predicción no tardó en cumplirse. El irascible anciano, el joven remero y el juez se encontraron dentro del agua. La profundidad era escasa, estaban apenas en el lecho de la inundación, chapoteando, empapados hasta los huesos, con el agua por las rodillas. El monje y el mayordomo, que los contemplaban desde el pórtico, acudieron raudos en su ayuda. El abuelo se había calmado por ensalmo con el baño helado. Se apresuraron a entrar para cambiarse de ropas y reanimarse.

– ¡Por los doce kamis! ¿Qué ha ocurrido? -preguntó la señora Zhou al verlos entrar.

– ¡Enciende los braseros! -ordenó su marido a la vieja criada-. De verdad, padre, ¡no está usted en sus cabales! ¡Estábamos muy preocupados! ¡Llevamos una hora buscándole por todo el parque!

– ¡Vosotros no me dirijáis la palabra! ¡Asesinos! -escupió por última vez el anciano antes de dejarse llevar hasta el dormitorio por el mayordomo.

Sus hijos estaban aterrados ante la reacción. Se produjo un silencio antes de que el señor Zhou recordara que tenía lengua.

– Perdónele. Ya no sabe qué dice.

El juez respondió que se había dado cuenta. Después de haber recibido las gracias de rigor por traer de vuelta al fugado, se dirigió a sus apartamentos, donde Hung Liang le tenía preparadas prendas secas.

– De buena gana pediría que me calentasen algo con que darme un baño, si todo el mundo no estuviese ocupado.

– Perdone mi temeridad, noble juez -dijo el sargento Hung-, pero ¿Su Excelencia no debería reclamar que aceleren las reparaciones de nuestro junco y abreviar esta estancia sin objeto? El río está casi navegable y se nos espera en Pu-yang. Nuestra ausencia tendrá a todo el mundo inquieto.

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