Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Matar A Henry Parker: краткое содержание, описание и аннотация

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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Pero sólo dije:

– No lo hagas.

Sonrió. Tenía los dientes manchados de sangre.

Cerré los ojos, pensé en aquella noche. En Mya.

Se oyó un grito y el estampido de un disparo. Esperé sentir un dolor desgarrador, pero cuando abrí los ojos Christine había logrado soltarse y estaba colgada de la espalda del pistolero, arañándole la cara. El disparo se había incrustado en el techo, y los trozos de yeso caían como una nevada.

Mientras ella daba puñetazos en la cabeza, con la laca de uñas roja descascarillada y marcas moradas en las muñecas, él intentaba liberarse. Se inclinó hacia delante y estrelló a Christine contra la pared, de espaldas. Ella soltó un gemido y cayó al suelo.

Me apuntó de nuevo. Me abalancé hacia él. Caímos y mi mano se cerró alrededor del cañón. Tenía el corazón a punto de estallar cuando me subí encima de él, a horcajadas sobre su pecho, intentando apartar la pistola. Era más fuerte que yo. La pistola se volvió hacia mí.

Para vencerlo, necesitaba un punto de apoyo. Pillarlo desprevenido.

Relajé las manos y, cuando tenía la pistola a la altura del pecho, me di la vuelta. Oí un leve gemido cuando perdió el equilibrio. No sabía dónde estaba apuntando, pero de pronto la tenía mejor agarrada. Busqué frenéticamente el gatillo.

Justo cuando mi dedo penetró en el suave agujero circular, sentí que su dedo carnoso se unía al mío. Sobre el gatillo. Luego apretó.

Se oyó una tremenda explosión y un fogonazo me quemó los ojos. La pistola rebotó contra mi hombro, lanzándome hacia atrás. Me puse de rodillas, sorprendido de encontrarla en mi mano. Por fin la tenía. Miré a mi objetivo.

Estaba tendido de lado. Y no se movía.

Un hilillo de humo salía de un agujero deshilachado de su gabardina. En el suelo, bajo él, empezaba a formarse un charco de sangre.

– Joder -dije-. Joder, joder, joder.

La pistola cayó al suelo con estruendo. Miró el pasillo, vi caras asomadas a las puertas. Mis ojos se toparon con los de una mujer mayor que se apresuró a cerrar la puerta al ver la carnicería. Christine se levantó e hizo una mueca al tocarse la parte de atrás de la cabeza. Se acercó cojeando y miró al hombre. Llevaba el miedo grabado en la cara, como si estuviera delante de un pelotón de fusilamiento.

– Dios mío -dijo en voz baja, santiguándose-. No puede estar… No lo teníamos…

– ¿Está…? -susurré. Christine no dijo nada.

Me arrodillé. Tenía las piernas como pasta cocida. El hombre tenía los ojos abiertos de par en par y la boca congelada en una O. La lengua le colgaba de la boca. Le palpé la muñeca, apreté sus venas. Nada. Me toqué la mía sólo para asegurarme de que estaba buscando bien y sentí correr la sangre por mi cuerpo más deprisa de lo que creía posible. Pasé con cuidado por encima del charco de sangre y apoyé los dedos en su cuello carnoso y sin afeitar. Nada.

– Oh… Dios mío -dije, irguiéndome y tambaleándome hacia atrás.

– ¿Está…? -dijo Christine, y señaló el cuerpo con la cabeza.

– Creo que sí.

– Ay, Señor -gimió-. No, Dios mío -debería haberse sentido a salvo ahora que él estaba muerto, pero su mirada de terror parecía más intensa que antes.

Luis seguía desmayado en su silla. Christine entró en la cocina y volvió con un cuchillo. Empezó a cortar las cuerdas de su marido. Yo recuperé el aliento; estaba mareado y los ojos inertes del cadáver me abrían un agujero en la espalda.

– ¿Qué vas a hacer? -dijo Christine con voz chillona.

– ¿No deberíamos…? -respondí.

Empezaron a oírse sirenas a lo lejos. Se me heló la sangre.

– ¡Vete! -gritó, desatando las muñecas de Luis-. ¡Sal de aquí!

Retrocedí a trompicones, recogí mi mochila y entré corriendo en la escalera. Bajé los escalones de tres en tres. El dolor me atravesaba el cuerpo cada vez que respiraba.

Salí de golpe a la noche calurosa. Todo aquello era absurdo. Eché a correr a toda velocidad, hacia el sur, camino de Broadway, y no paré hasta que mis pulmones estaban a punto de estallar.

Me metí en un callejón y vi a un mendigo durmiendo debajo de una caja de cartón. Me dolía la cabeza. No podía seguir corriendo. Me senté y doblé las piernas. Oí sirenas a lo lejos, y la oscuridad se apoderó de mí.

Capítulo 7

Joe Mauser no podía dormir. Notaba el torso caliente bajo las mantas. Pero tenía las piernas desnudas y frías. Miró el dedo de whisky de su mesita. Dejaba uno allí todas las noches. A veces funcionaba. A menudo no. Y a menudo se descubría yendo a llenarlo otra vez.

Se sentó, se restregó los ojos y miró el reloj. Eran las 4:27 de la mañana. Encendió la lámpara antigua que le habían regalado Linda y John cuando cumplió cuarenta y cinco años. Era una lámpara de lectura, dijeron. Y a su luz leía la etiqueta de la botella. Sobre la mesita no había otra cosa, salvo su Glock 40.

Joe levantó el whisky y bebió un sorbito. Sintió que el líquido lo quemaba bajo la lengua, pensó en encender la televisión. A veces se dormía viendo la teletienda. Quizá pudiera echar un vistazo a los canales de cine. No, eso no serviría. A esa hora sólo ponían películas porno y publirreportajes.

Tenía agujetas en las piernas. De correr por la mañana temprano. Había perdido nueve kilos en seis meses, quitándose de encima varios años de descuido. Ahora pesaba noventa y cinco kilos. No estaba mal, pero midiendo uno ochenta tampoco le vendría mal perder otros diez kilos. Correr por la mañana era fácil si uno no podía dormir.

Apagó la lámpara y cerró los ojos con la esperanza de que el sueño saliera a su encuentro. Justo cuando notaba que la oscuridad descendía sobre él, el pitido del teléfono hizo añicos cualquier posibilidad de dormir.

Maldiciendo, Mauser volvió a encender la lámpara y levantó el aparato.

– ¿Sí? -dijo.

– ¿Joe? ¿Te he despertado?

Mauser reconoció la voz de Louis Carruthers, su viejo amigo y jefe del Departamento de Policía de Nueva York. Carruthers ocupaba el cargo desde 2002. Era el cuarto jefe de departamento desde 1984, cuando todavía se llamaba al puesto «jefe de policía».

– No, idiota, acabo de volver de la bolera.

Joe y Louis habían sido compañeros tres años en la policía de Nueva York. Luego Mauser se marchó a Quántico para unirse a los federales y Louis siguió ascendiendo. Se veían para tomar una copa una o dos veces al año, pero siempre quedaban con semanas de antelación. Joe dedujo que, si lo llamaba tan tarde, no era para sentarse en un bar a engullir aperitivos.

– Estoy en la parte alta de la ciudad, entre la 105 y Broadway -dijo Louis-. Tenemos a dos víctimas de una agresión camino del hospital. Hay uno más, pero… pero está muerto. Tienes que venir, Joe.

– Así que tienes un fiambre en Harlem -dijo Mauser-. ¿Y para eso me llamas a estas horas?

Oyó que Louis respiraba hondo. Le costaba hablar.

– La víctima tiene una bala del 38 en el pecho. Ya había muerto cuando llegamos. No queremos moverlo hasta que llegues, Joe.

– ¿Es el Papa? -preguntó Mauser-. Porque si no es el Papa o el presidente o alguien muy importante, me vuelvo a la cama -oyó una respiración profunda al otro lado de la línea. Y voces sofocadas. Louis estaba intentando tapar el teléfono.

– Deberías venir -dijo su amigo-. La 105 con Broadway. Sigue a los coches patrulla. Es el apartamento 2C.

– ¿Hay algún motivo por el que deba salir de la cama para ir a ver a un muerto que ni siquiera está en mi jurisdicción? -hizo una pausa. El corazón empezó a latirle más deprisa-. Lou, ¿esta llamada es personal o profesional? ¿Deberías llamar al FBI?

– Me ha parecido que debías saberlo antes de que los llame. Joe -dijo con un suspiro audible-, hemos encontrado la documentación de la víctima.

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