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Jason Pinter: Matar A Henry Parker

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Jason Pinter Matar A Henry Parker

Matar A Henry Parker: краткое содержание, описание и аннотация

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla. Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– Sí. Dijo que un compañero se pondría en contacto conmigo para una entrevista. ¿Es usted?

– Sí, soy yo. ¿Le importa que me pase hoy por su casa unos minutos? No tardaremos mucho.

Una pausa, una vacilación.

– No sé, señor Henry. Hoy no me viene bien. Tengo una cita esta tarde.

Estaba eludiendo la conversación, como Jack me había advertido.

– ¿A qué hora es su cita?

– ¿Mi cita? Es, eh, a las siete.

– Entonces no le importará que me pase a las seis.

Oí murmullos de fondo. Una voz de mujer dijo algo que sonó como un no. Luego Luis volvió a ponerse.

– Señor Henry, podemos hablar unos minutos si viene a las seis, pero no puede quedarse mucho tiempo. No puedo faltar a mi cita. Es con el médico.

¿Qué clase de médico daba cita a las siete de la tarde?

– No tardaremos mucho, señor Guzmán. Tendrá tiempo de sobra.

Más murmullos. Un portazo.

– Siendo así, venga. Mi mujer y yo estaremos aquí.

– Estupendo. Hasta esta tarde.

Salí de la oficina a las seis menos cuarto y paré un taxi. Mientras el taxista zigzagueaba por entre el tráfico, leí la nota biográfica que me había dado Jack.

En 1997, Luis Guzmán fue detenido por robo a mano armada después de que su compañero, un tal José Ramírez Sánchez, y él entraran en una sucursal bancaria y sacaran dos semiautomáticas. Sánchez se puso nervioso y disparó a un empleado. A los dos los mandaron a Sing Sing. Guzmán cumplió tres años. Ramírez Sánchez murió apuñalado en su celda.

Cuando llegué a la 105 con Broadway, llamé al portero automático preguntándome por qué Luis parecía tan nervioso por teléfono.

El edificio no parecía beneficiarse a menudo de los servicios de un conserje. Los suelos estaban polvorientos y manchados, y la decoración del vestíbulo consistía en tres macetas cuyas flores no procedían de semillas, sino de encaje de ganchillo. Eché un vistazo al directorio colocado detrás de un panel de cristal sucio. El conserje, Grady Larkin, vivía en el apartamento B1. Tomé nota, por si acaso.

Subí en ascensor hasta el segundo piso. El pasillo estaba empapelado en un tono verde claro, con rayas verticales de color beis. Las puertas eran grises y casi todas las bisagras parecían viejas y oxidadas. Las lámparas lanzaban un suave resplandor. Había una extraña quietud en el edificio, como en la sala de espera de un hospital; un silencio violento y forzado. Mientras avanzaba por el pasillo noté que en varias puertas faltaban las placas con los nombres de sus habitantes y que la moqueta de delante no estaba sucia, como en las otras. Saltaba a la vista que aquellos apartamentos estaban vacíos.

Encontré el 2C y llamé una vez. Antes de que tuviera tiempo de prepararme, se abrió la puerta.

– ¿El señor Parker?

El hombre que tenía delante era enorme. Eso fue lo primero que pensé. «Madre mía, este tío es enorme».

Los bíceps son un modo engañoso de medir la fuerza de una persona. La verdadera fuerza está en los antebrazos. Y los de Luis eran como media docena de cuerdas retorcidas y chamuscadas.

Llevaba una camiseta interior blanca, remetida en unos pantalones de traje grises que parecían recién planchados. Se había cortado al afeitarse y tenía un trocito de papel higiénico pegado a la barbilla. Encima de la ceja, a lo largo, tenía una cicatriz muy fina, casi imperceptible. Una herida hecha en prisión y mal cosida. Llevaba la perilla perfectamente cuidada y tenía las mejillas tersas e hidratadas. Olía como si un jardín botánico hubiera vomitado encima de él. Tenía una mirada bondadosa, como si le hubieran sorbido por completo los malos pensamientos. Luego parpadeó y miró el pasillo. Por un instante habría jurado que había miedo en sus ojos. Eché una ojeada al pasillo. Estaba vacío.

La grasa se le había aposentado sobre la cintura como una capa de nata. Seguramente se había mantenido en forma en prisión, donde los meses se contaban por las veces que uno levantaba las pesas, pero desde que estaba libre Luis Guzmán había recuperado el apetito.

Miré su atildado atuendo. Su médico tenía que ser muy caro, si había que ir así vestido para verlo.

– Hola, soy Henry. Hablamos esta mañana.

– Sí, encantando de conocerlo, señor Henry -la mano de Luis había agarrado la mía de repente. Con fuerza. Apreté los dientes y confié en que me soltara antes de hacerme polvo los nudillos. Cuando aflojó la mano, me aseguré de que mis huesos seguían intactos. Luis daba así la mano sin esfuerzo, tan fácilmente como si diera una palmada en la espalda-. Y esa preciosa mamacita es mi mujer, Christine. Di hola, nena.

– Hola, nena -dijo ella con una sonrisa astuta. Christine tenía la piel color canela, el pelo largo y castaño y ojos verde profundo. Estaba sentada en un sofá esponjoso, sosteniendo unas agujas con las que parecía estar tricotando fervientemente un jersey de bebé.

– Bueno, Henry -dijo Luis con expresión contemplativa-. El señor O’Donnell me ha dicho que querías hacerme unas preguntas sobre el tiempo que pasé en prisión -sonrió. Tenía los dientes perfectamente rectos y un poco demasiado blancos para alguien que sólo se había alimentado del rancho de la prisión durante tres años. El dentista debía de haberle hecho un buen repaso.

– Así es -contesté.

– Pues pasa y ponte cómodo.

Me pasó un brazo como un tronco por el cuello y me condujo hacia una mesa de pino recién barnizada. El apartamento estaba ordenado y bien arreglado, pero había en él una especie de limpieza aséptica. No había fotografías, ni figuritas, ni cuadros o carteles a la vista. Salvo por las agujas de tejer de Christine, aquello parecía más una oficina que una vivienda.

Luis me sacó una silla mientras yo colocaba la grabadora. Pareció inquietarse un momento por su presencia, pero luego se calmó un poco.

– Bueno, Henry, ¿de qué quieres que hablemos? Vamos a empezar. Tengo sólo unos minutos antes de mi cita.

– No hay problema. Gracias otra vez por aceptar.

– Oh -dijo, riendo-. No lo hago por Jack. Mi oficial de la condicional dice que hace que parezca más respetable.

– Claro -puse en marcha la grabadora-. En primer lugar, ¿podría decir su nombre y su fecha de nacimiento?

Luis se aclaró la garganta teatralmente.

– Me llamo Luis Rodrigo Guzmán. Nací el 19 de julio de 1970.

– Muy bien, Luis, ¿cuál es su recuerdo más vívido del tiempo que pasó en la cárcel?

Luis se recostó en su silla y luego, de pronto, se levantó. Se fue a la cocina, sirvió un vaso de agua. Me lo ofreció. Decliné amablemente. Él bebió un largo trago, apoyó los codos sobre la mesa y empezó a hablar con voz suave.

– Es duro decirlo, pero es la RPA.

– ¿La RPA?

– La Reinserción por el Arte. Un programa que tienen en Sing Sing. Traen a monitores para que nos ayuden a entrar en contacto con nuestro propio yo siendo creativos. En el buen sentido.

Asentí con la cabeza.

– Continúe.

– Una vez al año, los presos, sobre todo los de máxima seguridad cumpliendo de veinticinco años a cadena perpetua, pero también unos pocos de otras clases, montan una obra de teatro con la ayuda de la RPA. Los primeros dos años, yo me reía de los tíos que lo hacían, decía que la cárcel los había vuelto maricas.

Noté que la mirada de Christine se endurecía, que su frente se arrugaba.

– Pero el último año me dije qué diablos, quizá si lo hago me den puntos por buen comportamiento. Así que hice una prueba para una obra de Kentucky Williams titulada El zoo de cristal .

– Tennessee Williams -lo corregí.

– ¿Qué?

– Nada. Continúe.

– Así que hice la prueba para el papel de «el Candidato». Una semana después, el director, un cholo muy grandote que se llamaba Willie y estaba allí por homicidio doble, me dijo que me habían dado el papel. El nombre verdadero del candidato es Jim O’Connor, pero el público no lo conoce por ese nombre. Así que ensayábamos tres horas diarias, dejándonos el pellejo. Al principio era todo medio en broma, ¿sabes?, porque había tíos que hacían de mujeres.

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