Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Matar A Henry Parker: краткое содержание, описание и аннотация

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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»En la obra se supone que voy a salir con Laura, una chica que interpretaba mi amigo Ralph Francisco. Hasta llegaba a darle un beso a Ralph en la mejilla. Laura es una pobre infeliz que lleva toda la vida esperando que le pase algo bueno y que se pasa el día sacándoles brillo a sus animalitos de cristal. Y entonces se entera de que mi personaje está prometido, y eso la destroza. La noche del estreno, me eché a llorar en cuanto salí del escenario. Hicimos cuatro funciones. Las primeras tres fueron para los presos, pero la última la hicimos delante de quinientas personas de fuera. Me refiero a mujeres, padres, niños… Fue la mejor noche de mi vida.

Luis hablaba en voz baja, pero se notaba que estaba emocionado. Se secó los ojos, bebió otro sorbo de agua y continuó.

– La obra trata de lo que se quiere y de lo que no se puede tener. Me hizo pensar en por qué estaba en la cárcel. Siempre quería algo que no podía tener y luego, cuando creía tenerlo, resultaba ser una mierda. Ése es mi recuerdo más vívido, Henry.

Durante media hora, Luis me abrió su corazón. Se rió y lloró, pero en ningún momento me pidió que apagara la grabadora. Me enteré de que había conocido a Christine en un recital de poesía en Harlem, después de su puesta en libertad; de que ella estaba tejiendo ropa para un niño que aún no habían concebido; de que él trabajaba como guardia de seguridad y ganaba veintitrés mil dólares brutos al año. Descubrí que era el hombre más feliz del mundo porque mantenía a la mujer a la que quería y pagaba su techo.

Cuando habló del apartamento, algo me chirrió. Christine no trabajaba. Basándome en las exiguas dimensiones de mi casa, calculé que el apartamento tenía al menos trescientos metros cuadrados. No estaba mal para un tipo que apenas superaba el umbral de la pobreza.

A las seis y media, Luis se levantó y apagó la grabadora.

– Y ahora tengo que arreglarme para mi cita.

Yo también me levanté. Me dio la mano y volvió a pulverizarme los metacarpios.

– Gracias, Luis, ha sido un placer.

– El placer ha sido todo mío, Henry. Así que quieres dedicarte a escribir reportajes. Pues te deseo la mejor suerte del mundo.

Al salir lo vi cerrar la puerta. Sus ojos desaparecieron cuando el cerrojo encajó. Justo antes de que cerrara, vi el miedo otra vez. Y vi que allí había algo que Jack O’Donnell no sabía.

Escuché la cinta de la entrevista de Luis sentado al fondo de un restaurante griego mientras me atiborraba de souvlaki . Al día siguiente la transcribiría para dársela a Wallace y Jack, destacando las mejores partes. Aquélla era mi oportunidad de demostrar que podía codearme con los pesos pesados. Jack O’Donnell, una leyenda viva de la sala de redacción, revisaría mi trabajo para su artículo. En la cinta había material de primera clase. Pero cuanto más lo escuchaba, más me parecía oír temblar la voz de Luis. Algo le reconcomía mientras hablábamos.

Comprendí por su tono trémulo que estaba ocultando algo. Había mentido sobre la cita con el médico (yo mismo había puesto aquella excusa alguna vez para salir antes del trabajo). Iba de punta en blanco, como si se estuviera preparando para una boda o un funeral. Y no me tragaba ni por un momento que pudiera permitirse aquel apartamento cobrando veintitrés mil dólares al año. Aquel hombre no era sólo lo que aparecía en la cinta.

Necesitaba saber más, sonsacarle a Luis Guzmán a qué obedecía el miedo que notaba tras su voz. Pero Jack me había dado instrucciones. Tenía que hacer lo que me había mandado, ni más, ni menos. Y, sin embargo, allí había algo que me daba mala espina. Luis Guzmán ocultaba algo, y yo tenía que descubrir qué era. Christine estaría en casa. Tal vez ella pudiera arrojar alguna luz sobre el asunto.

Volví a guardar la grabadora y el cuaderno en mi mochila, salí del restaurante y me encaminé de nuevo al apartamento de Guzmán. Entré en el edificio detrás de otro inquilino que tuvo la amabilidad de sujetarme la puerta. Sólo tenía una oportunidad de hacerlo bien. Tal vez Christine desconfiara. Quizá tuviera que presionarla, decirle que era por el bien de Luis. Con un poco de suerte, me contestaría con franqueza y consideración, y yo podría pintarles el cuadro completo a Wallace y Jack.

El ascensor se abrió y eché a andar hacia el apartamento 2C, imaginándome cómo me estrecharía la mano Jack O’Donnell y cómo me daría una palmada en la espalda Wallace Langston. Me sentí reconfortado, lleno de energía, y supe que estaba haciendo bien mi trabajo.

Y entonces fue cuando oí los gritos.

Capítulo 6

Christine. Estaba gritando.

Y luego se hizo el silencio.

Oí una voz profunda, una voz de barítono que salía del apartamento 2C. Sonaba airada, pero sus palabras se oían amortiguadas. Luego, otro grito espeluznante me estremeció el cuerpo.

Christine.

Me quedé parado delante de la puerta, con miedo a moverme.

¿Estaría pegándole Luis? No, era imposible. Yo le había mirado a los ojos, había visto que aquel hombre había abandonado la violencia hacía tiempo. Pero en la mayoría de los casos la rehabilitación de un delincuente duraba lo que la ocasión. Sólo hacía falta un momento para que volvieran a precipitarse en el abismo.

Entonces oí de nuevo aquella voz, más claramente. No era Luis. No, Luis tenía un fuerte acento hispano. Era la voz de otra persona. Una voz enérgica, americana. Sin inflexiones latinas.

Oí un golpe fuerte, como un entrechocar de madera.

Oh, cielos…

Tenía los pies clavados al suelo. Aquello no era asunto mío. Se suponía que no debía estar allí. Ya tenía lo que quería Jack. Nadie pensaría mal de mí.

Entonces volví a oírlo. Otro golpe y un grito sofocado.

Mya.

Esa noche, sentado junto a su cama en el hospital.

«Te llamé. Y no estabas».

«Te llamé, Henry».

Los gritos me abrasaban la piel. Oí sollozar a Christine. Luego sentí otro susurro, una voz que suplicaba. Una voz con acento hispano.

Luis.

Entonces el americano gritó, y oí otro golpe.

Estaba solo en el pasillo. Nadie más quería meterse en aquello. Se había hecho un silencio perverso porque nadie se atrevía a intervenir.

Y luego ya no se oía nada.

Tal vez hubiera acabado. Tal vez pudiera volver al confort de mi cama, pasar durmiendo aquella noche horrible y prepararme para entregar la entrevista. Luis y Christine estarían bien. Seguro que era un malentendido. En el fondo, yo sabía que les habría echado una mano si hubiera hecho falta.

«Te llamé, Henry».

Entonces Christine volvió a gritar, y mis argumentos se hicieron añicos. En ese momento comprendí lo que tenía que hacer.

Dejé mi mochila en el suelo. Respiré hondo. Y llamé a la puerta.

– ¡Luis! -grité-. ¡Christine! ¿Va todo bien?

Mis palabras fueron acogidas con un silencio. Luego se oyeron pasos. El americano estaba hablando, su voz sonaba suave pero firme. Yo podía dar media vuelta, esconderme entre las sombras y el de dentro no se daría cuenta.

O podía ser fuerte. Como debería haberlo sido por Mya.

Y así mis pies se quedaron clavados al suelo cuando la puerta se abrió. Y en ese momento mi vida cambió para siempre.

Por suerte había ido al baño antes de salir del restaurante, porque cuando la puerta acabó de abrirse había una pistola apuntando directamente a mi cabeza.

– ¿Quién coño eres tú? -dijo el hombre mientras me miraba entornando los ojos. Medía poco más de metro ochenta y cinco y pesaba al menos veinte kilos más que yo. Pero no todo era fibra. Tenía la tripa fofa y la cara arrugada como si se hubiera quedado dormido encima de una malla de alambre. Sus manos eran toscas y ásperas. Le sangraban dos nudillos. Parecía que llevaba días sin dormir.

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