Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– ¿Quién es?

– Por favor, Joe. No quiero decírtelo por teléfono.

Mauser sintió que una punzada de dolor le atravesaba el pecho. No era el whisky. Era algo en la voz de Louis.

– Lou, amigo, me estás asustando. ¿Qué pasa?

– Ven aquí -A Mauser le pareció que sofocaba un sollozo-. Hace mucho tiempo que los chicos no te ven. Se alegrarán cuando les diga que vas a venir -colgó.

Tres minutos después, Joe Mauser se había puesto su cazadora de cuero y unos pantalones viejos y se había guardado las llaves de casa en el bolsillo. La pistola la llevaba en la funda del tobillo.

Al salir a la cálida noche de mayo, el agente federal Joseph Mauser se subió el cuello de la chaqueta y montó en su coche. Encendió la radio. Mientras oía a dos locutores discutir sobre quién tenía la culpa de que los Yanquis hubieran perdido, se dirigió a la parte alta de la ciudad. Tenía la sensación de que el cadáver que estaba a punto de ver significaría muchas otras noches de insomnio.

Capítulo 8

Te levantas en un callejón moteado por la luz del sol. Te duelen las costillas. Tienes un bulto en la parte de atrás de la cabeza que no deja de dolerte. Estás mareado. Un hombre con una caja de cartón por manta te mira parpadeando; sus ojos intentan acostumbrarse a la imagen del desconocido con el que comparte su callejón. Tiene la barba enredada y sucia. Y las manos como si hubiera trabajado veinte años en una mina. Piensas que tiene que ser un sueño. No hay explicación lógica. Tienes una cama. Vives en un apartamento por el que pagas. Tienes una cuenta bancaria. Una tarjeta de crédito. Una novia (o quizá no). Tienes una licenciatura universitaria. Y unos padres de los que has huido a cinco mil kilómetros de distancia.

Te levantas. Habrá leche en la nevera, café de ayer en la cafetera. Tiene que ser un sueño. ¿Qué te deparará el día?

Entonces te acuerdas del cadáver tendido a tus pies. Del charco de sangre que evitabas pisar. Del golpe del arma al disparar al hombre que había estado a punto de mataros a ti y a dos personas más.

Y entonces comprendes que no es un sueño.

El indigente me miraba mientras me limpiaba las manos con una hoja de papel de periódico. Sostenía una taza abollada que contenía una moneda de cinco centavos y tres peniques.

– ¿Eres nuevo? -preguntó. Cuatro dientes podridos salían de sus encías negras-. Si eres nuevo, tienes que pagar peaje. Yo soy el cobrador. Desde hace dos años. El último murió. Una tragedia. No puedes vivir en esta manzana si no pagas peaje.

Busqué distraídamente mi cartera y luego me lo pensé mejor y me dirigí hacia la calle. Una voz gritó detrás de mí:

– ¡Eh, que no has pagado!

Había roto la mañana. El sol brillaba, caliente. Era un hermoso día de principios de verano. Miré mi reloj. Eran las ocho y cincuenta y tres. Tenía que estar en el trabajo siete minutos después.

Me dolía respirar. Me paré delante de un edificio con un zócalo de ladrillo que me llegaba a la altura de la cintura. Me subí la camisa y vi un suave moratón debajo de mi axila. Nada grave. No tenía nada roto. Sólo algunos hematomas donde me habían pateado las costillas.

Me quedé allí, intentando recuperar la compostura. Guiñé los ojos para despejarme, pero el recuerdo de la noche anterior se me echó encima como una nube de langostas. Un hombre había muerto por mi culpa. No sabía si había apretado el gatillo o no (fue todo tan rápido… Pero recordaba su dedo sobre el gatillo), pero era responsable de la muerte de otra persona. Todavía no lo había asimilado, la idea revoloteaba aún alrededor de mi subconsciente.

Había intentando ayudar a Luis y a Christine. Y un hombre había muerto. En el fondo, yo sabía que la culpa no era mía. Aquel tipo podía haberlos matado a ambos. Me habría matado a mí.

Antes que nada tenía que parar en una comisaría. Ellos entenderían la situación, se darían cuenta de que los Guzmán estaban en peligro de muerte y de que yo había actuado en defensa propia. Él tenía la pistola. Había atacado a dos personas. Si yo no hubiera estado allí, quizá las hubiera matado. Yo era un héroe. Mi fotografía aparecería en los periódicos, aquélla con la cara de desafío que ya nunca podría borrarse.

Mi pecho se hinchó de orgullo mientras andaba por la calle tambaleándome. Miré la mochila, saqué mi teléfono móvil. No se encendía. Debía de haberse roto durante la pelea. Busqué una cabina para llamar al número de emergencias. Entonces empecé a notar algo extraño.

Los peatones me miraban fijamente, ponían cara de reconocerme vagamente, fruncían la boca como si intentaran escoger a alguien entre una línea de sospechosos. Una sensación inquietante comenzó a apoderarse de mí, pero me la sacudí pensando que lo ocurrido esa noche me había desquiciado.

Pero aun así…

El cadáver seguía apareciendo en mi cabeza como un muñeco sorpresa con el resorte roto.

Un hombre había muerto por mi culpa, y todo lo demás no importaba. Había dos personas heridas, quizá gravemente. Con suerte, las habrían atendido. Pero seguía habiendo un elefante de trescientos kilos en la habitación. ¿Qué estaba buscando aquel hombre?

Había ido al apartamento de los Guzmán a algo. Christine parecía saber de qué hablaba, pero decía no tenerlo en su poder. Luis no sabía lo que decía. Pero ella sí lo sabía…

Quizás hubiera una historia en todo aquello. Tal vez pudiera hablar con los Guzmán, encontrar la respuesta que había ido a buscar la noche anterior. Ir a ver a Wallace llevándole una historia única. Una historia que muy pocos reporteros de mi edad tendrían valor para investigar. Podía labrarme un nombre. Tal vez hubiera un filón en todo aquello.

Pero primero tenía que llamar a la policía. Había que contar la verdad.

Encontré una cabina en la esquina de la 89 con Broadway, junto a una charcutería, y me metí en ella. Una pareja que paseaba a un perro salchicha me miró con recelo. El hombre, que llevaba visera y una camiseta Black Dog, rodeó a la chica con el brazo y la apartó rápidamente, tirando del perro, que había empezado a ladrar.

Algo iba mal. Los neoyorquinos no se asustaban fácilmente. No iba cubierto de sangre, ni embreado y cubierto de plumas. Estaba un poco desaliñado, eso sí, pero no tanto como para provocar aquella reacción. Algo los asustaba, pero no sabía qué. Empezó a acelerárseme el corazón.

La charcutería de la esquina me recordó el hambre que tenía. Quizá me comprara un bocadillo en cuanto arreglara aquello. Comer me sentaría bien. Llenar con algo el vacío que notaba en el estómago.

Al mirar por el escaparate, vi a un árabe con un gran bigote y pelo escaso hablando por teléfono. Del agujero de mi estómago pareció brotar ácido cuando noté que me miraba fijamente mientras hablaba, moviendo la boca con gestos exagerados, casi caricaturescos. Asentía con la cabeza enfáticamente. Vi que pronunciaba varias veces la palabra «sí». Tenía los ojos fijos en los míos.

«Respira hondo, Henry. Todo saldrá bien».

Levanté el teléfono y marqué el 911. Un pitido y contestó una voz de mujer.

– Servicio de emergencias. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Yo…

Entonces lo vi.

Me quedé boquiabierto. Se me secó la saliva. Me olvidé de respirar.

No era posible.

Oh, Dios mío.

No, por favor.

No.

Caí lentamente de rodillas. Mis tendones y mis músculos parecían haberse derretido. Respiraba entrecortadamente. Notaba la cabeza ligera, como si me hubieran vaciado un tanque de helio en el cráneo.

Oía una vocecilla procedente del teléfono.

– ¿Hola? ¿Señor? ¿Hola?

El teléfono cayó de mi mano y quedó colgando, inerme.

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