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Jason Pinter: Matar A Henry Parker

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Jason Pinter Matar A Henry Parker

Matar A Henry Parker: краткое содержание, описание и аннотация

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla. Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– Quiero trescientas palabras sobre el artista y las esculturas. Mínimo dos citas de transeúntes. Para la edición del miércoles.

Oí que Paulina contenía la risa. En lugar de marcharse, Wallace se quedó allí, esperando una respuesta.

– Creo que tiene algún problema con tu encargo, Wally -dijo Paulina. Metiendo baza en el momento menos oportuno. Wallace levantó las cejas. Yo evitaba mirarlos a los ojos a ambos.

– ¿Es eso cierto? -preguntó.

No dije nada. Paulina tenía razón. Odiaba escribir necrológicas, y desde luego no quería ponerme a entrevistar a paletos de Dakota del Norte para preguntarles su opinión sobre insectos metálicos del tamaño de aviones comerciales.

– ¿Quieres que te sea sincero? -pregunté.

– Me molestaría que no lo fueras.

Miré a Paulina. Ella fingía teclear.

– No creo que esté hecho para ese artículo. No quisiera ofender a los aracnófilos, pero para serte franco creo que puedo hacer cosas mejores. Y creo que tú lo sabes.

Wallace se llevó el pulgar al labio y se mordió la uña.

– Entonces me estás diciendo que preferirías trabajar en historias más interesantes.

Asentí. Estaba pisando terreno peligroso. Acababa de pedirle más responsabilidades al redactor jefe de un gran periódico neoyorquino. Y llevaba menos de un mes en el trabajo. Seguramente había mil personas que matarían por escribir necrológicas en la Gazette, pero yo me había esforzado mucho por llegar hasta allí y podía hacer algo mejor.

Wallace dijo por fin:

– Lo siento, Henry, de veras, pero es lo único que tengo ahora mismo. Lo creas o no, estas historias son importantes. Tú quieres…

– Pero yo sólo oía «bla, bla, bla, confía en mí, bla, bla, bla».

– ¿Entiendes lo que te digo? -preguntó Wallace.

Yo ya no oía teclear a Paulina; nos estaba escuchando sin disimulos. No me moví, no dije sí. Sabía lo que estaba diciendo, pero en el fondo no me lo creía. Entonces, justo cuando iba a abrir la boca, una voz inesperada resonó en la sala de redacción.

– Tengo una cosa con la que Parker podría ayudarme.

Tres cabezas se volvieron para mirar. La voz pertenecía a Jack O’Donnell, que me miraba fijamente. Por suerte, yo había hecho pis después de comer.

Una leve risa escapó de los labios de Wallace; con un ademán exuberante, me encaminó hacia el veterano reportero.

Antes de que pudiera asimilar que Jack O’Donnell (el mismísimo Jack O’Donnell) me estaba hablando, mis piernas me llevaron a su mesa a trompicones. Estaba recostado en su silla. Una barba gris claro cubría su cara. Su mesa estaba repleta de notas adhesivas y garabatos ilegibles. Había también una foto de una mujer atractiva a la que le sacaba por lo menos veinte años.

– ¿Así que buscas acción? -dijo.

Moví la barbilla de arriba abajo y mascullé en voz baja:

– Sí, señor.

Notaba el olor a tabaco y café que despedía su aliento en oleadas. Me pregunté si podría embotellarlo y llevármelo a mi mesa.

O’Donnell metió la mano debajo de un montón de papeles y sacó una libreta. Le echó un vistazo, arrancó la hoja de arriba y me la dio.

– No sé si te habrás enterado, pero estoy trabajando en un reportaje sobre la reinserción de delincuentes -asentí otra vez y seguí asintiendo-. ¿Está bien, chico?

Volví a asentir.

– Vale -suspiró Jack en voz baja-. Lo que estoy haciendo es trazar el perfil de una docena de ex convictos, una especie de «qué fue de» la escoria de Nueva York. Después, con un poco de suerte, lo enlazaré con una investigación más amplia sobre el sistema de justicia penal y su efectividad, o falta de ella.

Asentí otra vez. Empezaba a dárseme bien.

Pregunté:

– ¿Qué quiere que haga? -y se me quebró la voz más que a un quinceañero trabajando en la ventanilla de un restaurante con servicio para coches. Tosí tapándome la boca con la mano. Me repetí con tono mucho más grave.

O’Donnell dio unos golpecitos en el papel y subrayó el nombre, la dirección y el número de teléfono que figuraban en él.

Luis Guzmán. Esquina 105 y Broadway.

– Llamaré al señor Guzmán para decirle que un compañero se pasará por su casa para entrevistarlo. Ya he hablado con la junta que se encarga de su libertad condicional, y ellos lo han resuelto con Luis. Presionan a los ex presidiarios para que hagan estas cosas, para que pongan una cara feliz a los programas de reinserción. No temas presionarlo si se resiste a hablar. No tengo tiempo de entrevistar a doce personas antes de la fecha de entrega. Pásame la transcripción y escoge algunos cortes sonoros. Luego pásanos copia a Wallace y a mí. Si consigues lo que busco, te pondré como colaborador en la firma.

– Espere. Entonces, ¿voy a trabajar con usted en esto?

– Eso es.

– ¿Con usted directamente?

O’Donnell se echó a reír.

– ¿Qué pasa? ¿Es que quieres que te pasee por ahí en un cochecito de bebé? Guzmán cumplió un par de años por atraco a mano armada, pero según su historial ha sido un ciudadano modelo desde que le dieron la condicional. Media docena de cortes buenos que puedan usarse, y se acabó. ¿Podrás arreglártelas?

Asentí con la cabeza.

– Supongo que eso es un sí y que no tienes el síndrome de Tourette.

– Sí. A la primera pregunta.

Jack me miró de arriba abajo y puso su mano sobre mi codo. A Wallace le gustaba el hombro; a O’Donnell, el codo. Cuando publicara mi primer artículo de primera plana, quizá diera a la gente palmadas en el cuello, para ser original.

– Procura hacerlo bien, Henry. Puede que necesite más colaboraciones en el futuro.

Esta vez me pareció lo correcto asentir.

Capítulo 4

Esa noche me quedé despierto, con la cabeza repleta de recuerdos que desearía haber olvidado, de cosas que hubiera querido borrar de mi mente y pulverizar en el aire. Pero eso no pasaría nunca. Los sueños me perseguirían durante años. La impotencia que había sentido aquella noche, hacía meses, ya no me abandonaría. Y sin embargo cualquier pesadilla palidecía comparada con la realidad.

Fue en febrero, unos tres meses antes. Yo estaba acabando un trabajo que debía exponer en clase; quería subir un par de décimas la nota media de mi expediente para impresionar a los empresarios, como si unas décimas fueran lo que separaba la New York Gazette de una revista sensacionalista. Llevaba tres noches seguidas sin dormir y mi cerebro estaba a punto de ponerse en huelga. Mya y yo habíamos estado discutiendo toda la semana. Algo sobre unas llamadas no devueltas. Ella estaba en Nueva York; yo en Ithaca. Pero eso ya no importa.

Nos colgamos el uno al otro muchas veces y dijimos cosas de las que nos arrepentiríamos después. A las doce menos cuarto de la noche, cuando yo tenía la cabeza rebosante de Flaubert y la falta de sueño empezaba a pesarme, Mya me llamó crío. Decir que fue la gota que colmó el vaso es como si el patrón del Titanic hubiera dicho «uy».

Yo la llamé zorra. Le dije que estaba harto de nuestra relación. Cansado de sus rollos. Ella me dijo que era un gilipollas. Yo contesté que tenía razón. Y luego colgué.

Memoricé la última página de texto borroso y dejé que mis párpados se cerraran. Y me pregunté, no por primera vez, si valía la pena.

Luego, a las 2:36 de la madrugada (tengo grabada la hora en el subconsciente), sonó el teléfono. Contesté. Era Mya. Le dije hola. Oí una respiración trabajosa al otro lado, un ruido como si fuera arrastrando los pies. Un gemido. Estaba llorando. Por nosotros, seguramente. Pero no decía nada. Colgué sin pensármelo dos veces. Y luego apagué el teléfono.

Las notas de Love me do me despertaron a las siete y media. Me reí por lo irónico de la letra. Apenas recordaba las llamadas de la víspera.

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