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Jason Pinter: Matar A Henry Parker

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Jason Pinter Matar A Henry Parker

Matar A Henry Parker: краткое содержание, описание и аннотация

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla. Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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– Estará bien aquí -dijo Manuel-. Como en casa.

Sí, pensé. Como en casa. Como en el hogar que me hubiera gustado tener, en vez de la casucha en la que los únicos ruidos que se oían eran un fregadero defectuoso y el veneno que escupía el hombre que se decía mi padre. El hogar. Al fin.

Me fui derecho a casa de Mya en cuanto acabé con el papeleo. Antes de mudarme quería celebrarlo, pasar una última noche en su cama. Ver si las chispas de siempre volvían a encenderse una última vez. Llamé antes para proponerle una cena de celebración, pero contestó cortante:

– Henry, tengo exámenes finales la semana que viene. Tardaríamos horas en cenar. Si quieres podemos comprar algo en el Subway.

Decliné la invitación. Comería algo de camino.

Salió a recibirme a la puerta vestida sólo con un albornoz rojo y el pelo suelto y mojado. Olía de maravilla, llena de frescura. Me dieron ganas de estrecharla, de abrazarla como cuando nos conocimos. Cuando nada más importaba y el mundo real parecía muy lejano. Puse mi mano sobre su brazo y le hice una leve caricia.

– Henry, acabo de darme crema.

– Perdona.

– No pasa nada, es sólo que…

– Sí, ya sé.

Ella suspiró, sonrió débilmente.

Me quité las zapatillas y las dejé fuera, junto a la puerta. Ella se sentó en la cama con los labios fruncidos y cruzó los brazos.

– Bueno, cuéntame lo de tu casa nueva.

– Pues, que yo sepa, no ha muerto nadie en ella.

Mya no parecía encontrarme gracioso ese día.

– Venga, en serio. ¿Cómo es?

– Bueno, está en Harlem, en la esquina entre la 112 y Ámsterdam. El edificio no va a ganar ningún premio de House and Garden , pero los electrodomésticos funcionan, tengo espacio para vivir, la puerta cierra y eso es todo lo que necesito.

– ¿Está limpio?

– Bueno -contesté, eligiendo cuidadosamente mis palabras-. No estoy seguro de que «limpio» sea la palabra adecuada. Pero está habitable.

– ¿Quieres que vaya a verlo?

– Esperaba que fueras, sí. Como eres mi novia y todo eso.

Mya se levantó y se acercó a la ventana abierta. Se quedó mirando al otro lado de la calle. El cielo nocturno le devolvía la mirada, frío y desapacible, mientras ella se mordía las uñas.

– Creía que ya no te mordías las uñas -dije.

– Dejé de hacerlo una temporada. Pero he vuelto.

Yo sentía la brutal energía estática acumulada entre nosotros. ¿Por qué estábamos juntos? ¿Sólo porque habíamos capeado el temporal y nos contentábamos con hallarnos en tierra firme? ¿O de veras creíamos que teníamos una oportunidad? ¿Que tal vez recordaríamos aquellas primeras noches, cuando cada momento era la única realidad que necesitábamos?

Mya dijo mirando por la ventana:

– Espero que te vaya bien en tu apartamento.

– ¿Qué se supone que significa eso? -Comprendí que aquello era el final.

– Nada, sólo eso. Que espero que te guste. No analices tanto.

– No, había algo raro en tu voz. «Espero que te guste tu apartamento, pero…». Quiero saber cuál es el pero.

Mya se dio la vuelta. El pelo le caía sobre los hombros; su piel brillaba.

– A veces tengo dudas, Henry.

– ¿Dudas sobre qué?

Se volvió de nuevo.

– Sobre nada.

– No hagas eso, no digas que no es nada cuando te pregunto.

– No vale la pena hablar de ello.

– Sí que vale la pena. Siempre vale la pena -me acerqué a ella, puse mis manos sobre sus hombros. Se estremeció un momento; luego se relajó.

– A veces pienso cosas.

Yo sabía adónde conducía aquello y sentí que se me formaba un nudo en el estómago. Aparté las manos de sus hombros y di un paso atrás. Luego su voz sonó suave, calmada.

– Las cosas han cambiado. Creo que los dos lo sabemos.

– Sí, lo sé.

– Estamos así desde que…

– Desde esa noche.

– Sí -dijo ella con un suspiro-. Desde esa noche.

Me senté en la cama y abracé un cojín de encaje. Miré a Mya, vi la leve cicatriz de su mejilla. Si uno no sabía que estaba ahí, apenas se notaba. Pero yo sabía que estaba ahí.

– Pienso en esa noche y me pregunto si no sería un presagio, ¿sabes? Una señal.

Asentí con la cabeza. Sabía muy bien de lo que estaba hablando.

– ¿Y qué sugieres que hagamos? ¿Dejarlo ahora, justo cuando las cosas empiezan a ponerse difíciles?

– Eso no es difícil, Henry. Difícil será lo que ocurra cuando yo me gradué en Derecho y tú estés trabajando en el turno de noche de la Gazette. La universidad y el trabajo requieren tiempo, pero… -hizo una pausa-. En realidad sólo son peldaños, puntos de apoyo. Es sólo que no quiero resbalar antes de acabar la carrera. No quiero descentrarme.

– Esto no es… lo nuestro no es un peldaño. Si nos esforzamos encontraremos un modo de arreglarlo. Sé que han pasado cosas -vacilé, se me quebró la voz, se me puso un nudo en la garganta-. Cosas malas. Pero podemos superarlas.

– Quizá -dijo ella con voz teñida de incertidumbre-. Pero cuando yo sea abogada y tú seas… periodista o lo que sea, tendremos aún menos tiempo para hablar. En algún momento tenemos que plantearnos si de verdad merece la pena.

Yo sabía que no debía preguntar. No era de eso de lo que estábamos hablando. Pero me quemaba por dentro, y tenía que decirlo.

– ¿Qué quieres decir con eso de «periodista o lo que sea»?

– Sólo me refería a cuando tu carrera esté bien encarrilada. Cuando hagas lo que quieres hacer.

Sacudí la cabeza y tiré el cojín al cabecero de la cama, donde cayó torcido.

– Nunca has tenido fe en mí.

– Eso no es cierto. Siempre te he apoyado.

– Eso es fácil en la universidad, es muy fácil decirlo cuando ni siquiera estás ahí. Pero ¿y ahora? ¿Me apoyarías ahora?

La expresión de Mya se volvió fría. La vida pareció abandonarla.

– No te atrevas a hablarme a mí de no estar ahí.

Dio un paso adelante y me rodeó flojamente el cuello con los brazos. Apretó sus labios contra los míos y luego los apartó. Me fui un momento después.

La siguiente vez que hablé con ella, tres hombres querían matarme.

Capítulo 3

Si fuera menos ambicioso, nada de esto habría pasado. Pero era terco, impaciente. Me gusta pensar que todos los grandes intelectos lo son. Pero nunca pensé que la ambición pudiera costarme la vida.

En mi cuarto día en la Gazette , Wallace me asignó mi primer trabajo. Llegó en el momento oportuno. Hacía días que Mya y yo no nos veíamos. Yo necesitaba desesperadamente algo que me levantara el ánimo. Y para eso era mucho mejor un encargo que un paquete de seis cervezas.

Cuando Wallace me llamó a su despacho, se me pasaron por la cabeza todas las posibilidades. Sabía en qué noticias estaba trabajando Jack O’Donnell. A veces, cuando pasaba a su lado al volver de la máquina de café, miraba por encima de su hombro para ver lo que ponía en su ordenador.

Jack llevaba seis meses trabajando incansablemente en un reportaje tan importante que la Gazette pensaba publicarlo por partes durante una semana entera. Yo sabía de qué iba la historia. Todo el mundo en la oficina lo sabía. Jack había arriesgado todas sus fuentes y hasta su propia vida para sacarla a la luz. Estaba investigando la guerra que se avecinaba entre dos familias del crimen organizado, una historia que tomó forma por primera vez veinte años antes, cuando O’Donnell escribió un libro sobre el resurgimiento de la mafia neoyorquina, personificada en la figura de John Gotti. El libro vendió casi un millón de copias y se convirtió en una película protagonizada por James Caan. Yo compré un ejemplar manoseado en una librería de viejo en Bend, cuando era un adolescente. Lo tenía en la estantería como un trofeo. Y ahora, años después, tras la muerte de Gotti, O’Donnell estaba investigando a una nueva hornada de mafiosos: hombres que luchaban por las migajas de un imperio, intentando crear sus propias dinastías a imagen y semejanza de la Roma de Gotti.

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