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Jason Pinter: Matar A Henry Parker

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Jason Pinter Matar A Henry Parker

Matar A Henry Parker: краткое содержание, описание и аннотация

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla. Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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Abajo, los de seguridad me habían dado una identificación temporal. No era aún un miembro de la fraternidad: era sólo una promesa que no había demostrado su valía.

– No olvide hacerse la fotografía antes de que acabe la semana -me había dicho el guardia de seguridad, una mujer hosca, con enormes gafas de montura roja y un lunar en la mejilla que realzaba su personalidad-. Si no, tendré que meterle en el sistema todos los días, y tengo cosas mejores que hacer. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza y le aseguré que me haría la foto en cuanto llegara arriba. Y lo decía en serio. Quería ver mi cara en el carné de la Gazette en cuanto el laboratorio la hubiera revelado. La llevaría yo mismo a una tienda de fotografía, si tenían mucho trabajo.

Cuando las puertas se abrieron, Wallace me condujo a través de un vestíbulo con moqueta beis, pasando por delante de la mesa de una secretaria. En la pared se leía en grandes letras doradas New York Gazette . Le enseñé mi identificación a la secretaria y ella sonrió con la boca abierta y siguió mascando chicle.

Wallace colocó su tarjeta de acceso sobre un lector y abrió las puertas de cristal. En cuanto se rompió el silencio, pensé en lo extraño que era que todos mis sueños y mis esperanzas estuvieran envueltos en aquel hermoso ruido.

Para alguien de fuera, el ruido podía parecer incesante, cacofónico, pero para mí era tan sereno y natural como una risa sincera. El sonido de cientos de dedos tecleando, el golpeteo de las teclas al saltar, el susurro de los bolígrafos hacían aflorar una sonrisa a mis labios. Docenas de ojos miraban fijamente pantallas iluminadas cubiertas de letras del tamaño de microorganismos, leían faxes y correos electrónicos enviados desde todas partes del mundo; y las caras se contraían como si el teléfono fuese un ser humano al que pudieran conmover. Algunas personas gritaban; otras susurraban suavemente. Si no hubiera apretado los dientes intentando parecer seguro de mí mismo, me habría caído al suelo como si hubiera entrado de repente en un episodio de Bugs Bunny.

– Ésta es la sala de redacción -dijo Wallace-. Tu mesa está allí -señaló la única silla metálica giratoria vacía entre aquel mar de tapicerías raídas por el que día a día tendría que chapotear camino de la grandeza. Pronto estaría sentado a aquella mesa, con el ordenador encendido, el teléfono en la mano y los dedos volando sobre el teclado como un Beethoven atiborrado de Red Bull.

Estaba en casa.

Si trabajas en la prensa o en el mundo del entretenimiento, Nueva York es tu meca. Los atletas cuentan los días que faltan para su debut en el Madison Square Garden. Para los pianistas clásicos, el Carnegie Hall es suelo sagrado. Para las estríperes profesionales (perdón, para las bailarinas exóticas), Nueva York era también su Jerusalén.

No era casualidad, por tanto, que aquélla fuera mi Tierra Santa. La redacción de la New York Gazette. Rockefeller Plaza, Nueva York. Había recorrido un largo camino para llegar allí.

Me pregunté fugazmente qué demonios hacía allí un chico de veinticuatro años con poco más en su currículum que el Bend Bulletin , pero por aquello era por lo que había luchado. Para lo que estaba destinado. Wallace sabía de lo que era capaz. Desde mi primer artículo de primera página en el Bulletin, el que apareció en más de cincuenta periódicos de todo el mundo, Wallace me había seguido la pista. Al enterarse de que me habían aceptado en la prestigiosa facultad de periodismo de Cornell, hizo el viaje de tres horas y media en coche para invitarme a comer. Y durante mi último año en la universidad, antes de que empezara siquiera a buscar trabajo, Wallace me ofreció entrar en la Gazette a jornada completa.

– La redacción necesita sangre nueva -había dicho-. Chicos jóvenes y ambiciosos como tú, que demuestren a los escépticos que la nueva generación tiene la cabeza bien puesta. Hay otros periódicos en la ciudad, pero si quieres perseguir noticias de verdad y no a famosos de vacaciones, sabrás elegir. Deja tu impronta, Henry. Y hazlo con nosotros. Además, el primer año pagamos cinco de los grandes más que los otros.

Esa noche me bebí tres botellas de champán y me quedé dormido en la ducha de John Derringer con el bigote y las patillas pintadas con un bolígrafo Bic.

Noté la mano de Wallace sobre la chaqueta de mi traje. Esperaba que no apretara demasiado: seguramente el tejido costaba menos que su corte de pelo. Pero aunque Wallace era mi benefactor profesional, el pedestal más alto de mi culto periodístico estaba ya ocupado por otro. Ese otro se sentaba a unos pasos de mí. Sin embargo, en lo tocante a estar en deuda con alguien, Wallace ocupaba el segundo puesto por haberme contratado, después de mi madre por darme a luz.

Pasamos entre las sillas torcidas y los vasos de café frío, junto a periodistas tan ocupados que no tenían tiempo ni de acercar la silla a la mesa. Así era como trabajaban. Y a mí me encantaba. Sabía que no había que interrumpir a un reportero que tuviera que cumplir un plazo de entrega inmediato, y no esperaba que se movieran. Estaba allí para purificar la sangre de la sala de redacción, no para interrumpir su flujo.

Reconocí a algunos redactores. Había leído su trabajo, sabía dónde buscar sus firmas. Daba miedo pensar que eran mis nuevos compañeros. Eso por no hablar de lo raramente que parecían afeitarse o ducharse.

Quería que me respetaran, necesitaba que me respetaran. Pero de momento sólo era un novato. Un principiante. El tipo al que todos mirarían para ver si producía.

Y entonces lo vi. Jack O’Donnell. Un momento después, Wallace me empujó suavemente hacia delante y me acordé de respirar.

Al pasar por su lado, dejé que mi mano rozara la camisa azul de O’Donnell. Un roce sigiloso con la grandeza. No podría haber sido menos sutil si hubiera sacado su último libro, le hubiera pedido un autógrafo y le hubiera cruzado luego la cara con él. «Intenta hablar con él luego», me dije. «Síguelo al baño. A comer. Ofrécete a limpiarle las botas, a educar a sus hijos, lo que sea».

Dios. Jack O’Donnell.

Cinco años antes, si alguien me hubiera dicho que iba a trabajar a cuatro metros de Jack, le habría dado una patada en el culo por reírse de mí. Hacía un par de años, el New Yorker había publicado una semblanza de O’Donnell. Yo tenía una copia del artículo en casa. Había pegado una hoja sobre mi mesa, con una frase subrayada, la frase que hilvanaba cada artículo que escribía: Las noticias son el ADN de nuestra sociedad. Dan forma a lo que pensamos, a cómo actuamos, a lo que sentimos. Todos somos beneficiarios (y subproductos) de la información.

Mucha gente, incluido yo, atribuía la primera inyección de aquella hebra de ADN a William Randolph Hearst. Hearst se hizo cargo del San Francisco Examiner en 1887, a la tierna edad de veintitrés años. El único hombre que hacía que me sintiera un vago.

Hearst fue el primero en convertir la prensa escrita en un medio sensacionalista, salpicando sus periódicos con grandes letras de molde y vistosas ilustraciones. Quienes se dedicaban a difundir rumores sobre conspiraciones culpaban a Hearst de haber incitado la guerra de Cuba con sus constantes editoriales acerca de las violaciones de derechos humanos que cometía el gobierno español. Como, según se cuenta, le dijo Hearst al ilustrador Frederic Remington: «Tú pon los dibujos, que la guerra la pongo yo».

Desde entonces, casi parecía que el periodismo había dado un paso atrás. El escándalo del New York Times lo demostraba. Alguna gente se lo tomaba a broma, como un incidente aislado. Otros, que sabían que sus artículos no resistirían una mirada atenta, pusieron discretamente al día sus currículums. Y yo seguí todo el asunto meneando la cabeza y temblando de furia, deseoso de zarandear al sistema.

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