Jason Pinter - Matar A Henry Parker

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Me mudé a Nueva York hace un mes para convertirme en el mejor periodista de todos los tiempos. Para encontrar las mayores historias jamás contadas. Y ahora aquí estoy: Henry Parker, veinticuatro años, exhausto y aturdido, a punto de que una bala acabe con mi vida. No puedo huir. Huir es lo único que Amanda y yo hemos hecho las últimas setenta y dos horas. Y estoy cansado. Cansado de saber la verdad y de no poder contarla.
Hace cinco minutos creía haberlo resuelto todo. Sabía que aquellos dos hombres (el agente del FBI y el asesino a sueldo) querían matarme, pero por motivos muy distintos. Si muero esta noche, más gente morirá mañana…

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Y si la cita de Jack era exacta (y yo creía que lo era), cuando ese ADN se contaminaba, podía extender la enfermedad por todos los vasos sanguíneos de la sociedad. De pronto aparecían, como ratas en el metro, mentirosos, estafadores y egos del tamaño del de Donald Trump; hombres y mujeres que se suponía que tenían que difundir noticias, no ser noticia.

La semana anterior, un joven reportero del Washington Post llegó a trabajar atiborrado de anfetaminas, con el contenido de dos cafeteras encima y un plazo de entrega de seis horas para un artículo de mil palabras, del que no había escrito una sola frase. Improvisó el artículo y luego volvió a casa, le dio una paliza a su novia y se tiró por la ventana desde el quinto piso. Más leña al fuego.

Yo quería ser el antídoto, recoger el testigo de Jack O’Donnell, sacarle brillo y llevarlo con orgullo. Quería extraer el veneno que había emponzoñado el periodismo, devolver credibilidad a la sala de redacción después de tantas mentiras. Gracias a Jack O’Donnell, tenía una fe inquebrantable en lo que podía conseguir un buen periodista. Y ahora allí estaba, al lado de la leyenda. Era hora de estar a la altura o de callarse la boca, Henry.

Tras pasar entre chaquetas colgadas de respaldos de sillas y bolígrafos que rodaban por el suelo como pelusas de plástico, llegamos a mi mesa. Yo llevaba una sonrisa en la cara, como si fuera el primer día de la temporada en el estadio de los Yankis. Mi mesa estaba justo al lado de la ventana, que daba a la terraza que en verano se convertía en la pista de patinaje de Woolman Rink. Propiedad inmobiliaria de primera, nena. Desde allí se veía a los turistas fotografiando las bellas esculturas doradas y las banderas de diversos países, a la gente mirando embobada la hermosa ciudad como si no supiera que aquella arquitectura y aquel despliegue de brillantez pudieran existir. La luz del sol caía sobre mi puesto de trabajo, reflejándose en las paredes recién limpias, y no pude evitar sentirme bendecido.

– Bienvenido a tu nueva casa -dijo Wallace-. Viene equipada con… bueno, con todo lo que ves aquí.

– ¿Y no necesita ningún complemento? -pregunté.

Wallace se inclinó hacia mí y susurró:

– Algunos veteranos, y supongo que puedes contarme entre ellos, guardan una petaca en la mesa -no supe qué decir. ¿Hablaba en serio? Wallace se rió y me dio una palmada en la espalda-. Vas a encajar muy bien aquí.

Volvió a inclinarse y tocó en el hombro a la mujer cuyo puesto de trabajo estaba contiguo al mío. Ella se volvió bruscamente (su silla giratoria estaba bien engrasada y no chirrió) y me miró con enfado. Era delgada, rubia y bastante atractiva. Tenía treinta y tantos años o cuarenta y pocos, y su expresión parecía decir «¿qué coño quieres?» de manera tan convincente que no pude menos que pensar que la ensayaba delante del espejo. Iba vestida con camiseta rosa de tirantes y pantalones pesqueros negros, y se había recogido el pelo en una coleta. No llevaba anillo de casada. Y, al parecer, tampoco sujetador. Si Mya me preguntaba cómo eran mis compañeras, tendría que mentir.

– Paulina -dijo Wallace haciéndose a un lado para que ella me viera del todo-, éste es Henry Parker. Es su primer día.

Paulina arrugó la nariz.

– Va a ocupar la mesa de Phil.

Wallace se tosió en la mano, ligeramente azorado.

– Sí, va a ocupar la mesa de Phil.

Paulina me recorrió con la mirada como si estuviera leyendo una hoja impresa por ordenador. Por fin me tendió la mano. Se la estreché. La suya me pareció floja y apática.

– Bienvenido al manicomio, novato -dijo.

– Gracias. Estoy muy emocionado por…

– Es mala suerte que te haya tocado la mesa de Phil. ¿Le has contado lo que le pasó, Wally?

Wallace suspiró.

– No, todavía no he tenido ocasión.

Paulina se encogió de hombros.

– Mal karma, Henry -me miró inquisitivamente-. Henry. Qué nombre tan raro para un chico tan joven. ¿Cómo es que te lo encasquetaron?

– ¿Encasquetármelo? Bueno, yo…

– ¿Qué pasa? ¿Es que no les caías bien a tus padres? -mis ojos se endurecieron. Paulina notó que se había pasado y su cara se iluminó-. Sólo era una broma, Henry. Tu nombre está muy bien. Me gustan las cosas distintas -miró a Wallace, aparentemente satisfecha con mis respuestas-. Éste es el chico de Oregón, ¿no? -volvió a mirarme-. Wallace me ha dicho que eres, y cito, «un hallazgo mayúsculo». ¿Qué te parece?

Intenté aliviar la tensión.

– Sí, los reporteros novatos estaban de oferta en el Kmart. Le he salido con un veinticinco por ciento de descuento -Paulina levantó una ceja y sacudió la cabeza. Wallace volvió la cara, avergonzado. Yo me abofeteé mentalmente.

Paulina dijo:

– Eso no tiene gracia, Henry. No llevas aquí tiempo suficiente para que se te perdone hacer chistes malos.

– Perdón. A partir de ahora, sólo chistes buenos.

– O nada de chistes -replicó ella.

– O nada de chistes.

Sonrió con mucha más calidez.

– Bien -Levantó un lápiz con la punta completamente mordisqueada. Me fijé en que había varios pares de zapatos bajo su mesa. Zapatos de color rojo brillante, deportivas desgastadas, sandalias muy usadas-. Si eres listo, tendrás unos cuantos pares de zapatos buenos en la oficina -dijo ella-. Nunca se sabe qué clase de noticia vas a tener que cubrir de un momento para otro. Hay que estar siempre preparado -Wallace asintió con la cabeza.

Tomé nota mentalmente de que debía llevar mis viejas Reebok.

– Te deseo la mejor de las suertes, Henry -añadió ella-. Wally es un buen tipo. Hazle caso.

– Desde luego.

Paulina se volvió hacia su ordenador y empezó a teclear.

– Es una buena periodista -dijo Wallace en voz baja-. Paulina ha encontrado a nuestro héroe del día seis veces sólo este mes.

– Siete veces, Wally -dijo Paulina-. Si lo pones mal en mi informe de productividad, llamo a mi abogado.

– ¿Héroe del día? -pregunté.

– Cada día hay un héroe -dijo Wallace-. Es nuestra noticia del día, la atracción principal, la historia que vende periódicos. Un día puede ser la guerra, otra las elecciones, y el siguiente un hombre que tiene un tigre de Bengala en su apartamento o un famoso que se está tirando a su niñera.

Paulina añadió:

– Cada día hay un héroe distinto. Dicho en pocas palabras, es la principal noticia del día. Cada día necesita su héroe. Si no, no hay noticias. No vendemos periódicos, la Gazette no recauda dinero, nos despiden a todos y tú vuelves a Oregón antes de que se acabe el mes. Además, el redactor que tenga más héroes en su haber se lleva una bonita prima a final de año. Así que andando. Ahí fuera hay muchas piedras a las que dar la vuelta.

Wallace dijo:

– No te preocupes. Tendrás tu oportunidad. Pero, por ahora, intenta fijarte en cómo trabajan tus compañeros. Te va a resultar difícil abrirte un hueco y encontrar tu voz. Pero recuerda que todo el mundo empezó exactamente igual que tú. Mickey Mantle era un chaval de Oklahoma cuando entró en los Yankis. Muy pronto empezarás a encontrar héroes -se puso serio y se acercó un poco más a mí-. Contamos contigo para que encuentres alguno importante.

– No como Phil -dijo Paulina.

Wallace asintió resignadamente con la cabeza.

– Sí, no como Phil.

Decidí no preguntar por aquel tal Phil. Eran chismorreos de sala de redacción, y aún no me había ganado el derecho a hacerlo.

– Bueno, siéntate -dijo Wallace-. Veamos qué tal te sienta esta vieja mesa.

Mirando a Wallace para observar su reacción, me acomodé en mi nueva silla. El asiento no estaba diseñado para ser cómodo, sino más bien para un cuerpo en constante movimiento; más para mantenerte despierto que para relajarte. Yo estaba seguro de que mi espalda me odiaría por ello.

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