Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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– Pero ¿por qué?

El hostelero se sentó en el suelo como un niño, colocando una mano temblorosa sobre la humilde lápida de su mujer y la otra en la de su hijo.

– Había perdido a mi chico. ¿Iba a tener que ver ahora a mi difunto hermano, por mucho que le despreciara, arrastrado por las columnas de los periódicos como su asesino? No habría sido capaz de soportarlo. No habría sido capaz de seguir viviendo con el apellido Trood. Quizá por eso haya preferido convertirme en una sola cosa con mi hostal y la imagen del desafortunado Sir Falstaff. Hay razones por las que los asesinatos no siempre se descubren, y no siempre es una cuestión de astucia. La razón puede ser la fatiga que domina a aquellos que han quedado insensibilizados por dentro. Enterré aquí a Eddie discretamente y le dije a la gente que había tenido un accidente en el mar. El obrero que trabajaba conmigo en la casa de mi hermano juró que mantendría las circunstancias del descubrimiento en secreto, aunque era consciente de hasta qué punto podía confiar en su promesa. Surgieron leyendas y fábulas, algunas contadas con mas contenido de verdad que otras. No quería escuchar aquellas historias, pero tenía que hacerlo. Una decía que Eddie, tal como le he dicho ya, se había encontrado envuelto en una operación de contrabando de opio y le habían asesinado en el transcurso de ella. El horrible final de Eddie a manos de Nathan u otros adictos se convirtió en tema de conversación que los cotillas de Rochester resucitaban una y otra vez.

– ¿Y el señor Dickens? -preguntó impaciente Osgood.

– ¿Qué quiere decir? -le preguntó a su vez el hostelero sin comprender.

– Bueno, su último libro, el que dejó sin terminar… Seguro que cuando usted vio el argumento, aunque la serie haya quedado incompleta… -Osgood no sabía cómo terminar la frase.

– Se refiere al nombre -interrumpió el dueño del Falstaff.

El misterio de Edwin Drood . Sí, el nombre, el argumento de la historia… ¿no le llamó la atención?

– El señor Dickens era un hombre de genio. En sus novelas con frecuencia empleaba para sus propósitos nombres y anécdotas que había escuchado por ahí. Vaya, en el otro lado de la carretera está la vieja mansión de ladrillo rojo donde «la señorita Havisham» vivía con su patético vestido de novia tal como la imaginó en sus páginas; y en otros sitios se pueden degustar la carne y la cerveza donde Richard Watts hizo otro tanto en la imaginación del señor Dickens. Yo, por mi parte, he estado demasiado ocupado intentando salvar el hostal para leer más que un par de entregas publicadas de su última obra. Había pensado leerlo entero cuando se publicara completo en forma de libro. Es decir, antes de que el genial señor Dickens muriera el mes pasado. Y cuando falleció y el estado de nuestro hostal se vio amenazado por su desaparición, no tenía tiempo que perder. La verdad, tengo muy pocas ganas de conocer historias sensacionalistas sobre la tragedia de mi hijo aparte de la que guardo en mi interior. Tuve su calavera en mis manos, señor Osgood. Estaba rota por arriba. ¡No necesito leer otra historia sobre la muerte de mi chico que la que estaba escrita en sus huesos!

Cuando regresaron al Falstaff Osgood hizo de inmediato los preparativos necesarios para viajar a Londres con Rebecca a fin de continuar las averiguaciones sobre el insólito relato de Edward Trood. Lo hizo con la oposición rotunda del doctor Steele, que Osgood creyó que le iba a poner una camisa de fuerza para impedir su marcha. Steele advirtió a su paciente de que los brotes reumáticos que le habían molestado desde su juventud podrían reproducirse si no esperaba a encontrarse totalmente restablecido. Pero Osgood no estaba dispuesto a dejarse convencer. El editor dejó dicho en el Falstaff que le remitieran toda la correspondencia a su nombre al hotel St. James, Piccadilly, y que si Datchery aparecía preguntando por él, le mandaran allí inmediatamente.

Al sacar algunas de sus pertenencias al pasillo del hostal Osgood se vio plantado delante de un espejo por primera vez que pudiera recordar desde el asalto. Al ver su reflejo se llevó involuntariamente las dos manos a la cara y las bajó por las mejillas hasta el cuello como si quisiera sujetarse la cabeza en su sitio. Parpadeó. ¿Adónde había ido a parar su aspecto juvenil, el aire inocente que siempre había maldecido y apreciado? Su lugar lo ocupaba un semblante de una palidez fantasmagórica, casi demacrado, con una compleja red de arrugas de fatiga, grietas y sombras oscuras alrededor de los ojos. El pelo estaba frágil y lacio. O bien había cruzado un atajo a una prematura máscara de la muerte, o bien había pasado de una dulce adolescencia a una endurecida madurez; no era capaz de decir cuál de las dos cosas. Con todo, había un elemento estimulante en su aspecto. Ya no pasaría inadvertido ni sería intercambiable con otros jóvenes delfines del mundo de los negocios de Boston. Por muy maltrecho que se le viera, aquél era James R. Osgood, no cabía la menor duda de ello.

Sólo entonces se dio cuenta, confirmando sus sospechas al volver a entrar en su habitación, de que el espejo que antes estaba allí había sido retirado. Se preguntó si habría sido el dictatorial doctor Steele o Rebecca, motivado por el control en el caso del primero y por el afecto en el de esta última. Reflexionó durante unos instantes mientras permanecía en el umbral de su cuarto y decidió no preguntárselo a Rebecca.

– ¿Qué hay de su regalo, señor Osgood? -era Rebecca, que sostenía la fuente de pie de cristal rosa de la subasta.

– Tal vez debiéramos dejársela al señor Trood para que se la entregue a la señorita Dickens -respondió Osgood.

– Sería mejor entregársela en persona. Tenemos una hora antes de que salga el próximo tren a Londres.

– A usted no le… -dijo Osgood-. Quiero decir, ¿no pondría usted objeción a que vayamos a ver a la señorita Dickens?

Rebecca negó con la cabeza.

– Creo que es una gran idea, señor Osgood.

Cruzaron la carretera en dirección a Gadshill pero encontraron la casa todavía más desolada de lo que ya estaba. La puerta principal estaba abierta y no había nadie que recibiera a las visitas. Prácticamente todos los objetos habían desaparecido desde la subasta de Christie's. Montones de maletas llenaban el pasillo principal y la biblioteca. Al principio Osgood y Rebecca ni siquiera vieron a Henry Scott, que se encontraba arrebujado en un rincón de la biblioteca emparedado entre dos baúles de ropa, llorando. Su elegante librea blanca estaba recorrida por manchas de lágrimas.

– Oh, señor Scott, ¿se encuentra bien? -preguntó Rebecca arrodillándose a su lado y poniéndole una mano en el hombro.

Henry intentó inútilmente hablar entre los sollozos para comunicarles en sílabas rotas como un salvaje de ultramar que tenían que abandonar Gadshill por la mañana. Al poco rato, una mujer cubierta con un largo velo negro y un vaporoso vestido negro con chaqueta corta ribeteada de volantes y un gran polisón detrás (de luto al estilo de la reina Victoria por su Albert) descendió las escaleras.

– Otros asuntos me han impedido regalarle esto antes, señorita Dickens -le dijo Osgood tendiéndole la fuente.

– Leímos en el Telegraph que se había vendido por siete libras y pico, ¡pero no decía a quién! -exclamó Mamie Dickens asombrada.

– No me parecía oportuno que lo tuviera nadie más que usted.

– ¡Es extraordinariamente amable por parte de ustedes dos! -se levantó el velo y se secó los ojos-. ¡Oh, cómo se reiría mi hermana de mí si me viera llorar por un insignificante jarrón! Mañana me iré de Gadshill, pero esto vendrá conmigo a cualquier parte del mundo donde vaya -dejó la fuente en su antiguo lugar de la chimenea y tomó una mano de Osgood y otra de Rebecca.

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