Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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La policía de Harper se convirtió en un ejército poderoso dentro de aquella ciudad explosiva por las rivalidades políticas y étnicas y la corrupción. Al año siguiente el alcalde republicano fue derrotado y la policía pasó a otras manos, pero los Harper mantuvieron reservadamente fuertes vínculos con los policías. Al poco tiempo, el ex alcalde Harper ofreció un empleo privado a Rogers, que había destacado por una cierta entereza de carácter, su inteligencia despierta y la habilidad para resolver los enigmas. Cuando James, que seguía siendo conocido como el Alcalde, o cualquier otro de los hermanos que constituían la empresa editorial (John, el Coronel; Wesley, el Capitán; y el más joven, Fletcher, el Mayor) necesitaban ayuda, en particular de naturaleza secreta, recurrían discretamente a Rogers.

Un caso de este tipo se presentó en el verano de 1867, cuando Charles Dickens anunció que Fields, Osgood & Co. serían a partir de entonces sus editores para América en exclusiva. Los Harper envidiaban y temían los ingresos que esto supondría para sus rivales de Boston. Enviaron a Rogers y a otro par de agentes a provocar disturbios en las ventas de entradas para la gira americana del autor, con la esperanza de que los periódicos retrataran a los editores de Boston como incompetentes, miserables y avariciosos. Como parte de este plan de alborotos, Rogers, disfrazado de revendedor con una llamativa peluca y un sombrero de George Washington, propagó a los periodistas las acusaciones de que Tom Branagan había instigado la violencia en una de dichas ventas. Mientras, los Harper ordenaban a su revista semanal que imprimiera caricaturas y columnas malintencionadas y provocadoras sobre Dickens tan rápido como pudieran ser inventadas, igual que había hecho Fletcher con sus ataques contra los sinvergüenzas, corruptos y amigos de los inmigrantes que controlaban la operación política de Tammany.

– No es necesario que juzguen mi moralidad con sus miradas acusadoras -dijo Rogers sacudiendo la cabeza con profunda tristeza-. ¡Sé que mis actos han sido despreciables! Hace muchos años, después de mi accidente en el teatro, sufrí de un insomnio constante. No habría sobrevivido sin el láudano que me daba el médico. Pero no tardé en descubrir que no podía pasar unos días sin la droga en mi organismo. Caía y me decía a mí mismo que aquélla era la última vez. Una simple hora sin ella y me parecía que las entrañas se me desgarraban y resecaban, iba por ahí sintiéndome humillado y melancólico. El láudano no era ya suficiente, iba detrás del opio puro como si fuera la más suculenta de las comidas servida por una voluptuosa sirena en el corazón de un violento torbellino. El opio era mi panacea. Tomaba una dosis a las diez en punto y otra a las cuatro y media. Durante horas después de tomar una nueva dosis me sentía invencible y lleno de energía, con una capacidad intelectual y física más allá de lo estrictamente humano. Era Atlas con el mundo en equilibrio sobre mis hombros. Y así me convertí en el esclavo permanente de la droga y para conseguirla habría caminado descalzo sobre carbones encendidos o nadado hundido hasta el cuello en mi propia sangre. Bajo sus efectos el estómago y los intestinos se me retorcían y la cabeza me estallaba. Tomaba más para intentar resistir y caí en una peligrosa sobredosis.

»El Mayor notó que algo me pasaba.

»-¡Bueno! -me dijo quitándose las gafas con su habitual gesto dramático-. Ya sabe que soy un hombre franco, Rogers, y un buen metodista, de manera que se lo preguntaré claramente: ¿puede usted superar sus hábitos y continuar sirviendo a esta empresa?

»-Para ser idénticamente franco -le dije yo-, creo que no, Mayor. La muerte sería un regalo.

»-¡Bueno, entonces yo le ayudaré! ¡No nos rindamos tan fácilmente ante ningún enemigo!

El Mayor hizo los arreglos para que Rogers ingresara en un asilo para adictos dirigido por un doctor que defendía que el consumo de opio no era un vicio sino una enfermedad como cualquier otra de las enfermedades conocidas. La vida retirada que llevó allí limpió la sangre de Rogers de todo el veneno.

– Eso fue hace seis meses. Les doy mi palabra de que el opio no ha vuelto a entrar en mi cuerpo. Pero al salir de aquel santuario, libre de la vil amapola, me encontré esclavizado por un nuevo y tiránico amo: el Mayor. Durante los últimos años, mientras el Mayor ganaba el control de la editorial sobre sus más sensatos hermanos, yo cerraba los ojos a sus métodos y manipulaciones. Pero el centro que me había salvado la vida había costado mucho dinero y yo no podía cortar mis lazos con Harper hasta que la deuda estuviera pagada.

Tras el final de la gira americana de Dickens y habiéndose enterado de que el escritor trabajaba en una novela de misterio, el Alcalde y el Mayor Harper quisieron descubrir los detalles del argumento del nuevo libro por anticipado.

– Como yo era capaz de imitar cualquier acento existente debido a mis años de actor, decidieron mandarme aquí, a Inglaterra, a perpetrar la artimaña. Mi misión era entrar en el santuario de Dickens. Hice averiguaciones por Kent y descubrí que Dickens ofrecía atención tanto a amigos como a desconocidos que caían enfermos, con técnicas de mesmerismo y magnetismo animal. Y yo sabía por su reputación que era particularmente sensible a aquellos que sufrían pobreza, como amigo y abanderado de los trabajadores.

»Decidí hacerme pasar por un granjero inglés enfermo que necesitaba los cuidados de Dickens para franquearme la entrada a su estudio y conocer pistas sobre el futuro de Drood antes que nadie.

– ¿Encontró algo? -preguntó Osgood.

– ¡El gran hombre sabía guardar los secretos! -Rogers levantó las manos-. Dickens hacía que me tumbara en su sofá, dibujaba unos pases con sus manos y dedos por encima de mi cabeza y luego, cuando ya estaba convencido de que me había dormido, salmodiaba para implantar en lo más profundo de mi cerebro la curación deseada. Al final, me soplaba suavemente en la frente hasta que creía que me acababa de despertar. Pensé que si aparentaba haber entrado en un estado hipnótico tan profundo que me creyera uno de los personajes de su novela, sería más probable que me revelara cosas de ella involuntariamente.

– ¿Y entonces se le ocurrió hacer de Dick Datchery? -preguntó Tom.

– Sí. Datchery aparece de manera misteriosa en uno de los últimos capítulos de Edwin Drood . Antes de que se imprimiera escuché este capítulo una tarde que esperaba en la biblioteca de Gadshill y el señor Dickens se lo estaba leyendo en la habitación de al lado a unos amigos y familiares, lo que hacía cada vez que terminaba una entrega. Por la escasa ciencia que había adquirido leyendo novelas a lo largo de mi vida, imaginé que en el destino de aquel personaje, Datchery, se encerraba el destino de todo el Misterio . ¡Y mi artimaña funcionó! Hasta cierto punto.

Rogers relató los trucos que había empleado para interpretar el papel de Datchery en Gadshill, incluso escribir en trozos de papel y dentro de la cinta de su sombrero cada una de las palabras que escuchaba a Dickens poner en boca del personaje y utilizar exactamente el mismo lenguaje cada vez que le era posible. Aquella autenticidad pareció despertar el interés del novelista, pero sus sesiones de mesmerismo seguían centrándose exclusivamente en el tratamiento del paciente y su salud y no había manera de persuadir al maestro para que dijera más sobre el tema de su novela.

Rogers, por supuesto, aprovechaba todas las oportunidades que se le presentaban de estar a solas (cada vez que Dickens se ausentaba del estudio para atender a alguna de sus mascotas o saludar a una visita) para examinar subrepticiamente el contenido de cualquier papel que hubiera sobre el escritorio o en un cajón abierto. Encontró algunas pruebas de que los fumadores de opio que aparecían en Drood estaban inspirados en los ocupantes de un conocido antro situado en un patio y llamado Palmer's Folly, que Dickens había conocido en una visita a Londres guiada por la policía.

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