Poco después la salud de Dickens empeoró y tuvieron que suspender las sesiones con Rogers y los demás componentes del pequeño círculo de pacientes de mesmerismo que acudían a Gadshill. Al tener conocimiento de la muerte de Dickens la primera semana de junio, Rogers puso un telegrama a sus jefes en Franklin Square, Nueva York, suponiendo que su misión había terminado. Sin embargo, los Harper le ordenaron que se quedara unas semanas más y que diera la tabarra por Gadshill para poder observar cualquier maniobra que afectara a Drood durante ese tiempo. Debido a los cinco años de espera desde la anterior novela de Dickens, Drood supondría cientos de miles de dólares de beneficios posibles para el primero que lograra publicarla en América. El Mayor no estaba dispuesto a quitarle el ojo a aquella oportunidad.
Sólo unos días después Rogers recibió una orden completamente distinta e inesperada: se ponía en su conocimiento que el señor J. R. Osgood estaba de camino a Inglaterra, más que probablemente con el objetivo de encontrar las partes que faltaban de la última novela de Dickens. Rogers tenía que impedir que lo lograra, a fin de que Harper pudiera piratear la novela sin problemas.
– Le confieso esto apesadumbrado y hastiado, Ripley. Desde entonces he llegado a descubrir que es usted un hombre decente y bueno, que se interesa por los empleados a su cargo, como he visto que hace con la señorita Rebecca -continuó Rogers-. Pero tiene que entender una cosa, aunque sólo sea una cosa, sobre mí y algún día moriré satisfecho sabiendo que usted no me rechazó incondicionalmente.
– No sé qué podría decir en su favor -respondió Osgood con tristeza.
– Nada más que esto: no soy un artista. No soy un genio como las personas que pueblan su vida, tal vez como usted mismo. Tanto si usted considera que lo es como si no, tiene en su interior la valentía del artista. Pero éste es el trabajo mundano que yo conozco y que he ejercido desde que fui entrenado como policía de Harper. Antes de esto intenté trabajar en un banco, pero lo dejé porque no me gustaba cómo me miraba el resto de la gente. Éramos los primeros policías de la ciudad de Nueva York y nos odiaban, la gente nos tiraba piedras. Teníamos que ir armados con un chuzo cada uno: esa peculiar porra con un pincho en la punta que vio usted cuando nos adentramos en los oscuros rincones de Londres. Los ciudadanos creían que nuestra labor era la de hacer de espías y, curiosamente, ese temor hizo que nos convirtiéramos en espías. Disfraces, investigaciones, servicio secreto, todos los tejemanejes encubiertos y turbios… Ése ha sido mi arte, mi fortuna. Al llevarle al fumadero de opio intenté meterle en una búsqueda sin propósito, sabiendo que lo reconocería como el prototipo del que Dickens describía en su libro y que eso le distraería. Si tenía éxito en esa tarea, por fin podría librarme de las garras del Mayor Harper y regresar a los escenarios, donde en otros tiempos fui feliz e hice feliz a otros, como hace su editorial. Algún día tendré una casa llena de niños y espero que ellos me respeten y me quieran. ¡No quería causarle ningún daño, querido Ripley!
– ¡Sin embargo tenía todas las intenciones de despistarme, como usted mismo reconoce!
– No espero perdón por haberle engañado, pero ruego que crea mi propósito de pagarle la deuda. Quiero ayudarle.
– ¡Ja! -respondió Osgood.
– ¡Ripley, también yo fui embaucado por esos vendedores de opio!
– Lo que fue únicamente culpa suya, señor -dijo Tom en tono de reproche-. Obra de su inconsciencia.
– Hasta cierto punto sí, señor Branagan. Pero la violencia a la que estábamos sometidos no era más que una pequeña muestra de un siniestro movimiento mucho mayor. Ripley, considero que, mientras hablamos, se encuentra usted en grave peligro.
– Y la amenaza es usted tanto como el que más -dijo Osgood.
– Ya ha hablado más de lo que se merece. Siéntese y póngase cómodo mientras llamo a un coche de policía -añadió Tom.
Rogers sacudió la cabeza.
– No. Necesitan mi ayuda, caballeros, ¡su supervivencia depende de ella! Tal vez también la mía, ¡aunque puede que para ustedes ahora no signifique nada! -los otros dos hombres, que no mostraban signos de flaquear, intercambiaron una mirada. Rogers, presa ya del pánico, se puso a suplicar sin pudor-: Mi querido Ripley, ¿no puede volver a confiar en mí? Le prometo pagarle mi deuda por lo que he hecho.
Osgood dedicó una mirada encendida a su antiguo compañero.
– Ha ganado mi confianza y compasión valiéndose de un montón de mentiras. Conspiró para entorpecer nuestra gira con Dickens por América, para culpar al señor Branagan de lo que no había hecho, para distraerme de mi misión aquí, todo bajo las nefastas órdenes de esos hermanos Harper. No me cabe la menor duda de que el Mayor Harper maneja también las cuerdas de su actual súplica. En cualquier momento tirará de sus hilos y hará entrar en escena a Judy, o al diablo, o a cualquier otra grotesca figura de madera para que intente desorientarnos. Ahora, desaparezca de nuestra vista, mientras conserva su libertad, si el señor Branagan se lo permite.
Tom dio un paso atrás y señaló la puerta con la mano. En esta ocasión, Rogers no discutió.
– Gracias a Dios que existe usted, Ripley -dijo. Se volvió en silencio y,. con el sombrero debajo del brazo, salió apresuradamente de la habitación.
La aparición de Tom Branagan, y de la pistola que empuñaba, había supuesto para Osgood una impresión tan fuerte como el descubrimiento de la verdadera identidad de Rogers. Una vez confirmaron que éste había salido de las dependencias del hotel, y cuando Rebecca regresó del banco, Tom se dispuso a contarles el tortuoso trayecto que a su vez había recorrido hasta reunirse con ellos. Al regresar a Inglaterra después de la gira de Dickens, Tom siguió trabajando en labores domésticas en la ciudad de Ross, en la finca de George Dolby. Pero se cansó de la monotonía de cuidar los adorados ponis de los hijos de Dolby y de llevar en el coche a la señora Dolby, que le estaba sacando el máximo partido a su fortuna, muy acrecentada desde la gira americana. Dolby, por su parte, se había endurecido por lo que él llamaba «el maltrato americano» y gastaba el dinero de manera irresponsable y extravagante, sobre todo después de que su segundo hijo varón muriera a los pocos días de nacer. Ocasionalmente, Tom veía a Dickens en la casa de Dolby, incluyendo el bautizo de George Dolby hijo, pero el novelista, aunque afable con él, nunca le habló de los delicados sucesos acaecidos durante la reciente gira por América.
Tom le enseñó a Osgood una navaja con empuñadura de nácar que llevaba en el bolsillo.
– Ésta es la navaja que le quité de la mano. Me di cuenta de que todavía la conservaba cuando ya habíamos salido del país y la encontré entre mi ropa. En ocasiones, cuando la veo, me acuerdo de la mujer y pienso en lo que le podía haber pasado al Jefe.
– Puede estar usted orgulloso de lo que hizo -dijo Osgood.
– Yo estaba seguro de que la mujer iba a morir, ¿saben? -continuó Tom-. Usted también lo habría estado, señor Osgood, de haber visto la sangre. El Jefe debió de pensar lo mismo, al mirarla se puso muy triste, incluso le susurró algo al oído para tranquilizarla, aunque no pude oír lo que dijo. Pero lo cierto es que pocas mujeres de las que intentan suicidarse por ese método tienen la fuerza suficiente para realizar en su propia piel un corte lo bastante profundo una vez han empezado. Muchas sobreviven, como le pasó a ella, aunque quedó mermada para siempre por dentro y por fuera. La imagen de ambos no se separa de mí desde aquel día; tanto la de Louisa Barton como la de Charles Dickens.
Embotado por el tiempo pasado en Ross y obsesionado por lo que había ocurrido durante sus últimas horas en Boston, Tom presentó su solicitud a la policía de Scotland Yard y esperó varios meses, hasta que quedó disponible una plaza para agente nocturno de tercera clase, la categoría más baja y peligrosa de la policía inglesa. Hacía sus rondas desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Generalmente, éste solía ser el único destino disponible para un irlandés, aunque el hecho de que supiera leer y escribir bien le reportó un rápido ascenso a la categoría de agente de policía de primera clase.
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