Matthew Pearl - El Último Dickens

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes?
Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial.
Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores.
«Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN
«Brillante y erudito.» The New York Times
«Irresistible… Admirable.» The Observer

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Rebecca le llevó papel timbrado del hotel, un lápiz de plomo y un libro en el que apoyarse.

Osgood escribió en el papel, tachando las palabras y volviendo a intentarlo hasta que llegó a una conclusión:

Es Dios.

Esdios.

Esdeos. Es de Osgood.

Daniel Sand no profirió una expresión de paz religiosa, pero, a pesar de ello, sus palabras tenían un hermoso significado.

– Mire -dijo-, Bendall estaba equivocado, Daniel no exclamó una última palabra antes de morir. Daniel no quería que me enfadara, ni siquiera en su último aliento. No falló a la empresa en absoluto.

Cuando el doctor Steele regresó a terminar el examen médico, la oscuridad de la habitación ocultó las lágrimas ardientes que anegaban los ojos de Rebecca.

La cálida madrugada de la agresión no había sido sólo la integridad física de Osgood lo que había estado en peligro, sino también su situación legal. Cuando recuperó parcialmente la consciencia por primera vez se encontró a sí mismo arrastrado a lo largo de los túneles del alcantarillado por dos hurgadores, los cazadores de las cloacas, que le llevaron a una comisaría de policía. Allí no pudo explicar a los agentes cómo había llegado hasta el alcantarillado.

Mas aún, el aspecto de Osgood en aquel momento, su ropa mojada y astrosa, su habla y sus sentidos embotados y el olor acre del humo de narcóticos y la inmundicia, le convertían en blanco de los reproches de los agentes como si fuera un molesto hurgador más. Cuando contó lo que había pasado, enviaron a otros agentes a las sórdidas dependencias que les describió, donde encontraron los cadáveres de un marinero láscar y un bengalí conocido como Booboo por los residentes de la zona.

– Esto no es bueno para nosotros -le dijo el sargento de guardia a Osgood-. Y tampoco para usted, señor. Su historia no está nada clara.

– ¡Porque no sé lo que me pasó, señor! -protestó Osgood.

– Entonces ¿quién va a saberlo? -inquirió el sargento.

Sólo la aparición de un respetado hombre de negocios, Marcus Wakefield, le salvó de ser acusado de afrenta pública. El señor Wakefield había sido advertido de la existencia de un americano desconocido que habían llevado a la comisaría porque habían hallado su tarjeta de visita en el traje que llevaba Osgood cuando le encontraron.

– ¿Conoce usted a este pobre desgraciado, señor? -le preguntó el sargento con escepticismo-. O tal vez robó su tarjeta de sus pertenencias.

Osgood estaba echado en un banco debatiéndose entre el dolor y el delirio.

Wakefield golpeó la mesa con un puño.

– ¡Esto es un escándalo! Tienen que soltarle de inmediato, caballeros. He cruzado el océano con él. Su nombre es Osgood. James Osgood. No es nada parecido a un vagabundo, sino un respetado editor de Boston que ocupaba un camarote en primera clase del navío. Han detenido ustedes a un caballero. Tenía entendido que se alojaba en un lugar cercano a Rochester por motivos de negocios.

El sargento miró a Osgood de arriba abajo.

– ¡Nunca he conocido a un editor que se vistiera así y que, si se me permite decirlo, apestara como éste, señor! Tendremos que escribir un informe.

– Escriba su informe y déjenle en libertad.

Wakefield utilizó su influencia para aligerar la puesta en libertad de Osgood y después envió un mensaje a Rebecca para que fuera a buscarles a la estación de Higham, donde Wakefield la esperaba con Osgood con el fin de trasladar al doliente al Falstaff Inn para su restablecimiento. Cuando se encontraron en la estación, Wakefield solicitó hablar con Rebecca a solas.

– ¿Podemos dar un paseo juntos, querida? -preguntó Wakefield.

Rebecca le ofreció un brazo a su visitante mientras atravesaban la estación.

– Querida mía, les acompañaría hasta el Falstaff, pero me temo que tengo que regresar a Londres de inmediato a atender mis negocios -dijo en tono de disculpa.

– Ha sido usted muy amable al traerle hasta Kent, señor Wakefield -respondió ella.

Él se encogió de hombros.

– Le confieso que, a pesar de que estoy terriblemente alarmado por el sorprendente estado en que he hallado al señor Osgood y por estas circunstancias, me regocijo en el placer de estar de nuevo en su compañía. Y usted, ¿se encuentra bien, querida mía?

– Tan bien como puedo estar, señor Wakefield -replicó Rebecca cortésmente-. No dejo de pensar que ojalá no hubiera permitido al señor Osgood ir a un lugar como ése con el horrible señor Datchery.

– Mucho me temo que la delicada mujer, por más que deba intentarlo, no puede impedir al sexo menos cauteloso nuestros imprudentes propósitos, señorita Sand -dijo Wakefield con una sonrisa-. Al parecer, el señor Osgood ha descubierto, demasiado tarde para su salud, que en Londres no todo es una fiesta. Muchas veces las mujeres aciertan con su intuición. El señor Osgood me envió una nota donde hablaba de no sé qué figura de escayola que fue a ver en la casa de subastas Christie's y que sospechaba que había desaparecido. Le pregunté sobre ella a uno de mis socios; según me dijo, la figura que interesaba a su patrono se le cayó a una empleada de la casa de subastas en un descuido y, avergonzados, no quisieron que se supiera. Espero que usted le insista en que abandone estas absurdas actividades en lugares tan sórdidos, sean éstas las que hayan sido.

Rebecca sacudió la cabeza.

– No sé si habrá nadie en el mundo que ahora pueda hacerle cambiar de idea. Tal vez ni siquiera el señor Fields.

Wakefield suspiró preocupado, pero con un toque de admiración.

– Es un hombre de recursos, eso es evidente, y confieso que es como si me mirara en un espejo. ¡No sabía que ser editor llevaba consigo semejante espíritu de aventura! Le sugiero que le mantenga bajo vigilancia estricta a partir de ahora, señorita Sand. Tengo amigos por toda la ciudad. Mande a buscarme si surge la menor complicación. Como hombre de negocios, me temo que sé demasiado bien que cualquiera que sea la llama de ambición que arde en el corazón del señor Osgood, no se extinguirá a menos que alcance su objetivo.

– Gracias de parte de los dos -dijo ella insegura, ya que la entrevista parecía llegar a su fin.

Wakefield tomó la mano de Rebecca y posó los labios lentamente en ella.

– Espero que no le parezca demasiado atrevido, querida mía -dijo-. Es usted verdaderamente un dechado de virtudes, un tipo excepcional de mujer que no se encuentra muy a menudo entre los engreídos pavos reales londinenses. El señor Osgood es muy afortunado por contar con su lealtad.

Invadida por una peculiar sensación de vulnerabilidad y pudor, se encontró incapaz de pronunciar palabra.

– El señor Osgood me dijo que había estado casada -continuó Wakefield en tono amable-. Pero las leyes son diferentes en Inglaterra. Si usted quisiera, no tendría que volver a pensar en eso.

– ¿El señor Osgood le dijo que estaba divorciada? -preguntó Rebecca sorprendida.

– Sí, cuando estábamos a bordo del Samaria -dijo. Al observar la confusión de la mujer, añadió-: Su intención no era otra que protegerla a usted, señorita Sand. Creo que advirtió mi inmediato y sincero afecto por usted y quiso prevenir cualquier equívoco. ¿Mi interés por su vida es tan sorprendente, querida amiga, como parece reflejar la expresión de su rostro?

Los cascabeles del carruaje que se disponía a trasladar al paciente a Falstaff repicaron.

– Tengo que ir a ayudarle, señor Wakefield -dijo Rebecca.

El editor despertaba cada día con un poco más de energía física y una inquietud mental más pronunciada. Las fracturas de las costillas, aunque le seguían doliendo, mejoraban poco a poco. El doctor Steele le había dado a Osgood instrucciones precisas para que no se quitara los vendajes del torso y limitara la respiración profunda y cualquier esfuerzo, a riesgo de causarse graves lesiones permanentes en los pulmones. Una mañana, mientras recogía el desayuno de Osgood, el dueño del hostal colocó un jarrón de flores frescas en un aguamanil.

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